lunes, 26 de mayo de 2014

Bai Juyi / Rochi Novóa - LIBROS DEL MES


Como ya anuncié hace unas semanas, en la reseña de Casa de muñecas, tengo intención de diversificar un poco los géneros de los libros que trato en este blog, acorde con los diversos géneros que leo. Así que hoy le toca el turno, por primera vez, a una recomendación poética, que lo será doble, además: un poemario clásico, llegado casi de la antigüedad, y otro actual.


BAI JUYI Y LA DIGNIDAD HUMANA

 


En el mismo año en que Carlomagno se coronaba emperador en occidente, un joven proveniente de una familia de poca fortuna pero perteneciente a la élite intelectual, pasaba sus exámenes oficiales en la primera meritocracia del mundo, China. Su nombre para la posteridad es Bai Juyi, aunque durante su vida conoció algún otro, y es uno de los poetas asiáticos más queridos y más universales. Fue funcionario, ocupando diversas posiciones, y llegando a ser gobernador de varias provincias, donde emprendió acciones para mejorar las condiciones de vida del campesinado, por lo cual el pueblo parece que le tenía en gran estima, otorgándole fama de sabio, prudente y justo. Su vida, con todo, no estuvo exenta de tumultos políticos, provocados más por cuestiones protocolarias que por traición o arribismo: su serena pero dura crítica contra el estilo de vida ostentoso de la aristocracia y la corrupción de la corte imperial, que llegó a convertirse en una constante de su poesía, se extendieron hasta su vejez, granjeándole algunas enemistades, por lo cual fue “desterrado” en dos ocasiones (entiéndase, enviado como gobernador a provincias remotas, alejadas de la corte y consideradas destinos ingratos).

En este sentido, puede considerársele un poeta social avant-la-lettre, puesto que declaradamente usó numerosas composiciones para inducir una reflexión sobre las condiciones de vida de las clases humildes, y en especial de los agricultores, promoviendo así el progreso social. También se revela en sus poemas como un pacifista decididamente contrario a la guerra (ya en su niñez se había visto forzado a huir a casa de unos parientes por su causa), y sobre todo a las campañas bélicas prolongadas, tan costosas en términos de recursos como en vidas.

Su obra supone una peculiar mezcla de poesía lírica con narración de eventos personales. Yo destacaría, sobre todo, su mesurada pero sólida defensa de la dignidad humana (como buen budista que era). Este poema, en el que puede verse este carácter que comento, titulado “Amargo invierno en la aldea”, me ha impactado, entre otras cosas por lo que tiene, casi 1200 años después, de actual:

 

En el octavo año de este reinado,

en el duodécimo mes lunar,

nevó copiosamente durante cinco días; incluso

los bambúes y los pinos murieron;

¿y qué fue de la gente sin

ropa? Recorrí los alrededores para verlo,

averiguando que de cada diez familias,

ocho o nueve eran pobres; el

viento del norte les cortaba

como una espada, y ninguno tenía suficiente

para cubrir su cuerpo; los aldeanos quemaban

hierbajos y rastrojos, hoscamente

encorvados sobre el fuego esperando a que el sol

saliera; en un invierno tan amargo como este,

es el campesino quien más sufre;

me miro a mí mismo, a mi puerta que

cierra tan bien, a mis ropajes de piel,

a mi edredón de mullida seda;

no importa si me siento o me acuesto,

siempre estoy cómodo; ni

el hambre ni el frío me incordian; no

tengo necesidad de salir a trabajar

la tierra; pero entonces, pensando en todo

esto, me avergüenzo de mí mismo y

me pregunto, “¿Qué clase de hombre soy yo?”

 

Poéticamente, Bai fue siempre un conservador, con gran querencia por las formas clásicas. Por las experiencias comentadas más arriba, en su poesía el desarraigo ocupa un lugar importante, la sensación permanente y angustiosa, afrontada con cierta resignación, de no pertenecer a ninguna parte, de estar siempre lejos del lugar al que uno pertenece, de estar constantemente en camino. Su estilo llano y accesible, plagado en muchas ocasiones de una sugerente sensualidad, se reviste de una engañosa sencillez, que se adentra incluso en las cuestiones más profundas y variopintas: desde la condición de la mujer hasta las condiciones de vida de la gente llana; desde poemas políticos y sociales hasta otros donde reflexiona sobre la amistad y la parentela; desde poemas en los que habla de sí mismo hasta otros donde refleja pensamientos aleatorios promovidos por la contemplación de su amada naturaleza …

De su copiosa producción, he leído en este caso la generosa antología (en inglés) preparada por Rewi Alley para New World Press en 1983, bajo el título Bai Juyi. 200 selected poems. Como señala el prologuista, el traductor tomó la decisión de no encorsetarse por las formas poéticas de Bai, algo que no habría tenido ningún sentido en dos lenguas tan distintas como el chino y el inglés, además de prácticamente imposible. Tiene gran éxito, sin embargo, al decir de Mao Dun, en conservar el espíritu de la poesía de Bai, centrándose en lo que él quería transmitir, más que en cómo lo transmite.



JJJLL
   
ROCHI NOVÓA Y LA DELICADEZA

 
   

La segunda recomendación de este mes recae sobre la poeta orensana Rochi Novóa, y su libro en gallego Farrapos de boneca (Harapos de muñeca). No conocía a esta autora y este pequeño volumen es mi primer contacto con su obra, que, he de decir, me ha sorprendido muy favorablemente. El libro se compone de 37 piezas, y plantea una experiencia artística múltiple, pues aparte de los textos, incluye numerosas fotografías, así como un cd con varios poemas recitados por la propia autora y canciones con letra suya. La alternancia blanquinegra de la edición es impresionante, con predominio absoluto del negro.

Como características de la poesía de Rochi Novóa creo que ha de destacarse sobre todo un carácter profundamente femenino, en el sentido de explorar la experiencia de la mujer en el mundo casi desde todos los ángulos y desde todas las posiciones que puede ocupar: madre, hija; amante, esposa; valiente, sumisa; luchadora, resignada; … Pero, a partir de ahí, como toda la buena literatura, va de lo particular a lo general, de lo íntimo a lo colectivo, y empieza a tratar sentimientos universales como el deseo, la desolación, el amor, el abandono, la entrega, o incluso el propio impulso artístico … La delicadeza, la sensualidad, el poder de evocación, la intensidad, el recogimiento, son elementos que fluyen e inflaman los versos de esta poeta.


“Engullo recuerdos

bebo morriña

y escupo sangre”


 
 


JJJLL

martes, 20 de mayo de 2014

GRAN ANUNCIO

Me complace anunciaros a todos que mi relato Don Xosé, buscador de hápax ha resultado ganador del XII Certamen de Relato Corto Concello de Mugardos. En próximas fechas, si me es posible, lo subiré aquí para que podáis leerlo. ¡Un saludo a todos!
 

jueves, 15 de mayo de 2014

Fitzwilliam Codex

 
 
En uno de esos magnos proyectos que el holandés Pieter-Jan Belder emprende de la mano de Brilliant Classics, le toca ahora el turno a la grabación de los casi tres centenares de piezas recogidas en el Códice Fitzwilliam. El Libro Fitzwilliam para virginal (que a pesar de ese nombre puede ser interpretado con otros instrumentos, ya que en él no se indica expresamente a qué instrumento de tecla va destinado) es una fuente de valor incalculable para el conocimiento de la música isabelina y jacobina, que en algunos casos es incluso la única fuente para el conocimiento de la música de alguno de los compositores en él recogidos (Giles Farnaby, notablemente).

Todo acerca de este volumen es misterio, puesto que no se sabe con certeza ni quién, ni dónde, ni cuándo pudo compilarlo, aunque la opinión más general es que un músico menor de nombre Francis Tregian Jr. fue su colector, en algún momento entre la primera y segunda décadas del s.XVII. Lo único que se sabe con certeza es que, antes de donárselo a Cambridge, el vizconde Fitzwilliam se lo había comprado a Bremner, quien a su vez lo había adquirido, ¡por diez guineas!, en la subasta de la colección de Pepusch. De dónde pudo sacarlo este, es algo que sigue sin saberse.

En este primer volumen, se nos presentan hasta 35 piezas, sobre todo de John Bull, Giles Farnaby y William Byrd, aunque hasta 12 compositores aparecen representados, incluidas un par de composiciones anónimas. Se trata de obras en general breves, que adoptan normalmente las formas típicas de la época (fantasía, pavana, gallarda …), servidas con el virtuosismo y adecuación habituales en Belder, si bien se le nota más encorsetado en esta aproximación a la música del renacimiento tardío y el barroco temprano de lo que suele estarlo en el barroco tardío  (algún mínimo manierismo del cual se permite aquí y allá).

La grabación, obra de Peter Arts (con su sonido próximo y radiante habitual) tuvo lugar en septiembre de 2010, apareciendo el disco dos años más tarde. Se emplean cinco instrumentos (copias): cuatro clavicémbalos obra de Cornelis Bom (viejos conocidos de quienes conocemos las colecciones de Scarlatti, Soler o Purcell, del mismo intérprete y sello) y Martin Skowroneck; así como un virginal italiano debido también al primero, cuyo cálido sonido destaca entre el más punzante y resplendente de los modelos Ruckers. Se acompaña libreto explicativo en inglés de once páginas.
 
 

 

martes, 13 de mayo de 2014

El hechizo de la música galante

 
 
A uno de esos combativos precios de Amazon que no se encuentra en ninguna otra parte (quien esto suscribe adquirió el presente set de dos Cd por 7 € y pico), el joven sello Newton, especializado en recuperar interpretaciones destacadas y relanzarlas a bajo coste, se centra aquí en un registro de 15 sinfonías del Bach londinense (comprendiendo las op. 6, op. 18 y op. 9, completadas con la obertura de La calamità) realizado para Philips por la Netherlands Chamber Orchestra entre 1974 y 1977 a las órdenes de David Zinman (que era su segundo director en aquel momento), en instrumentos modernos (a los cuales siempre he encontrado que se adapta muy bien el repertorio clásico, a diferencia del barroco).

El primer elemento que destaca en las luminosas lecturas de Zinman es una vivacidad mayor que la de otras como la de Péter Szüts con Concerto Armonico para Hungaroton en 1991, notándose ya la aproximación a la HIP que el director iba a emprender en breve. No es, tampoco, de dejar pasar el hecho de que el director es violinista él mismo, y, por tanto, consigue del grupo un toque de precisión cristalina muy bien balanceado para que no mate la vitalidad del repertorio. El colorido y dinámica de conjunto son de excepción, y la calidad sonora igualmente. Gracias a un registro como este, se entiende el impacto que la música de JC Bach tuvo sobre el joven Mozart, que siempre le reverenció, y en cuyas sinfonías juveniles distinguimos a un discípulo aventajado del germano-inglés. Se acompaña libreto con unas notas sucintas en inglés, alemán y francés, así como la lista de pistas y duraciones.
 
 

domingo, 11 de mayo de 2014

El gorrión de París

 


Aunque raro, a veces ocurre que un artista llega a captar con tal exactitud el alma de un país que se acaba convirtiendo en símbolo del mismo, en una marca de identidad nacional. Esto le ocurrió a cierta joven diminuta hoy conocida mundialmente por el sobrenombre de “Gorrión”, que desde los más humildes orígenes, consiguió elevarse a las más altas glorias del estrellato planetario, perseguida siempre por un destino trágico de película que acabó con ella a los 47 años.

Edith Gassion, ya para siempre Piaf, plasmó como nadie el espíritu de Francia, a tal punto que es difícil no ponerle su banda sonora al skyline de París, con su tremolante voz de contralto narrando historias de amores frustrados, de fiestas callejeras, de criaturas arrabaleras cuyo destino podía tanto inclinarse al éxito social como al desastre, desafortunadas jóvenes traicionadas … Edith Piaf representa como nadie ese género único que es la canción francesa, en el cual, lejos de todo artificio vocal, lo que se busca es el gusto (hoy bastante perdido) por contar una historia. A lo largo de estos veinte CDs se desgranan hasta 413 canciones (no pocas veces con múltiples versiones alternativas) que, en aras a la completitud, incluyen incluso ensayos caseros de relevancia más que dudosa.

El principal talón de Aquiles de esta caja es el sonido de los primeros registros (digamos que más o menos la mitad de los discos), que, como no podía ser de otra manera, dado que se remontan a 1935, está avejentado y con ruidos ostensibles, aunque raramente resultan inaudibles (es difícil reparar grabaciones casi centenarias). Su calidad mejora progresivamente, y del ’50 en adelante, es esplendoroso. La edición, acompañada por una biografía y portafolio ilustrados con numerosas fotografías, así como una relación de pistas y créditos, está dominada absolutamente por el negro (incluso la cara inferior de los CDs lo es, detalle que me ha parecido elegantísimo), que tanta importancia tenía en la presencia escénica de la diva, adornado por detalles rosas: Piaf sabía como nadie que es el amor, es decir, las pasiones humanas, las que hacen que veamos la vida de colores, a pesar de que no sea, en muchas ocasiones, más que un escenario negro y solitario que tratamos de llenas con nuestra voz que le canta al vacío.

 

viernes, 9 de mayo de 2014

Glorious Miles


 

A razón de dos discos por CD, y sin otro acompañamiento que las pistas y duraciones al dorso y un libretillo que se limita a dar los créditos sin ninguna otra nota o comentario, presenta esta caja azulada ni más ni menos que lo que anuncia: un total de veinte álbumes ya clásicos del género, procedentes de los catálogos de Prestige y Columbia, la práctica totalidad de los registrados en el período 1950 – 1958, que da cuenta de los inicios y evolución del trompetista. No soy ni mucho menos tan experto en jazz como para juzgar si esta fue o no su mejor etapa, o si Davis es mejor que tal o cual de sus colegas, o si su técnica es más o menos depurada. Diré tan solo, por tanto, que se trata de una música apabullante, de sensibilidad exquisita, con predominio de las piezas lentas, que es imposible que no guste. Aparte del precio de escándalo y, obviamente, la música en sí, lo más notable es el sonido genialmente preservado (según anuncia la caja, se trata de una remasterización digital).
 

miércoles, 7 de mayo de 2014

Soberbia integral bachiana

 


Si ha llegado hasta aquí doy por sentado que no hace falta convencerle de las bondades de Bach tocado en piano (aquí, unos Yamaha Grand CF III y C7). A diferencia de lo que ocurre con la música para clavicémbalo de otros compositores, siempre me ha parecido que la del alemán se adapta inusualmente bien a los instrumentos modernos, que ofrecen una perspectiva de la misma muy diversa a la que puede extraerse de un instrumento con las virtudes y defectos del clavicémbalo, en el cual estoy acostumbrado a escucharlo. Por lo cual esta ha sido una muy grata sorpresa.

La presente caja ha cosechado una plétora unánime de alabanzas, por varios motivos: aunque su precio imbatible no es un factor desdeñable, lo más importante es la calidad excepcional y uniforme del conjunto (que es de suponer sorprende precisamente por lo barato). La génesis de este set es, además, un tanto peregrina, ya que asombra que el pianista holandés Ivo Janssen se viese obligado a fundar su propia discográfica para sacar adelante un proyecto en el que tenía interés personal, ante la pasividad de los sellos tradicionales, que probablemente pensaron, no sin razón, que ya había suficientes registros de Bach en el mercado. Perdieron, con ello, la oportunidad de añadir a su catálogo un ítem valiosísimo. Pero, ya se sabe: con cada decisión, unas veces se gana, y otras se pierde. Y lo que, en este caso, perdieron las discográficas, lo ganó Janssen, que puede estar bien orgulloso del resultado.

Grabado entre 1997 y 2006, el holandés presenta a un Bach en el que destacan sobre todo la espontaneidad, la naturalidad, la fluidez, la luminosidad. Tempi excelentes, gusto en el legato y los matices. Son versiones ascéticas, sin apenas ornamento, aunque allí donde está presente se adapta a la pieza como un guante por su melodiosidad y discreción. Lo que más me ha gustado, quizá, es la ausencia total de los histrionismos tan comunes hoy en la música barroca. Puede decirse, en este sentido, que lo que aquí se oye es Bach, y sólo Bach. Como ocurre siempre en este tipo de colecciones, cada cual tendrá el santo de su devoción para cada obra particular. Sin embargo, el hecho de que los grandes popes de este repertorio hayan dejado de lado habitualmente las obras consideradas “menores”, muy bien podría convertir a esta, por su excelencia y completitud, en LA  integral de referencia, sin apenas competencia en su campo (exceptuada la de Angela Hewitt en Hyperion, que desconozco). El sonido, excelente, es equilibrado y cálido, sin eco ni reverberación, pero amplio. Dentro de su sencillez rojiblanca externa, la edición brinda colores diversos a cada disco, con carátulas distintas entre ellos (excepto en los que van por parejas, donde la comparten); pero comete un grave error (común ahora, por otra parte), que es carecer de libreto, más allá de unas líneas contando la motivación y contratiempos de Janssen en el proyecto, en inglés, francés, alemán y holandés; presencia que habría sido aconsejable, como mínimo, para dar cuenta de las circunstancias y génesis de las obras más desconocidas. Como paliativo, se remite a una dirección de internet donde se pueden descargar los libretos originales.  

En resumidas cuentas, una caja que no defraudará a quienes, como yo, estén acostumbrados a oír a Bach en el clavicémbalo y deseen aproximarse a él desde otra óptica, con el aliciente extra de adquirir la obra completa en la visión de un solo artista.



 

lunes, 5 de mayo de 2014

Extraordinario Franck


 
 
En este breve cd (48 min.) de sonido uniforme y un tinte algo oscuro que va como anillo al dedo para el repertorio que en él se interpreta, la virtuosa lituana Muza Rubackyte, formada eminentemente en la escuela rusa, se aproxima en soberbias lecturas a tres obras tardías para piano del franco-belga César Franck: el Preludio, fuga y variación (1873), el Preludio, aria y finale (1886-87) y el archiconocido Preludio, coral y fuga (1884). Franck puede no ser el autor más evidente de literatura pianística; y, sin embargo, logró crear un lenguaje propio y reconocible (que aplicó sobre todo en sus piezas para órgano), que apunta al futuro a base de amalgamar elementos del pasado, tales como la polifonía religiosa (de la que era tan buen conocedor), el estilo contrapuntístico, o la tradición romántica. Las aproximaciones de Rubackyte son intimistas, ascéticas, delicadas, sutiles, carentes de todo aspaviento, logrando a la perfección sacar a la palestra el elemento espiritual que radica en la esencia misma de la música de Franck. Al disco acompañan algunas notas, pero, por uno de esos incomprensibles deslices de Brilliant, no se indica ni el año de edición (al parecer, el 2006, según la página del sello), ni el lugar o circunstancias de grabación, ni el instrumento empleado, ni ninguna clase de crédito, excepto que de la grabación se encargó Arsonoris. Si te gusta disfrutar de algún momento de música meditativa y reposada, no debes perderte esta pieza. ¡No lamentarás tenerla en tu discoteca!
 

viernes, 2 de mayo de 2014

LA LITERATURA Y YO (v)


Justo antes de empezar el Bachillerato, a los 15 años, nos mudamos una vez más, a la ciudad en la que ahora vivo. A diferencia del cambio de tres años antes, este no resultó en absoluto traumático, sino que fue pedido y deseado. Mi estado de ánimo sufrió ciertas turbulencias derivadas de mi proceso de autodescubrimiento, pero estas cedieron bastante pronto en favor de una progresiva serenidad que con el tiempo se hizo permanente. En materia lectora, por un lado continué con mis placeres culpables y la lectura de mero entretenimiento, que cada vez me causaban menos interés, y de hecho, acabarían perdiéndolo por completo justo después de la aparición de El código Da Vinci – un entretenido volumen sin valor literario pero que como artefacto narrativo funciona como un cañón –. En este terreno, sin embargo, merecen ser destacados dos títulos que me parecen excelentes: El médico, de Noah Gordon, y Domina, de Barbara Wood – que condensa en un personaje ficticio la peripecia de las primeras mujeres médico de EE.UU. –.

Por otro lado, continué profundizando en mi descubrimiento de las grandes novelistas británicas: leí Jane Eyre, de la mayor de las Brontë, así como la práctica totalidad de la obra de Jane Austen – que es una de mis all-time favourites y he releído con frecuencia –; también descubrí a George Eliot – El molino junto al Floss y, más adelante, Middlemarch – y, sobre todo, a Virginia Woolf – que probablemente se encuentra entre mi top 5 de escritores: La señora Dalloway, Al faro y Una habitación propia me hicieron revivir lo que había sentido en su día con Rosalía de Castro –. Continué con Emilia Pardo Bazán – Los pazos de Ulloa y La madre naturaleza – y algunos de los Episodios Nacionales de Galdós, en tanto que en el capítulo de rarezas, llegué a leer dos novelas de Fernán Caballero, una novelista del XIX hoy olvidada – La gaviota y La familia Alvareda –.

Bodas de sangre y La casa de Bernarda Alba fueron los títulos con los que seguí adentrándome en el teatro lorquiano, que, una vez más a sugerencia de mi madre, había comenzado con La zapatera prodigiosa un par de años atrás –. Igualmente progresé en las obras de Cela y Torrente Ballester, y me introduje en las de Blanco-Amor, Otero Pedrayo, Dieste, Casares, Cortázar, Buero Vallejo, Valle-Inclán, Castelao, el marqués de Sade … Marina Mayoral también logró hacerse un hueco en mi estantería con obras como Recóndita armonía, Tristes armas, La sombra del ángel, La única libertad o Recuerda, cuerpo.

Asimismo, las obras fundacionales de la cultura occidental lograron captar mi atención, y leí a Homero, Jenofonte, Plauto, Séneca, Petronio, El Kamasutra – que es mucho más fascinante que la idea vulgarizada que se tiene de él, y que pongo aquí como asimilado aunque sea indio – e incluso La Biblia. Pero sin duda alguna, junto con Jane Austen y Virginia Woolf, el gran descubrimiento de aquellos momentos fueron los escritos de Kafka, cuya El proceso me había impactado hondamente, hasta el punto de que me leí prácticamente de un tirón los relatos – La metamorfosis, En la colonia penitenciaria e Informe para una academia son mis favoritos – y las otras dos novelas, El castillo y América – aunque mi preferida siguió siendo, de lejos, El proceso –.

Esos fueron los años, también, en que se intensificó mi interés por la filosofía, y en consecuencia continué leyendo a Nietzsche – Así habló Zaratustra y El ocaso de los ídolos, fundamentalmente –, pero también a Rousseau, Montesquieu, Tomás Moro, Maquiavelo; así como algunos textos divulgativos de psicología, antropología y otras disciplinas.

Entretanto, había continuado escribiendo poesía – antes de la mudanza ya había prácticamente concluido un nuevo poemario, titulado La torre de marfil en obvia referencia doble a la metáfora tan querida del modernismo, pero también de la morada de la Emperatriz Infantil de La historia interminable; y me hallaba componiendo los poemas que integrarían Cuaderno de otoño, que acabaron siendo tan numerosos que al final decidí subdividir ese libro en cuatro partes –, así como los relatos que, andando el tiempo, pasarían a formar parte de Parecía tan normal …; los cuales reescribí  y amplié una y otra vez. También en ese tiempo había acabado mi segunda novela, El pazo de Néboa, que se perdió en un traslado de casa sin que nunca haya sabido qué fue de ella – para bien, probablemente –.

Estaba ya en la universidad cuando, en lugar de cultivar un aura de poeta atormentado y leer a Cioran y Schopenhauer para curtirme en el arte de ser un intelectual – de esos que invitan a alguien a casa, ponen música de Silvio Rodríguez e intentan meterle mano a sus acompañantes –, sufrí – me dejé sufrir, entiéndase, y bien a gusto que lo hice – lo que algunos calificarán de involución lectora, satisfaciendo mis ansias con cosas como El señor de los anillos – de hecho, la obra de Tolkien llegó a subyugarme a tal punto que lo leí todo, virtualmente todo, incluidos los, siendo sinceros, bastante tediosos doce volúmenes de la Historia de la Tierra Media, así como biografías del autor, obras explicativas, etc. –, la saga de Harry Potter – que me convirtió en potterhead de inmediato y cuya existencia ignoraba hasta que su nombre salió a colación, no alcanzo a imaginar en qué contexto, en una gloriosa clase de Historia Medieval de Europa –, o la obra de algunos autores de ciencia ficción, señaladamente la serie de los robots y la fundación de Asimov, que mi madre, fan absoluta suya, había comprado en una preciosa edición de Círculo de Lectores en diez volúmenes muchos años antes.

Por lo demás, unas veces por obligación académica y otras por interés personal, continué progresando en mi conocimiento de los clásicos, tanto literarios como filosóficos, antropológicos, sociológicos y psicológicos, en la medida que se le puede suponer a un estudiante de Humanidades. También leí y releí otras cosas que no tenían que ver con el ámbito curricular, pero creo que carece de todo sentido seguir atormentándoos con el recuento de mis andanzas literarias de entonces en adelante, porque lo que pretendía contaros era meramente cómo nació mi relación con la literatura y cómo llegué a apasionarme por ella. Pero, de la misma forma que el niño es el padre del hombre, el lector infantil y juvenil lo es del lector adulto, de forma que es aquel el que podría suscitar más interés.

Y así fue cómo descubrí que los libros, generosos como son, te dan la posibilidad de volver a ser el niño que fuiste, y el que no fuiste; de conocer al hombre que eres, y al que nunca serás; de volver a ver lo que ya has visto, y lo que no llegarás a ver; incluso de aprender de lo que no existe, ni nunca ha existido, ni existirá ... En definitiva, de vivir más allá, muchísimo más allá, de tu propia vida.

 

jueves, 1 de mayo de 2014

LA LITERATURA Y YO (iv)


Siempre he sido un lector caótico que casi nunca ha leído cosas “de su edad” ni ha seguido un orden concreto: después de descubrir los placeres de la lectura en mi niñez, durante mi adolescencia se transformó en una necesidad (y, por qué no decirlo, también a veces en una servidumbre), hasta el punto de que, a día de hoy, tengo que combatir arduamente conmigo mismo para irme a la cama sin haber leído nada, aunque solo sean cinco minutos.

Así que, mediada mi adolescencia y, como suele decirse, sin encomendarme ni a dios ni al diablo, me adentré – diría me zambullí, pero ninguna de estas dos palabras consigue reflejar la idea de topetazo que quiero transmitiros –, probablemente con más osadía e intrepidez que aprovechamiento y comprensión, en asuntos mayores: mis lecturas se multiplicaron exponencialmente y fue la época de mis primeros intentos con El Quijote – al que tuve que llegar a hincarle el diente hasta tres veces antes de cogerle el truco, y que me parece la novela suprema: todo cuanto es posible decir literariamente en un libro está ahí contenido; entre otros prodigios, aparte de ser indeciblemente divertido, es el primer libro que contiene metaliteratura … y lo más increíble es que estoy convencido de que Cervantes no tenía ni idea de lo que estaba haciendo cuando lo escribió, sino que se trataba para él de mera evasión, de separarse de las reglas literarias de la época y ver a dónde le llevaba su instinto –; Cien años de soledad, Los pilares de la tierra y El tambor de hojalata – con las que me pasó tres cuartos de lo mismo, y que dejé colgadas varias veces hasta estar en disposición de maravillarme con lo que cuentan y con cómo lo cuentan –; algunos autores del realismo español – Galdós, Valera y la Pardo Bazán –, movimiento que me fascinaba – y me fascina –; El conde de Montecristo, que devoré en cuatro o cinco días; los primeros acercamientos a las grandes novelistas británicas: Cumbres borrascosas – cuya trágica y arrebatada historia de amor leí en dos tardes – y Sentido y sensibilidad – que ya había visto en la magnífica adaptación con Emma Thompson: una historia a la que he vuelto en numerosas ocasiones –; El Lazarillo, que releí en infinidad de veces; La familia de Pascual Duarte y La colmena – que siguen siendo mis obras favoritas de Cela –;  El laberinto de la soledad, de Octavio Paz – que me costó horrores entender, pero releí tres veces –; mis primeros pasos con Nietzsche, en concreto El anticristo … Y sobre todo, como gran descubrimiento, Crónica del rey pasmado, que leí por sugerencia de mi madre, probablemente el mejor consejo literario que me han dado nunca, y que me puso sobre la pista de Gonzalo Torrente Ballester, al que elegiría, si me viera obligado a escoger uno, como mi autor favorito.

Fue también aquel el momento en que empecé a obsesionarme con uno de mis fetiches literarios favoritos, las rarezas, de modo que mi curiosidad me llevó a leer cosas tan fuera de circulación como Sancho Saldaña y El doncel de D. Enrique el Doliente, las únicas novelas que, respectivamente, escribieron Espronceda y Larra (cuyos artículos leí por primera vez entonces y releería con mejor criterio posteriormente). También leí algunas cosas más distendidas, claro, en particular empecé a aficionarme a las novelas históricas y de conjuras religiosas, de las cuales recuerdo en particular la trepidante El testamento de Jesús, de Daniel Easterman – que me habían regalado mis tíos en una edición de bolsillo con una letra infame de tan minúscula como era, que fue un milagro que no me dejara ciego –; incluso llegó a caer en mis manos alguna novela romántica. Por mandato académico, leí alguna cosa de Susan E. Hinton y Suso de Toro, pero de estas obligaciones la única que recuerdo con devoción es El guardián entre el centeno.

Aunque mi alimento fundamental – en aquel momento descubrí a Emily Dickinson, que sigue estando entre mis poetas favoritas, y a Cesare Pavesse – lo constituían los poetas clásicos castellanos – Quevedo, Góngora, Bécquer (tanto la poesía como la prosa ), Espronceda, Machado, S. Juan, Sta. Teresa, Fray Luis de León, Manrique, Garcilaso, El cantar de mío Cid, Sor Juana Inés de la Cruz, Alberti, Dulce Mª Loynaz, varias poetisas decimonónicas menores entre las que destacaba Carolina Coronado –, y, por encima de ninguna otra, las obras completas de Rosalía de Castro – la primera vez que tuve esa sensación de comunión cósmica con el alma de otra persona, de que un autor estaba destinado para mí, como si me hubiera abierto el cráneo y hubiera ido apuntando en un papel todo lo que allí encontró; llegué a estar completamente obsesionado con su novela El caballero de las botas azules –. Todo esto sin haber leído antes novelas de misterio, de aventuras ni de vaqueros – de hecho, todavía no me he presentado formalmente a la mayoría de héroes juveniles –.

En aquel entonces, pongamos que con quince años, movido por el calor de los primeros enamoramientos – vividos, como es preceptivo, con un talante trágico que haría palidecer a cualquier maestro del Romanticismo –, empecé a escribir poesía en serio y, consecuentemente, este género constituía mi núcleo de lecturas principal, como queda apuntado. Huelga decir que mis intentos no me condujeron a nada, ni en lo romántico ni en lo poético – salvo a tener un librillo nefasto compuesto por un centenar de poemas titulados en conjunto A las orillas del Sor, en una de las paráfrasis-cuasi-plagios más terribles que jamás se hayan visto –, pero fue el momento en que quedó definitivamente consolidada mi vocación literaria, que se había ido desarrollando durante los años anteriores, sobre todo en mi año de “reclusión”: descubrí que no era torpe del todo al juntar dos palabras – es decir, era torpísimo y sobre todo un imitador irredento del más estereotipado estilo romántico, pero creo que entendéis a lo que me refiero –, y, lo más importante, que sobre una hoja en blanco podía dar rienda suelta a mis pensamientos y expresarme libremente. No tardé mucho en empezar a escribir relatos y, poco después, mi primera novela, que llevaba el título de Te llevarás el secreto a la tumba.  

Tened en cuenta que estoy hablando de una época, no tan remota aunque a muchos os sonará a pleistoceno, cuando no había internet, recién acababa de llegar a casa el primer teléfono móvil – con pinta de ladrillo y antena extensible … sí, he dicho antena, aquellos artefactos necesitaban una –, cosas como Facebook o la Wikipedia eran pura entelequia, y no digamos ya disfrutar de que Amazon te envíe un pedido casi de un día para otro – antes bien al contrario, había que encargarlos físicamente en librería y esperar mínimo dos semanas y de ahí para delante, antes de recoger la preciada mercancía, previos varios viajes en balde para atosigar a la librera, de la cual pronto me convertí en el mejor cliente, que te miraba con cierta desconfianza mezclada con exasperación, interrogándose sobre por qué demonios no te conformarías para tus exploraciones literarias con la amplia colección de Tirsos de Molina, Zorrillas y Hartzenbuschs que innumerables años de pedidos colegiales le habían forzado a ir acumulando, en vez de obligarla a hacer encargos extravagantes de nombres inauditos y casi impronunciables como Gertrudis Gómez de Avellaneda, cuya novela antiesclavista Sab, en torno a una década anterior a la mucho más famosa La cabaña del tío Tom, leí por entonces –.

En esas condiciones, un adolescente pueblerino con fama – cultivada en parte – de rarito y que, fuera de su colección personal, solo tenía acceso a una raquítica biblioteca municipal compuesta por dos raleadas estanterías que quizás juntarían, si acaso, trescientos o cuatrocientos volúmenes – escogidos sin demasiado criterio y buena parte de ellos consumidos por enciclopedias, incluidas de esas laudatorias de las glorias locales –, tenía bastantes dificultades para informarse de las novedades editoriales y de los anchos confines que había más allá de la oficialidad carpetovetónica. Muy en especial si las acuciantes dudas de tu alma a las cuales buscas respuesta en un libro – el que diga que en un libro SOLO busca esparcimiento miente como un bellaco – no solían ser respondidas – o eso me parecía: la percepción de la diferencia es un buen asunto al que merecerá la pena dedicarle unas líneas en el futuro – por la literatura … vamos a decir “convencional” de entonces.

Fue en ese momento cuando la editorial Mondadori hizo una apuesta bastante pionera, anunciando en prime time ciertas nuevas publicaciones: ¿os acordáis de la serie “Mitos Poesía”, unos libritos de formato mínimo muy modestos en su presentación pero preciosos en su contenido que se compraban a 350 ptas.? ¿Y de novelas como Extrañas criaturas de Jo Alexander? Pues bien; así fue como, saltando de una cosa a otra y casi por accidente, empecé a adentrarme en lo que podríamos llamar el “canon básico de la literatura LGTB”: Safo, Rimbaud, Cernuda, Lorca (sobre todo Poeta en Nueva York), Kavafis, Gil de Biedma, Whitman, algo de Elizabeth Bishop, Yukio Mishima, E.M. Forster … así como, esto ya de forma clandestina, otras creaciones más festivas que celebraban desinhibidamente ante mis ojos atónitos las alegrías y dulzuras de la carne, a pesar de su calidad literaria a menudo objetable, forzoso es reconocerlo, en las cuales las torrideces furtivas constituían norma de estilo. Para adquirir estos libros no recurría a mi librería habitual – cosa que hubiese causado mi inmediata muerte por rubor –, sino que me desplazaba 50 km. en bus a un centro comercial donde, gracias a dios, no había trato personal e individualizado. El único título que se ha quedado en mi cabeza ha sido Pink, de Gus van Sant.

Por la misma razón empecé a frecuentar a Lucía Etxebarria y Antonio Gala, cuya La regla de tres leí a hurtadillas contra la expresa prohibición de mi madre, que supongo la consideraba demasiado explícita. ¡Ay, si ella hubiera sabido que ya estaba leyendo cosas que convertían a aquel libro prácticamente en entretenimiento para abuelas! … Estos dos escritores permanecieron durante algún tiempo como mis autores de cabecera; hasta que publicaron, respectivamente, De todo lo visible y lo invisible y El imposible olvido – dos novelas que me parecen malas, por mucho que a la primera le dieran el Premio Primavera y la segunda vendiese cientos de miles de copias –, y perdí todo interés en ellos.

Hoy me causa risa, y también algo de compasiva ternura por mi yo adolescente, pensar que con quince años me metí entre pecho y espalda cosas como las Soledades de Góngora. Fue en estas aventuras cuando desarrollé una gran afinidad que siempre he conservado después por determinada forma poética: el soneto (los de Garcilaso siguen pareciéndome la cima de la poesía castellana de todos los tiempos, y estoy dispuesto a batirme en duelo con quien afirme otra cosa), descubriendo asombrado un buen día que en la desangelada biblioteca guardaban un volumen con los de Shakespeare, cuya fama, literaria y no literaria, le precedía, y cuyos Hamlet y Romeo y Julieta yo había leído por mi cuenta sin contar con las herramientas necesarias para apreciar plenamente la magnificencia de lo que tenía ante mí, pero ya intuyéndola. Si alguien hubiese sabido que la biblioteca municipal albergaba tal volumen, o más bien de lo que este hablaba, probablemente la habrían clausurado y habrían quemado el libro en un auto de fe, y a mí con él, pero seguramente nadie excepto yo prestaba atención a esas cosas; así que saqué el libro y me lo llevé a casa, aprestándome a destripar, rendido de admiración, aquellas 154 inmortales composiciones de las que hablaré más por menudo en alguna reseña venidera.

(continúa aquí)