lunes, 17 de febrero de 2014

Henrik Ibsen, "Casa de muñecas" - LIBRO DEL MES

   
 
 
Por primera vez en este blog la recomendación literaria del mes es una obra de teatro. Aunque admito que el género que más leo es la narrativa, fundamentalmente novela, pronto las habrá también de poesía. La obra hoy concernida es una pieza esencial del repertorio que ya podríamos llamar “clásico”, una de las obras iniciáticas del teatro de ideas: Casa de muñecas, del dramaturgo noruego Henrik Ibsen, escrita en 1879.

Enseguida, tan pronto empezamos a leer, llama la atención la naturaleza de la relación entre los dos personajes principales, Nora y Helmer. Y nos llama la atención (para los ojos actuales incluso nos incomoda) porque, a pesar de estar ante marido y mujer, la forma de tratarse de ambos no parece, no ya la propia de dos cónyuges parejos, sino tan siquiera la de dos personas adultas, lo que de inmediato nos pone sobre la pista de la significación del título. En efecto, Helmer se dirige a Nora, y esta le responde, casi como si fuesen padre e hija, lo que añade un plus de incomodidad a su relación que se ve confirmado con la propuesta final y desesperada de que convivan como hermanos (en una suerte, se le antoja a este lector, de incestuosidad espiritual [perdón por el palabro] realmente repelente proviniendo de alguien como Helmer).

Y pudiera parecer, por esta última frase, que el protagonista masculino es un desalmado. Todo lo contrario. O bien, maticemos. Uno de los grandes aciertos de Ibsen en esta obra es, precisamente, que consigue nuestra piedad ante todos los personajes, excepto Helmer, quien paradójicamente nos inspira un gran desagrado a pesar de que es el único que, en principio, actúa con rigor moral absoluto. Ahora bien; un rigor moral que, básicamente, se ciñe a salvar las apariencias, magistralmente conceptuado con solo dos palabras en esa irreprimida exclamación casi al principio de la última escena: “¡Estoy salvado!”. La debilidad de Helmer, en cambio, se va desvelando sucesivamente, no solo y principalmente por el relato de Nora (la importancia de los hechos pasados, como en toda obra literaria, es esencial, ya que es lo que motiva el conflicto actual), sino por su actuación anormal, oscilando entre la rigidez y el infantilismo, por sus manías extrañas, como detestar ver coser, etc.

El egoísmo, por llamarlo así, sin límites de Helmer, personaje que representa el arquetipo del patriarca dictador-tutor doméstico, contrasta con la actuación desinteresada de Nora, su mujer-pupila, aparentemente una cabeza hueca que paulatinamente se va desvistiendo de ese aura de inocencia para revelarse en realidad como una mujer singularmente sensata, dadas las circunstancias. O, más que sensata, clarividente. Después de todo no hay que pasar por alto en ningún momento, ya que ahí radica el quid de toda la obra, que los causantes remotos del conflicto dramático actual que se presenta son, por un lado, Helmer y el padre de Nora, supuestamente los varones capaces que deben proveer por el bien de sus familias, y, por otro, un sistema legal cuya idea de la justicia se agota en su propio cumplimiento, sin otra inquisición moral o filosófica: lo bueno no es lo justo y verdadero; lo bueno es cumplir con la ley. Punto.

Este hábil y revolucionario planteamiento de Ibsen conduce a un estudio de las relaciones de pareja que resulta moderno incluso hoy en día. Además Nora, siendo el personaje claramente principal (me figuro que debe ser un rol agotador para una actriz, pues está permanentemente en escena, salvo una breve ausencia en el acto tercero), se revela a lo largo de las páginas del texto como el vértice de dos triángulos relacionales, uno de carácter más romántico (Nora-Helmer-Rank) y otro de carácter no exento en absoluto de implicaciones humanas (Nora-Krogstad-Cristina). Entre Helmer y su amigo, el simpático doctor Rank, se ha establecido la relación de compañerismo vital que el primero debería tener con Nora. Simultáneamente, Rank desearía que su relación con Nora no se ciñera a una mera amistad con la esposa de su amigo, sino que su sincero afecto por ella va mucho más allá, al tiempo que tiene con ella la relación que esta desearía tener con Helmer (ya que se dice expresamente que les visita casi a diario [por causa de Nora, entiéndase] y que pasa largas horas conversando con ella). Nora, aunque finja no estar al corriente del hecho, no es tan ignorante como afirma.

Por otro lado, en el “malvado” Krogstad descubrimos progresivamente a un ser no tan repelente como Helmer quiere hacer ver (entre ambos se produce una curiosa transferencia de caracteres a lo largo de la pieza), pues se afirma que su falta, aunque no explicitada, no fue más grave que la que pueda haber cometido Nora, más acuciado por las circunstancias que otra cosa y que, en todo caso, parece rehabilitado (el propio Helmer reconoce que le han llegado informes de que es un empleado modélico), y preocupado por sus hijos. Cristina, por su parte, realiza (ha realizado con anterioridad, más bien) un viaje no tan opuesto al que Nora emprende al final: representa a la mujer abnegada que precisa sentirse útil; pero, ¡ojo!, una mujer que ya ha analizado su carácter y ha determinado el papel que quiere ocupar en la vida y en la sociedad y, por tanto, una mujer madura. Precisamente la gran queja de Nora, que conduce al desenlace, es que nunca, ni en casa de su padre ni en casa de su marido, ha sabido con certeza dónde se encuentra ubicada, porque no le han consentido formarse como ser humano, dilucidar su papel como persona y ni siquiera como madre. Esta constatación conduce a la necesidad ineluctable de aclarar esa cuestión antes de emprender otras funciones en la vida; de ahí la demoledora afirmación de que, en ocho años de matrimonio, nunca ha sido feliz; tan solo ha estado alegre, simplemente.

Aunque hubo en su momento, como cabía esperar, enorme polémica (escándalo, de hecho) por su final abierto y por la decisión de Nora (la versión original en tres actos sin el añadido del arrepentimiento al final del tercero es la más perfecta de las que, por razones varias, el autor se vio obligado a preparar, a disgusto suyo), personalmente no me parece, como algunos dicen, que la evolución de la protagonista al final sea precipitada. La razón estriba en que quienes así lo afirman han aceptado que Nora era, efectivamente, una muñeca. Por el contrario, pienso que lo que Nora hace es intenta por todos los medios adaptarse al papel que la sociedad le impone, aún con merma para su felicidad personal, hasta que, en plan epifanía joyciana, se da cuenta de que primero debe averiguar, expresa literalmente, si es la sociedad o ella quien tiene razón. Es decir, Nora, como le comunica a Cristina en su primera conversación, no es ajena a las asperezas de la vida, y durante ocho años ha mantenido oculto un gran secreto, apañándoselas a solas y por su cuenta para solucionar un entuerto en el que se ha visto metida para beneficiar a un tercero. Por tanto, al final de la obra lo que tenemos no es una súbita evolución de la protagonista, sino la constatación de que debe dejar de fingir y dedicarse a sí misma.

Una obra pionera, pues, de vigencia incluso a día de hoy que, como todas las obras maestras, habla a los lectores de cada época de su propia época, y no [solo] de aquella en que fue escrita.
 

 
JJJJJ


 

martes, 11 de febrero de 2014

Heroínas austenianas

LOL, según este test, la heroína austeniana que yo soy es Fanny Price, la adorable huerfanita de Mansfield Park (es que todos, de una forma u otra, llevamos a una heroína austeniana dentro), a la que en el test describen así: "You’re quite shy and have often felt like an outsider, but around your closest friends you aren’t afraid to open up. You’re fiercely loyal and kind to everyone (even if they don’t always deserve it). While you hate exercise, you love reading and learning".