miércoles, 30 de abril de 2014

LA LITERATURA Y YO (iii)


Encandilar a los demás, hacerles reír contándoles historias, es algo que siempre ha habitado en el centro de mi ser. Sin embargo, convertirme en escritor a los diez o doce años era todavía una cosa difusa e inexacta, a ratos sustituida por otras posibles vocaciones, que me parecía viable sin sentarme a escribir de manera sistemática, como si las obras fuesen a aparecer por generación espontánea dentro de sus carpetas, adornadas incluso con intrincadas caligrafías alejadas de los garabatos que con esfuerzo soy capaz de perpetrar en un buen día.

En 7º de EGB (sí, soy tan dinosaurio que aún hice la EGB antigua, ¡qué pasa!), por primera vez tuvimos que hacer lecturas obligatorias para clase. Aquello fue casi como si las puertas del averno se hubiesen abierto para la mayoría de mis compañeros, una ocurrencia insólita de la profesora de lengua castellana, que nos mandó leer nada menos que ¡tres libros! ¡en un curso! Como pobre consolación, se decían que la profesora de otro grupo obligaba a sus alumnos a aprenderse de memoria el “¡Adiós, ríos; adiós fontes!” de Rosalía, así que en comparación salíamos ganando … Coñas aparte, comprendo la pesadez de la tarea para quien no estuviese acostumbrado a realizarla motu proprio; como este no era mi caso, me dispuse al empeño con mi mejor ánimo y tengo que reconocer que la buena de Mercedes – he olvidado el apellido, pero no su rostro, una mujer bajita, rubicunda, sonriente y tan llena de energía e ilusión que necesariamente estaba abocada al desastre, que se materializó en forma de llantina en mitad de una clase, ya mediado el curso, a saber por qué motivo, frustración, me figuro – tuvo excelente tino en sus elecciones, que satisficieron incluso a mis descorazonados compañeros: Charlie y la fábrica de chocolate, de Roald Dahl – que me subyugó tanto o más que 101 dálmatas; tanto, de hecho, que por mi cuenta y riesgo decidí añadirle El gran ascensor de cristal –; El río de los castores, de Fernando Martínez Gil – primer libro con el que lloré –; y Konrad, el niño que salió de una lata de conservas, de Christine Nöstlinger – que en mi cabeza es una lata de sardinas y me hizo reír como nunca –. El impacto de estos volúmenes en mi “carrera” de lector fue tal que, los dos últimos, me los recompré en la edad adulta por mera añoranza.

Mis visitas a la biblioteca escolar eran constantes desde algún tiempo antes. Al principio sacaba sobre todo libros de animales, siguiendo mi perenne y hasta hoy conservada fascinación por la materia. Fue así como descubrí a Gerald Durrell y cosas como El nuevo Noé. También en 7º de EGB, o poco antes, leí por mi cuenta Las brujas, de Roald Dahl; La isla menguante, de Pilar Mateos; y El pequeño vampiro, de Angela Sommer-Bodenburg. Me figuro que en las clases de lengua gallega también nos mandarían leer algo, pero si fue así, no lo recuerdo: mi mente solo ha retenido que esa asignatura nos la daba un tipo llamado Salustiano que era o había sido sacerdote y que empezaba todas y cada una de las clases rezando una oración – y no, no estudiaba en un colegio religioso … pero aquellos, queridos niños, eran otros tiempos, como suele decirse –.

Entonces murió mi abuelo en un desgraciado accidente de tráfico y, como todo en este mundo, ese hecho desencadenó otros: tendría en torno a trece años cuando nos mudamos por primera vez de casa. Aunque nos desplazamos a la casa de “los otros bisabuelos” de los que hablé en la segunda parte, para acompañar a mi bisabuela, que en poco tiempo había perdido a su marido y a su hijo; y aunque el desplazamiento no suponía una gran distancia – 40 km. en coche, en línea recta probablemente ni la mitad –, fue como retroceder un siglo en la máquina del tiempo: repito que estoy hablando de una época en que no había internet, ni Skype, ni Whatsapp: las únicas posibilidades de  comunicación eran el teléfono – fijo – o el correo postal. Así que me vi separado de mis amigos y del pueblo en el que me había criado, el cual, por contraste con el sitio en el que ahora vivía, parecía una gran urbe – tenía, sin ir más lejos, el único cine activo en 150 km. a la redonda, al cual me había acostumbrado a ir a razón de una, dos y hasta tres veces por semana –. Ahora, en cambio, estaba atrapado – se me antojaba una prisión – en un pueblecito mucho más pequeño, ni siquiera en el propio pueblo, sino en una aldeíta aledaña, en un caserón rodeado por apenas otros seis en los que no había niños.

Es una experiencia que dramaticé en exceso. Juzgándola desde el presente veo con claridad que no la valoré en todo lo que merecía, ni la aproveché al máximo, … pero claro: eso lo veo hoy, con mi yo de hoy, que se ha forjado, entre otras, con esa experiencia. Mi petimetre yo adolescente, en cambio, ni pudo ni supo ni quiso aprovechar lo que se le ofrecía, y trataba a aquellas gentes que consideraba zafias, incultas y vulgares con una displicencia versallesca tan insufrible como inaceptable. Me llegué a llevar bien con algunos compañeros – siempre en el entendido de que pertenecíamos a mundos diferentes que nunca podrían tocarse (¿habéis oído alguna vez algo más pedante?) –, aunque no trabé auténticas amistades, en buena parte porque entonces empecé a dar rienda suelta al talante reservado de mi carácter – reservado, que no tímido, no confundir los términos –. No sería justo decir que mis compañeros me pusieron las cosas difíciles, porque siendo honesto, la verdad es que ni siquiera les di la oportunidad de intentarlo – perdiendo con ello los primeros y tímidos avances hacia una intimidad física que no recibieron respuesta alguna por mi parte –. En general, no soy de los que se arrepienten de lo que hacen o dejan de hacer, porque creo que la vida no es un problema matemático, y que uno toma unas decisiones u otras en base a lo que sabe o siente en un momento concreto, no hay soluciones correctas e incorrectas. Pero hoy (hoy, jeje) haría las cosas de otro modo. De hecho, el lugar del que hablo es el lugar en el que veraneo todos los años desde hace unos doce, y para mí es el paraíso – creedme, vivo al lado de una autopista, sé valorar el silencio –.

Pero bien. Cuando los confines de tu mundo se reducen a los de un ventanuco de 60x30 desde el cual solo puedes ver una pared de piedra, estás receptivo a las experiencias que te permitan “volar”. Fue en este contexto cuando se cruzó en mi vida Mari Carmen Soto, profesora de lengua castellana, lengua gallega, y tutora del único grupo de 8º de EGB que había en el colegio – un grupo tan pequeño que hubo que juntarlo con el de 7º para poder ir a la excursión de fin de curso –. La importancia de este encuentro se deriva del hecho de que, considerando el estado actual de la educación y la cultura, la buena mujer tomó una decisión que hoy día sería calificada directamente de temeraria: resolvió que para la materia que había que dar el tiempo llegaba de sobra y, por tanto, las sesiones del viernes por tarde las pasaríamos en la biblioteca, así como las de tutorías, puesto que para esa labor no era necesario estar en un despacho ni en un aula. Allí, deberíamos leer, a nuestra elección sin más restricción que que se tratase de libros de la biblioteca – supongo que para cerciorarse de que efectivamente leíamos – un mínimo de tres libros en castellano y otros tres en gallego por cada trimestre, sobre los cuales elaboraríamos una ficha de lectura que incluiría los datos técnicos, una sinopsis – que expresamente no podía estar copiada de la de la solapa – y una pequeña opinión personal. Fue ahí cuando y donde descubrí a Michael Ende (La historia interminable), a Gianni Rodari (Cuentos por teléfono) y la poesía de Espronceda, que, junto con la de Rosalía de Castro, andando el tiempo, se convertiría en mi primera gran influencia literaria. Tengo la noción de que leí muchas otras cosas, pero esos son los títulos que se han quedado grabados en mi cerebro.

A mayores, y esto ya como tarea para todo el curso, debíamos leer obligatoriamente la obra de un escritor procedente del mundo de la publicidad que venía de sacar su primera novela, avalada por el Premio Edebé de Literatura Juvenil, quizá os suene ;) : el nombre era Carlos Ruiz Zafón, y el libro, El príncipe de la niebla, el primero de “terror” que leí – ya, ya sé que estaréis pensando que es un libro muy ligerito para las carnicerías que se ven ahora, pero probad a leerlo con “Pax deorum” de fondo durante una noche de tronada, y ya veremos :P –. Este pequeño volumen me mantuvo completamente enganchado de principio a fin, y de hecho lo leí dos veces durante aquel curso – ¡OMG, la escena del barco! –.

El otro gran descubrimiento que hice durante aquel tiempo fue la música, y en concreto la música clásica. Durante mi infancia había llegado a tener algunas grabaciones para niños, tipo Los Barbapapá o la banda sonora de La Sirenita, pero nunca había pensado en ella como un vehículo para transmitir historias e incluso conocimiento. El año anterior EMI había relanzado creo que la última grabación – de las varias que hizo – que el legendario director austríaco Herbert von Karajan realizó en 1984 de Las cuatro estaciones con la Filarmónica de Viena y Anne-Sophie Mütter como solista; desde la primera vez que vi el spot publicitario me enamoré perdida e irrevocablemente de aquellos sonidos celestiales, en particular de la Tormenta de verano, y pedí a mi madre que me comprara aquella cinta – que conservo – como regalo de cumpleaños. Vivaldi permanece como uno de mis fetiches musicales hasta el día hoy.

Aquel mismo año, la cantante y compositora irlandesa Enya – por alguna razón en aquel momento yo creía que era francesa – lanzó al mercado su álbum The memory of trees; nuevamente quedé encandilado con la composición que da título al disco, y nuevamente pedí “a los Reyes Magos” que me trajeran aquello por Navidades. Junto con la música de Chopin – que descubriría al año siguiente en la insuperable grabación de Maria Joâo Pires de los Nocturnos para Deutsche Grammophon –, la música de Enya – mi artista musical favorita – ha sido el hallazgo musical más revolucionario que he experimentado nunca. Tanto que, de hecho, durante los meses siguientes me hice con el resto de su discografía – y más adelante volví a comprármela toda en CD, cuando obtuve mi primer reproductor de este tipo –. Fue también la época en que empecé a consolidarme como buen estudiante, supongo que a falta de otras distracciones, de modo que las horas de mis días se distribuían entre las clases, el estudio – que amenizaba con la radio puesta, donde escuchaba el programa que Cristina Tárrega tenía en Cadena Dial, la única emisora que se captaba desde mi cuarto  (ya os he dicho que se trataba de un lugar apartado y hace muchos años) –, la lectura y la música.

Bien mirado, con tanta ocupación fue en realidad un año que se pasó rápido, al final del cual, la familia, para preservar la sanidad mental de sus miembros, cada vez más mustios, resolvió regresar al pueblo del que habíamos venido, lo cual efectivamente hicimos al acabar el curso. De repente, retomar las amistades y los usos a los que estaba acostumbrado fue como si me abrieran las puertas de la cárcel para permitirme vagar libre. Sin embargo, algo en mí se había transformado ya para siempre, y tomé conciencia por primera vez de lo rápido que puede cambiar una persona: me volví más tranquilo – aunque no sereno todavía, eso llegaría más tarde – y el carácter expansivo y jacarandoso de mi infancia dio paso a la reserva que me acompaña hasta el día de hoy.

(continúa aquí)

martes, 29 de abril de 2014

LA LITERATURA Y YO (ii)


Mis inicios como lector fueron tempranos y, como los de todo el mundo, modestos y nada ambiciosos, pero el momento concreto se difumina en la bruma de la inconsciencia. Lo que sí sé es que de siempre me gustaron las historias y la fabulación, bajo cualquier forma que estas se presentasen. Aunque mi madre, cuyo ejemplo como voraz lectora me parece que ha sido decisivo, me contaba cuentos de pequeño, no se trataba de un ritual repetido cada noche. Por el contrario, incluso en mis recuerdos más antiguos, siempre hubo un libro en el cabecero de mi cama. El primero que puedo evocar con claridad – estoy hablando de los cinco o seis años – era un grueso volumen de la “Colección jovial” titulado Películas de Walt Disney en el que, efectivamente, en forma de tebeo, se contaban diversos largometrajes del dibujante estadounidense. De entre las historias que comprendía, mis favoritas eran Mary Poppins – que a lo largo de los años visité y revisité millones de veces, tanto en su forma ilustrada cuanto en la película con Julie Andrews, la más reciente hace pocos meses –, Pollyana y El complejo de Pluto. En torno a la misma época llegó también a casa un volumen con una historia de Winnie the Pooh en la que el famoso osito se quedaba atorado en la puerta de la madriguera de Conejo tras, cómo no, devorar ingentes cantidades de miel. Y no sería mucho más tarde cuando me regalaron Vampiros, de Colin y Jacqui Hawkins, un libro desternillante y que me tenía absolutamente hipnotizado. Llegué a tener algún otro de los innumerables que la pareja ilustró y escribió, pero este es el que recuerdo más.

Nunca he sido de tener pesadillas – por el contrario, tengo la inmensa fortuna de contar con un estupendo sueño –, pero durante la infancia y la adolescencia tuve dos o tres que eran recurrentes aunque no habituales. En una de ellas, me arrojaban desde arriba rocas con miles de puntas que se me clavaban y debía comerme para evitar que me aplastasen. Pues bien; por ese tiempo desarrollé la costumbre – que se extendería años – de permanecer en vela durante la noche cuando intuía que podría tener una pesadilla si me quedaba dormido. Obviamente, una noche de oscuridad y silencio dura mucho como para pasársela mirando a la pared. Por otra parte, no podía encender la tele, porque el dormitorio de mis padres estaba justo frente al mío y se oía el sonido, algo que nunca conviene cuando se tiene la conciencia de estar haciendo lo que no se debe (por qué desarrollé yo esta conciencia es algo que seguro haría las delicias de un psicoanalista en décadas de sesiones que a mí me costarían un dinero que no estoy dispuesto a pagar, así que me temo que el misterio quedará sin resolver); en consecuencia la lectura se reveló desde el principio como la única opción factible. En una ocasión llegué a encadenar dos noches sin sueño, es decir, tres días de vigilia, y quizás eso tenga algo que ver con mi descubrimiento de que el perchero con forma de loro que había pegado a la puerta de mi habitación tenía vida propia y se movía. Pero esa es otra historia. Lo que importa retener aquí es que fue durante esas noches insomnes cuando descubrí el poder de la literatura para conjurar a nuestros demonios.

Más adelante, a los ocho o diez años, mi madre me regaló, más con afán preventivo que literario, un librito titulado ¡Engánchate a la vida!, publicado por Plaza&Janés / Círculo de Lectores (empresa esta última para la que ella trabajaba) y auspiciado por la FAD. No es de sorprender: eran los años chungos del consumo y tráfico de heroína en España – tan bien reflejados por el cine quinqui –, en Galicia sufridos especialmente, y todas las precauciones eran pocas – siempre había bulos circulando sobre ancianos que repartían caramelos rellenos de droga entre los niños y cosas por el estilo –. El libro era un compendio de varias cosas, pero incluía unas historietas, más bien tétricas, a decir verdad, entre las que ha sobrevivido vagamente una fábula con hormigas drogatas. Muy lisérgico todo. Mirando hacia atrás, sin embargo, me doy cuenta de que este fue mi primer contacto con el realismo, con la constatación de que los libros podían contener reflejos de la realidad más inmediata, que no estaban limitados a mundos oníricos y disparatados en los que los animales hablan y los cuartos se recogen solo con chasquear los dedos y cantar canciones.

Por esos años un vecino de mi tía llamado Pepín Parapar publicó un libro de historias inspiradas por las enseñanzas de Jesús bajo el título Formar una gran familia. La importancia que el texto tuvo en mi evolución como lector no fue grande, pero Pepín fue el primer escritor al que conocí en persona, descubriendo algo que puede parecer obvio pero que para mi yo de ocho años no lo era tanto: que los libros no se escriben solos por ensalmo ni unas criaturas todopoderosas que habitan planos celestiales alejados de los hombres los ponen sobre el papel, sino que hay unas personas que dedican su vida a hacerlo. Como un trabajo. Personas de carne y hueso, normales y corrientes. Tan normales y corrientes, de hecho, que están sujetas a las mismas contingencias cotidianas que el resto de los mortales: el bueno de Pepín estaba gravemente impedido de nacimiento, y necesitaba ayudarse de unas muletas para caminar, o incluso una silla de ruedas en los trayectos algo más largos. Esa fue también la época en que escribí, para la revista escolar – aunque no me acuerdo de si llegó a publicarse – mi primer cuento, “El alfiler mágico”, una historia de apenas un folio sobre un alfiler que permitía a quien se lo pusiera viajar a donde quisiese (¡chúpate esa, JK Rowling!).

Por aquel entonces solía pasar amplias partes de las vacaciones en el campo, en casa de mis bisabuelos maternos, que distaba apenas unos kilómetros – a pesar de lo cual se trataba de dos provincias distintas – de la casa de mis otros bisabuelos maternos, erigiéndose ambas como los miliarios limítrofes de una comarca casi trasmundana que fue, es y siempre será mi lugar favorito del planeta, simplemente porque es el lugar donde las cosas adquirieron su naturaleza para mí: el azul del cielo me parece más o menos azul según cuanto se aproxime al de la playa de Arealonga en las mañanas de verano – a donde mi madre nos llevaba, primero a mí y, más tarde, también a mi hermana, en coche mientras escuchábamos a Modern Talking, Fancy o CC Catch –; el olor de la manzanilla me parecerá más o menos auténtico según cuánto evoque el de la que cultivaba mi padrino y ponía a secar en cajas de madera, un olor dulzón y penetrante que invadía toda la casa e impregnaba la ropa durante días; el sabor de la salsa de tomate me parecerá tanto menos falso cuanto más se aproxime al de la que preparaba mi bisabuela en frascos de mermelada reutilizados … Precisamente a esa casa me trajeron mis padres como regalo cuatro libritos en gallego, titulados El pequeño gigante, El pez hablador, ¡Pim, pam, pum, manzana! y, mi favorito de todos, Cuatro de macarrones, en el que el protagonista explicaba, en uno de los comienzos más memorables que recuerdo haber leído jamás, que él y sus hermanos eran en total cuatro y, en consecuencia, su madre les daba siempre cuatro de todo: cuatro chupachups, todos de mora, cuatro plátanos de postre, y cuatro tortazos cuando se portaban mal. 

Por último, completaban mi estantería en aquellas fechas un puñado – tal vez un par de docenas – de volúmenes de la legendaria y polémica editorial Bruguera – hoy desaparecida –, que a tantas generaciones de niños – y no tan niños – inició a la lectura en este país; heredados de mi madre y publicados a finales de los sesenta y principios de los setenta: se trataba de unas ediciones muy humildes de tapas verdes, que amenizaban los clásicos con ilustraciones de los momentos álgidos, en traducciones a menudo horripilantes repletas de expurgaciones infames pero que era lo que había a mano en aquellos momentos. Había también algunas cositas de Molino y otras editoriales, en unión de las cuales formaban un corpus integrado esencialmente por cuentos de los hermanos Grimm, una versión condensada de La cabaña del tío Tom y novelas de Enyd Blyton, Julio Verne, Salgari o Walter Scott, entre otros.

De entre esos volúmenes tuvo para mí una importancia crucial 101 dálmatas, por dos motivos: fue mi primer libro para mayores, doscientas y pico páginas de texto, al margen de alguna ilustración como las ya comentadas, que devoré en dos días presa de una desconocida fiebre lectora que no podría haber sido más inesperada: recuerdo con tanta claridad como si hubiera sucedido ayer que lo que me movió a ponerme a leer aquel “mamotreto” fue evitar que mi señora madre, en pleno zafarrancho de limpieza, tuviese la ocurrencia de endilgarme un trapo y ponerme a limpiar al verme sin hacer nada – en casa rascarse la barriga nunca ha estado bien visto, mucho menos cuando los demás están trabajando, y probablemente por eso aun a día de hoy prefiero la muerte antes que estar mano sobre mano –. Poco podía yo sospechar que, durante las cuarenta y ocho horas siguientes, me iba a ver transportado – literalmente transportado – a otro país y otra fecha, para compartir las inquietudes de Pongo por salir a pasear, reírme con el despistado Roger, sonreír de ternura con la caída al estanque, contener la respiración con la reanimación de Lucky – experiencia muy cercana, pues en casa a menudo resucitábamos a mis hámsters al calor del fuego en invierno – … y amar, digo AMAR, a Cruella de Vil – confieso mi absoluta adoración por los personajes, y sobre todo, por las personajas, malvadas: Cruella, Úrsula, o la mismísima Angela Channing, hacían las delicias de mi imaginación –.

Pero es que además, aquel libro, de tapas rojo oscuro como la sangre, contenía una sorpresa inusitada: le faltaban las quince o veinte últimas páginas, de forma que estuve a punto de gritar de frustración al quedarme sin conocer el final. De hecho, tardé muchos años en saber cómo acababa la historia – hasta el remake de 1996, para ser exactos –; sin embargo, entretanto, iba a ocurrir algo revolucionario, porque para ese entonces ya había acabado mi primer poemario y estaba adentrándome en los prodigios del relato. Y es que, al pedirle explicaciones a mi madre por aquella decepción que para mí cobraba dimensiones de ultraje, ella, supongo que para quitarse de encima a aquel crío tocapelotas con una facilidad pasmosa para dejarla quedar mal en público, me dijo: “¿Y por qué no te inventas tu propio final?” Yo, después, de mirar a mi madre durante unos instantes como si perteneciera a una raza alienígena enviada a la Tierra con la específica misión de burlarse de mí, considerando más cuidadosamente la propuesta, vi que no era disparatada, y me pasé aquella gloriosa tarde de domingo garrapateando mi propio final de la historia, en el cual Cruella – esa pobre autónoma asediada por una horda de dálmatas psicópatas –, quizás como preconización de mi estilo futuro, se salía con la suya y conseguía su preciado abrigo[1]. Sin embargo, algo había sucedido, algo había cambiado: aquella simple chispa había desatado un incendio que ya nunca iba a apagarse y que dura hasta la actualidad. Ya no quería ser payaso, ni veterinario, ni cabaretero, ni siquiera heredero de Angela Channing: yo quería ser escritor.

(continúa aquí)




[1] Por si alguien se lo pregunta, soy contrario al uso de cualesquiera pieles de origen animal – para eso están las fibras naturales y sintéticas, ¡coño! –, y de cualquier forma de maltrato a los animales, incluido el toreo.

lunes, 28 de abril de 2014

LA LITERATURA Y YO (i)



“Adquirir el hábito de leer es construir un refugio para

casi todas las miserias de la vida”


 W. Somerset Maugham –


La literatura me salvó la vida en cierto punto. También la música. Vivo en los libros. Habito en ellos. Existo en, por y para la literatura. Me siento infeliz e incompleto cuando me veo obligado a estar apartado de ella. No exagero. Quizás a algunos les resultará pueril esta declaración, o triste, o tremendista, o antisocial, o a lo peor una mera pose. En realidad, me da lo mismo: hablo de mi experiencia, de lo que el arte, concretado sobre todo en esas dos manifestaciones, es para mí. Pero leed hasta el final antes de sacar conclusiones precipitadas.

Porque para mí, citando a mi buen amigo M. J. Díaz Vázquez – de cuyos especialísimos libros he hablado ya aquí alguna vez –, lo esencial se realiza en lo abstracto, y lo accesorio en lo concreto. Me explicaré: para mí no hay diferencia entre una noticia que se pasa en el telediario y una historia contada al calor del fuego. No hay diferencia entre un testimonio paleontológico o una frase grabada en una tabla de arcilla hace milenios. No me causa más temor ver a alguien empuñando un arma que intuir una sombra entre la niebla. Ni siquiera hay diferencia entre lo que experimento a través de mis sentidos y lo que alguien me explica, de viva voz o impreso en unas páginas. Todas esas cosas presuponen una estructura previa – la memoria, y su trasunto físico, el cerebro – que me permite percibir esa cosa llamada realidad, que no es más que un conjunto de percepciones agrupadas por la experiencia particular de determinada manera – de ahí que dos sujetos, preguntados por un mismo hecho, den dos versiones distintas, es decir, enuncien dos realidades diversas[1] –.

Ahora bien; si esa estructura se destruye, si falla el cerebro – tal vez la realidad más concreta que puede haber – y se desintegra la memoria, el sujeto pasa a vivir en un eterno y pavoroso presente, como caído a él abruptamente, como surgido o vomitado en él desde la nada, aterrador porque se carece para el mismo de una cartografía fiable – la experiencia – que lo haga reconocible y anticipable. Y de igual manera, el sujeto que carece de dichas estructuras, tampoco podrá elaborar un relato fiable para el futuro. Es presente, habita en el presente, se realiza en el presente, y se agota en el presente – lo más concreto, tal vez, que puede haber fuera del cerebro –. Dicho de otra manera: la realidad existe porque hay seres pensantes capaces de percibirla. Si se pierde la capacidad de acumular o recordar información sobre ella que permita interpretarla, la realidad se desdibuja y cesa de existir: se transforma en un algo cambiante regido por el puro azar y el delirio. Y toda aquella información es, siempre, abstracta; no solo porque suponga una abstracción de la realidad, sino porque es inmaterial y se almacena en el cerebro, en la memoria. He convivido con el Alzheimer. Sé de lo que hablo. Da igual las experiencias que haya tenido o las que tenga, las ficticias o las reales: para esa persona serán inexistentes y, a ratos, serán una y la misma cosa: lo imaginado será tan real como lo vivido.

Más aún: si uno no es capaz de enunciar la realidad, no puede decirse con propiedad que exista. ¿Alguien recuerda a los campesinos o los obreros del siglo XIII, aquellos que murieron a cientos de miles durante la peste bubónica sin dejar apenas un eco? No. No son más que un término, un número los más afortunados, un apéndice o una nota al pie constatada por otros, en su día o ahora, sin los cuales no tendríamos la menor noción de su existencia: si uno no vive más que para cumplir sus necesidades básicas más perentorias – pocas en número y no por ineludibles más relevantes, no será necesario enumerarlas aquí por evidentes – sin figurarse una interpretación de lo que le rodea, apenas puede decirse que haya existido: los confines de la vida se extienden mucho más allá del mero arar los campos para saciar un hambre que te impulsa a repetir esa tarea para saciar la del día siguiente y así al otro y al otro y al otro …

He mencionado, unas líneas más arriba, al “eterno y pavoroso presente”; alguien podría objetar que todos vivimos en el presente. Falso. O con matices, al menos: los seres humanos somos las únicas criaturas del planeta que, con absoluta certeza, podemos viajar al pasado y al futuro. Efectivamente, un perro jamás podrá enunciar la frase: “El hueso que me comí el día anterior a ayer” (observación, si no me falla la memoria, de Wittgenstein). En cambio, una mujer puede perfectamente estarse pintando los labios al mismo tiempo que le cuenta a una amiga lo que hizo la noche anterior y lo que pretende hacer la próxima. Puede, incluso, anticipar su reacción si se presentan X escenarios. Habita, pues, tres planos de la realidad distintos, los tres a la vez, ninguno de los cuales puede existir sin su capacidad para abstraerlos. Y, así, por tanto, o la realidad es todo, o no es nada. O la realidad es cuanto puede percibirse, por el medio que sea, o la realidad no existe. Lo que conduce, inevitablemente, a que lo contado en un libro de Historia no sea más real que lo contado en El Quijote; lo presentado en el telediario no tenga más entidad que la catástrofe de una película de Michael Bay; una carta del Ministerio de Hacienda no sea más auténtica que la caverna platónica.

Y así llegamos al Arte, aquí concretado en la Literatura. Los seres humanos somos seres fabuladores por naturaleza: explicamos el mundo a través de ejemplos (mitos, si se quiere), con la intención de transmitir verdades superiores inaprehensibles de otro modo. Algunos incluso contamos mentiras (quien miente es siempre quien más sabe de la verdad: tanto, de hecho, que se atreve a transformarla, a veces incluso de forma grotesca; en otras ocasiones, de forma afortunada, o piadosa); alguien definió una vez el arte de novelar como el de fabular cosas inventadas sobre personas que nunca han existido. Porque fabular nos permite acumular, de forma tan placentera como si los realizáramos efectivamente, experiencias sobre los hechos presentados a través del vehículo artístico de que se trate (un libro, p. e.). Cuando alguien dice que prefiere vivir determinada experiencia porque leerla no es lo mismo, lo que afirma no es algo cierto e indiscutible: está meramente enunciando una incapacidad suya, una limitación de su pensamiento abstracto para acceder a una experiencia ajena presentada artísticamente.

(continúa aquí)




[1] No obstante, la experiencia individual está también mediatizada por la que la especie ha acumulado, educando a nuestra propia percepción para primar unos elementos en detrimento de otros en nuestra interpretación de la realidad: si se pidiese a dos personas que describiesen algo tan concreto y común como una mesa, es casi seguro que ambas harían referencia a que se trata de un objeto con cuatro patas, y es altamente probable que afirmasen que las mesas son rectangulares. Es incluso posible que mencionasen que acostumbran a estar hechas de madera. Ahora bien; existen mesas cuadradas, redondas, ovaladas, triangulares … con tres, dos o un pie … de metal, de plástico, de metacrilato … Entonces, ¿por qué la definición digamos “estereotipada”? Porque a través de nuestra boca habla también la experiencia de la masa, que nos ha transmitido – a través de la educación, es decir, de la inmersión en determinado paradigma cultural – una visión abstracta de algo concreto que nos permitirá anticipar una experiencia futura: nadie que haya visto una mesa rectangular de cuatro patas dudará de lo que es una redonda con un solo pie.

miércoles, 23 de abril de 2014

Marie-Aude Murail - RESEÑA ESPECIAL DÍA DEL LIBRO


 
 
Los niños Morlevent se quedan huérfanos y están solos en el mundo. ¿Cuál es la solución más conveniente a su situación? ¿Hay alguien dispuesto a velar por ellos? ¿Quién sería el más indicado para hacerlo? Estas son las cuestiones a las que Marie-Aude Murail, una prolífica autora bien conocida del público galo, pretende dar respuesta en este delicioso libro de doscientas páginas que se leen como un cuento, aparecido en el año 2000 y traído al castellano por Noguer en 2012 bajo el título No somos los únicos que llevamos este estúpido apellido.

Si hubiera que definir con una sola palabra todos los aspectos que componen esta historia obviamente dirigida a un público juvenil, yo elegiría «sencillez». La modestia de los recursos empleados, sin embargo, no merma ni la calidad del texto ni su efectividad, y no evita, tampoco, las consideraciones políticas, sociales o morales, aquí centradas en la naturaleza de la familia y su composición, así como algunas pinceladas de las relaciones interpersonales y de pareja cuando están transidas por los prejuicios o la violencia.

Su aire naif me ha recordado al ensayado por Alessandro Baricco en Seda. Los personajes no son un prodigio de desarrollo, pero están bien y efectivamente diseñados, con definiciones en pinceladas rápidas acerca de sus actitudes, sin que la autora consiga ni se preocupe por ocultar sus favoritismos.

Estructural y estilísticamente no hay nada llamativo o novedoso ni en el texto ni en la trama, pero es una historia amable (y, a pesar de ello, decididamente militante, como señaló la propia autora) que se deja leer sin dificultad ni exigencia alguna, adecuada para una tarde o noche en que se quiera descansar de la literatura de altos vuelos. Por una vez se agradece, además, que los milagros de la traducción hayan dotado a esta novela de un mejor título en castellano que en el original (Oh, boy!  se titula en francés, a partir de una recurrente exclamación de uno de los personajes, en nuestro caso transformada en otra de uso común más reconocible para el público hispano).

Quizás lo más destacable aquí sea un aspecto extraliterario (aunque, como señalé en mi reseña anterior, en realidad todas las decisiones de un autor son siempre literarias): la apertura a las nuevas realidades sociales y familiares, con intención de incitar cierta reflexión en el público más joven, temática cada día más frecuente en la literatura a ellos dirigida. Lo mejor de todo, la conclusión, especialmente la imagen final, con la poderosa simbología del techo o tejado.
 
 



JJLLL
 
 

miércoles, 9 de abril de 2014

Javier Ruescas, trilogía "Play" - LIBRO DEL MES

 
 
En una ocasión escuché a Antonio Pereira afirmar que él distinguía los libros en función de que estos tuvieran o no “ese algo que no sé explicar pero que sé reconocer”. Bueno, pues Javier Ruescas lo tiene: a pesar de su juventud (26 añitos), cuenta ya en su haber con ocho libros (vamos, que él escribe más rápido de lo que nosotros leemos), respaldados por un éxito unánime de crítica y público (entre otros honores, el suplemento Babelia destacó Play como una de las mejores novelas juveniles[1] aparecidas en 2012). La primera vez que me topé con este autor fue hace unos meses en su recomendable canal YouTube (nuevos tiempos, nuevos modos), aunque no fue hasta más recientemente que el eco de las redes sociales, en las cuales se prodiga mucho, me devolvió su nombre, llevándome a interesarme por sus libros (que, anecdóticamente, descubrí que ya había puesto en mi wishlist de Amazon).
En su trilogía Play, cuyas tres partes han ido apareciendo año por año desde 2012, hay un magnetismo en la prosa que atrae y que la liga a la realidad, incluso en los momentos en que sus personajes siguen cursos de pensamiento o profieren afirmaciones que, en otro contexto, resultarían fuera de lugar y poco creíbles. Ruescas es un escritor de su tiempo, con los pies en la tierra y buen ojo para detectar tendencias, y esto se concreta de varias maneras, pero muy especialmente en las innumerables referencias a la cultura pop (ya solo en la pág. 14 del primer volumen aparecen mencionados los dementores o el Punk’d de Ashton Kutcher, p. e.), que le conectan de inmediato con la generación de sus lectores y con la más inmediata actualidad: hace tan solo diez años, un presupuesto de partida como el que sirve de base a Play o hubiera causado risa por su imposibilidad, o como mucho hubiera caído dentro de lo futurista. Pero después vinieron Justin Bieber, la explosión de las redes sociales, la popularización de los realities y talent shows y el evento Susan Boyle … y modificaron para siempre nuestra forma de entender las carreras artísticas, el estrellato, el papel de las empresas culturales, la privacidad, etc. Temas tratados desde una perspectiva realista y crítica: puede que sea cosa mía, pero me parece detectar importantes cargas de ironía en la elección de nombres como, p. e., “Castorfa” (que se me antoja deliberadamente cutre; dicho sea de paso, ¿habrá aquí un homenaje implícito a El río de los castores?), “Jamburguer” o “Develstar” (que, pronunciado por un angloparlante, no tendría diferencia con “Devilstar”, traducible por “Estrella maligna”: sentimos un escalofrío cuando la representante de la empresa le pregunta a Leo si está dispuesto a darlo todo por sus sueños (Play, p. 221), porque nos suena a “¿Estás dispuesto a vender tu alma?”).
Al hilo de la ironía en los nombres, cabe destacar la estudiada ambivalencia de los títulos de cada una de las partes, de sobra explicada por el propio autor (play = jugar / representar / tocar; show = espectáculo / mostrar; live = en directo / vivir), pero siempre remitiendo a esa idea de pugna entre lo real y lo aparente, entre la fama como resultado de un esfuerzo artístico, representada por Aarón, y de la fama como imagen o estética, representada por Leo.
Entrando ya en materia, la trilogía nos cuenta las aventuras y desventuras de dos hermanos catapultados a una fama repentina, Aarón y Leo, que en una suerte de divertidísima dualidad jeckyllina, nos van a ir narrando su tránsito a la adultez, y las decisiones, renuncias y  compromisos a los que han de llegar para ello.  A este respecto debo decir, no obstante, que ambos personajes tienen muchos más parecidos de los que ellos mismos estarían dispuestos a admitir (a menudo les encontramos realizando consideraciones que parecerían más propias del otro), simplemente afrontan de manera distinta las mismas situaciones, y de ahí sus choques. El primer gran acierto de su creador es permitirnos el acceso a sus voces, lo cual nos deja ver el contraste entre la opinión que tienen el uno del otro y las similitudes en su manera de expresarse mentalmente.
Se trata de un estilo de escritura directo y pulcro, con un permanente toque de humor ligero que va diluyéndose en una agridulce nostalgia en el tercer tomo hasta alcanzar su clímax en el muy emotivo finale, sin preciosismos innecesarios, de adjetivación exacta y austera (en una historia como esta algo más profuso probablemente solo serviría para estorbar), al servicio de la narración, que funciona muy bien (todo ello probablemente derivado de la formación como periodista del autor: a lo largo de los años he descubierto que se puede saber, o al menos intuir, si un escritor es o no periodista por cómo escribe), y que no es ajena a frases muy trabajadas y de gran aliento poético (en el sentido más etimológico del término). Ejemplos: “Había tanto que decir, tanto que reprochar y que perdonar … Palabras que se habían acumulado a lo largo de todo ese tiempo, que habíamos logrado mantener escondidas en algún rincón oscuro y que ahora reclamaban nuestra atención” (Play, p. 43). “Sí, aquella vida era brillante y espléndida, digna de reyes. Pero la luz provenía de Leo, no de mí. Y yo había terminado quedándome ciego de tanto esforzarme por mirar” (Play, p. 319). Se nota, además, una progresión estilística a lo largo de los tres volúmenes, con una creciente elaboración y madurez del texto[2] que se acentúa notablemente en el libro final, Live, indudablemente el mejor escrito de los tres, y el más profundo emocional y narrativamente hablando, al mostrarnos el lado más humano de los personajes cuando han de enfrentarse a las crudezas de la vida fuera de la burbuja que es la juventud.  Este último volumen, además, aunque es algo común a todos ellos, pone de manifiesto una de las cualidades que revelan a un buen autor: cuando, a pesar de no haber grandes giros inesperados, logra mantener el interés y la atención gracias a la habilidad en el desarrollo.
Es de destacar, en este sentido, el firme pulso narrativo de Ruescas, que ya es, por lo dicho más arriba, un narrador bregado en las dificultades de contar historias, y mantiene un ritmo constante, pero con velocidades diversas, a lo largo de los tres libros, con gran dominio del tempo (todo se desarrolla con mucha naturalidad), sin acelerones ni frenazos salvo en algún punto aislado, a lo cual contribuye muy eficazmente la alternancia de narradores, que debe reputarse como un pleno acierto (muy en particular no solo el uso de la primera persona, que siempre añade un plus de realismo, sino, sobre todo, el haber elegido que cada capítulo comience en el punto donde lo deja el anterior, en lugar de andar pareando todo el tiempo las versiones contrapuestas sobre los mismos hechos de los dos hermanos-narradores-protagonistas, lo cual, en una serie de casi 1500 páginas, hubiera acabado inevitablemente por lastrar la historia). Los diálogos, por su parte, se desarrollan con gran veracidad.
También es de alabar, por lo mismo, la sabiduría en la elección de lo que narra cada hermano (el autor es un hábil estructurador). Esta sucesión se hace con tanta naturalidad y fluidez que, a veces, ni nos percatamos de haber cambiado de narrador hasta que un comentario (más cínico Leo, más sarcástico Aarón) nos revela a quién estamos escuchando; porque los caracteres de ambos hermanos están tan bien perfilados que, por su forma de hablar o encarar determinada cuestión, y por su manera de enunciarla, sabemos si estamos ante el tímido Aarón o el soñador Leo (que es, dicho sea de paso, de todos los personajes el que más evoluciona o madura a lo largo de la historia). Las autoironías del primero y el constante remoquete del segundo hacen que ambos, por distintos motivos, nos caigan bien desde el principio, incluso en aquellos momentos en que nos gustaría soltarles una colleja.
Ya a nivel general de personajes, encontramos buenas observaciones sobre los caracteres y respuestas psicológicas, expuestos con efectividad y sencillez (importante no confundir esto con simplonería): yo destacaría, sobre todo, la coherencia del diseño: así, p. e., por cómo se describe a Dalila al principio de Play, no nos sorprende averiguar cómo es al final (excelente ocurrencia lo del ensayo del guión); por cómo actúa Icarus de entrada, no nos sorprenden sus actuaciones posteriores (y aquí utilizo sorprender en el sentido de no resultar inexplicable). No obstante, he de decir que la desaparición del personaje de Sophie de la historia se me antoja un poco brusca; pero, como quiera que es un personaje con el que desde el principio no logré conectar, se despide uno de ella sin gran tristeza.
Por otra parte, normalmente, en lugar de describir a los personajes mediante el recurso al apilamiento de adjetivos y descripciones, lo que hace muy mañosamente el autor es permitir que el lector extraiga su propio parecer a través de las acciones y comentarios de los mismos, y de las relaciones y reacciones que tienen los unos respecto a los otros; pudiendo a veces incluso entrar en conflicto con la opinión que tienen de sí mismos. Por lo demás, me parece otro gran acierto el no haber incluido “supervillanos” en la historia, sino personas con intereses contrapuestos que nos pueden parecer más o menos legítimos y llevados a cabo con más o menos razonabilidad, pero como la vida misma, al fin y al cabo. [Nota extra: ¿seré el único que se haya imaginado clarísimamente a Anjelica Huston en el papel de Sarah Coen?]
Dentro de la multiplicidad de temas tratados (fama, relaciones interpersonales, privacidad …), que llevaría demasiado tiempo y espacio glosar y desmenuzar, hay un aspecto extraliterario que me parece admirable (aunque, en realidad, todas las decisiones que toma un escritor respecto a sus libros son literarias, al margen de que puedan ostentar simultáneamente otras naturalezas): la introducción sin ambages de la diversidad sexual. Es de agradecer la valentía y honestidad del autor a la hora de reflejar una parcela de la realidad que paulatinamente va tomando más presencia en la literatura juvenil, lejos ya de las alusiones veladas y rebuscados subtextos de antaño. La valoración e importancia de este hecho es algo ajeno a la crítica de los presentes libros, más allá de la constatación de su plausible presencia, y por tanto lo dejo para otro momento. Por las mismas razones es también merecedora de alabanza la introducción del sexo, con gran franqueza y de forma nada almibarada pero siempre con enorme elegancia. El tratamiento de estos temas hasta hace poco oscurecidos en la literatura juvenil le parece a este lector no solo meritorio, sino necesario.
En el capítulo de cosas mejorables[3], que en este caso afecta a detalles no ya menores, sino menorísimos, en primer lugar, estaría la repetición ocasional de un mismo término o giro de forma muy próxima, en particular la tendencia a la repetición del adjetivo “extrañado”, en detrimento de otras variantes léxicas. Por otra parte, si arriba dijimos que el empleo de la primera persona añade un plus de realismo, se echa de menos, aquí y allá, a pinceladas sueltas, un uso más dúctil de los tiempos verbales, y en particular del presente: aunque una historia puede haber ocurrido o estar ocurriendo, y en consecuencia emplear el tiempo verbal adecuado, el acto narrativo en sí, por obvias razones, ocurre siempre en el presente; así, creo que es preferible reservar este tiempo para ciertas observaciones de carácter universal o permanentes, a efectos de no enfriar la proximidad del narrador en primera persona. Ejemplo: “Por desgracia no me quitaba de la cabeza el presentimiento de que sería una pérdida de tiempo, igual que el resto de castings y encuentros con productores que había tenido hasta el momento. Yo no era de los que se desanimaban con facilidad, ¡que el karma me librase!, pero la verdad es que empezaba a cansarme de que no saliera nada a derechas” (Show, p. 49). A mi entender, no hay dificultad ni desarticulación alguna en sustituir los tiempos subrayados por el presente, sobre todo el tercero, puesto que se trata de una observación general con validez no solo en el momento en que ocurre la historia, sino también en el momento de narrarla. Como se ve, dos cuestiones (aparte algunas elecciones sintácticas o gramaticales discutibles, incluidos al menos un par de casos de laísmo) tan insignificantes que, ante la plétora de aciertos desplegada a lo largo de estas páginas, casi me produce sonrojo traerlas a colación.
En resumen, por la longitud y premiosidad de esta reseña ya se ve que Play me ha sorprendido muy favorablemente, siendo lo más destacable de todo, más allá de las cuestiones estructurales, estilísticas, de personajes, etc., la capacidad del autor para inducir de una manera fresca, jovial y fluida el interés por lo narrado, de naturaleza tremendamente plástica: se nota que a Javier Ruescas le apasiona contar historias, y eso se transmite a sus libros y los lectores lo perciben. Estaremos atentos a la evolución futura de este autor, que seguro merecerá la pena si continúa el desarrollo natural de Live. Por ahora, mientras aguardamos a la aparición, en principio el año próximo, de su muy anticipado proyecto circense-victoriano, podremos endulzar la espera echando un ojo al resto de su producción. Vale.
 


JJJKL
 



[1] Quiero aclarar que el concepto “juvenil” encaja aquí más bien con lo que en el ámbito anglosajón se denomina “young adult” que con la idea tradicional y estereotípica de lo que es la literatura para jóvenes. Además, nunca me ha convencido del todo la dicotomía juvenil-adulto, por lo que tiene de prejuicio en tanto que contraposición literatura para niños vs. literatura seria (¡como si hubiera algo más serio que la educación y formación de los jóvenes!); y por lo que tiene (como toda etiqueta, por otra parte) de arbitraria: ¿qué criterio empleamos para clasificar un libro como juvenil? ¿La [presunta] sencillez del lenguaje? ¡Bibliotecas enteras se transformarían en literatura juvenil! ¿La edad de los protagonistas? ¡Buena parte de Twain, Dickens o hasta El tambor de hojalata se verían transformados en literatura para niños! En todo caso, como muy sagazmente observa Francesc Miralles en la solapa del primer volumen, nos encontramos aquí con una obra y un autor que trascienden ampliamente el sello de lo juvenil y que no se cuida de amoldarse a las convenciones de ese ámbito.
[2] A este respecto, me interesa también mencionar que, como algo común a los tres libros, se constata una naturaleza “bipartita” de los mismos, con una primera parte más narrativa y una segunda más reflexiva.
[3] AVISO PARA NAVEGANTES: antes de que nadie intente rebanarme el cuello mientras duermo por lo que sigue, y aunque no debería ser necesario aclararlo, quiero expresar que tanto esta como las demás opiniones vertidas en mi blog responden, obviamente, a pareceres estrictamente personales que nada tienen que ver y en nada influyen en la calidad de las obras en sí: simplemente, expongo diversos elementos que han captado mi atención, aduciendo las razones que me han llevado a considerarlos de una manera u otra. Que yo diga que una obra es buena no la convierte mágicamente en algo excelso, y que detecte lo que estimo un error en otra no la hace digna de figurar en el Index. Es todo una cuestión de conectar o no con determinado autor y determinada obra o fórmula. ¡Prosigamos, pues!

domingo, 6 de abril de 2014

La esencia del blues recopilada


 
 
Hacer una valoración de un recopilatorio siempre es difícil, máxime cuando este se compone de 52 cds en los que aparecen representados más de un centenar de artistas y más de un millar de canciones, desde nombres más desconocidos hasta grandes figuras como B.B. King, Percy Mayfield, Muddy Waters, John Lee Hooker, etc.

La gran utilidad de este tipo de cajas siempre es permitir al neófito el acceso a una muestra amplia de un género sin gastar grandes cantidades de dinero y sin exponerse a que los ejemplos elegidos no cumplan sus expectativas (porque sería raro que en semejante panoplia de canciones y artistas, con tal variedad de estilos, no se encontrara algo satisfactorio para cada oyente).

Inevitablemente, según la opinión y juicio de cada cual, habrá ítems faltantes o sobrantes en esta compilación, en la que se incluyen solo artistas negros desde los primeros registros fonográficos hasta la década de los cincuenta (digamos aquí que el libreto acompañante SOLO da breve noticia biográfica de los artistas principales, pero no aparecen ni las letras de las canciones, ni las circunstancias y fechas de grabación, ni los músicos acompañantes, ni ningún tipo de créditos). Es decir, tal como expresa el subtítulo de la colección, se refleja la evolución del blues desde su nacimiento en el delta del Mississippi hasta que viaja a las grandes ciudades, donde entra en contacto con otros géneros y se fusiona con ellos.

En general, aunque con alguna excepción, los discos se estructuran de la misma forma, con dos artistas y un total de 20 canciones por cd, divididos por mitades. Como digo, la selección puede ser discutible, pero a mí me parece genial. Las dos principales pegas que pueden hacérsele a esta caja son, por un lado, la menciona falta de créditos; y, por otra, la calidad variable del sonido, que, en los registros más antiguos (pongamos, a ojo de buen cubero, que entre un tercio y la mitad), oscila entre pasable y muy pobre. Aun así, sigue pareciéndome una estupenda adquisición.

viernes, 4 de abril de 2014

Marguerite Duras, "El amante" - RESEÑA ANIVERSARIO

 
 
Sumándome a la catarata de noticias relacionadas con el aniversario del nacimiento de la prolífica escritora francesa Marguerite Duras, que se cumple hoy, presento mi breve reseña de su famosísima novela El amante, uno de mis libros favoritos absolutos de todos los tiempos, que leí en abril de 2009. La obra apareció por primera vez en 1984, cosechó un rotundo éxito de ventas y obtuvo el Premio Goncourt de ese año. Posteriormente, en 1991, una vez que ya había muerto “el amante”, Duras dio a la estampa una segunda versión estructural y estilísticamente muy diferente de la primera, bajo el título El amante de la China del norte.
“Novelizando” su experiencia de juventud desde su vejez (Duras tenía casi 70 años cuando la escribe), la autora relata en esta brevísima novela, en una primera persona que aproxima a El amante más a la autobiografía que a la novela propiamente dicha, sus recuerdos de adolescencia en Saigón, cuando, a los quince años (edad de la protagonista en la primera versión y de la propia Duras en la vida real), entabla una relación ilegal (por la diferencia racial) con un acaudalado heredero chino doce años mayor que ella (en la versión posterior, quince). A ello se ve abocada tanto por su situación de desamparo en el mundo (como hija de una viuda francesa inestable, violenta y arruinada) cuanto por su curiosidad, sed de experiencias y necesidad de independencia.
A pesar de la concisión del texto, sorprende su intensidad. Bellamente, más aun, excelentemente escrita, llaman la atención sobre todo: la solidez de los personajes – casi podrían tocarse –; la relación de la protagonista con sus hermanos (Duras reconoció haber sido víctima de malos tratos por parte de su hermano mayor) y su madre, sobre todo por contraposición a la que mantiene con “el amante” – la primera es de un salvajismo entreverado de ternura, todo a la vez, que hiela la sangre, probablemente por su humanidad, en tanto que la segunda es de una calidez casi poética –; la sensibilidad y sensualidad que impregna todo el libro, que ata a las personas entre sí y con las cosas, que lo vincula todo con hilos invisibles – sutiles – pero poderosos: habla del Mekong, o de las montañas de Siam, y uno siente el río y las montañas, los siente más que los ve, percibe su poder, su intensidad.
También me gusta de esta obra lo bien que describe ese lento y laborioso proceso, doloroso a veces, que es irse separando de la propia familia para empezar a ser uno mismo como ser independiente. Como la propia autora dice, “desarraigarse”. Tu propia familia empieza a no poder dolerte, herirte. Hasta que, efectivamente, no lo hacen más que cualquier otra persona.
Creo que este extracto condensa muy bien la novela: “[la] Veo (…) propagarse por todas partes, penetrar por todas partes, unida a todo, mezclada, presente en el cuerpo, en el pensamiento, en la vigilia, en el sueño, siempre, presa de la pasión embriagadora de ocupar el territorio adorable del cuerpo (…)”.
 


JJJJJ + C