domingo, 30 de noviembre de 2014

Una experiencia decepcionante, o Crónica de un desastre


Fecha: viernes, 28 de noviembre de 2014, 20:00h.


Evento: Final del XXVIII Concurso de Piano “Cidade de Ferrol”.

 

La Orquesta Sinfónica de Galicia como acompañante (con una intervención luminosa y una dinámica de conjunto que solo adquieren los grupos de largo recorrido, aunque para mi gusto a las cuerdas graves les faltó descollar un poco de la preeminencia de las agudas) y Enrique García Asensio en el podio. Conciertos de Mozart, Chopin y Rachmaninov. Un público, en general, respetuoso (nunca falta quien pretende hacerse notar abriendo caramelos durante las interpretaciones, o incluso tarareando). Receta, por tanto, para el éxito. ¿Qué podía salir mal?

Con los cinco minutos de retraso habituales, el concierto da comienzo, en una sala estrenada en marzo pasado, y que ya había tenido oportunidad de lucir sus méritos, anticipados durante casi una década de construcción, en algunos eventos anteriores (concierto de MClan, recital de Ainhoa Arteta, concierto de la OSG con programa monográfico de Beethoven…).

Saludo de rigor bilingüe castellano-inglés.

El ucraniano Kirill Korsunenko hace entrada en el escenario. Va a ofrecer el Concierto en Re menor de Mozart. Tras los ajustes de banqueta y el silencio de concentración, se inicia la magnífica pieza. Sin embargo, a los pocos compases, un pequeño desastre se hace patente: en el primer forte de la orquesta, la tan cacareada acústica del local se pone en evidencia. El Auditorio de Ferrol, en el cual se han invertido 16 millones de euros (el doble de lo presupuestado), que carece de aparcamiento adecuado (ni siquiera en las inmediaciones) y que ha llevado casi una década de construcción, es un magnífico ejemplo de que más no equivale a mejor. Por activa y por pasiva se ha alabado su excelente acústica. Y sí, es verdad, es buena, buenísima, extraordinaria. Tan buena es, de hecho, que se vuelve mala.

Una de dos, o la caja acústica es excesiva, o la sala es demasiado pequeña (no alcanza las 900 localidades). El sonido sale, literalmente, catapultado del escenario, y se estampa contra el oyente con tal intensidad que, en algún momento, se vuelve incluso molesto, chirriante, y hasta distorsionado.

Pero, por increíble que parezca, esto no es lo peor. Sin duda, el Auditorio ferrolano será estupendo para las orquestas de cámara, pequeños grupos historicistas, recitales solistas (y, si me apuran, diría que tampoco en este caso, pues el piano resuena lejano y frío, con un brillo agudo no especialmente bonito), cuartetos, etc. Más problemática será, en cambio, la presencia de orquestas sinfónicas o filarmónicas, cuanto más grandes, peor. Y, sin duda alguna, el auditorio no tuvo en cuenta el repertorio concertístico clásico: un piano no es una orquesta, y los saltos dinámicos que se dan entre un instrumento solista y el grupo se desdibujan en este edificio por lo demás magnífico y diáfano.

Dicho sin rodeos: el piano no se oye. El solista, no importa cuánto se esfuerce, se ve ahogado por la masa sonora que sale disparada de la caja en cuanto la orquesta pasa de algo que no sea un pianissimo, llegando a resultar inaudible en los momentos más intensos, especialmente cuando entran en acción los vientos metales. Problema que, dicho sea de paso, nunca se produjo en el viejo Teatro Jofre (de la misma ciudad), que con sus dimensiones más discretas y su doméstica sonoridad jamás impidió oír ni los más mínimos matices del piano en las anteriores finales. Una lástima, pues.

Korsunenko, que al final de la velada acabaría quedando tercero, ofreció una versión muy correcta del vigésimo mozartiano, con unas cadenzas no especialmente convincentes y un poco corto en la expresividad.

Luego fue el turno del español Antonio Bernaldo de Quirós, quien, con solo 17 años, fue uno de los participantes más jóvenes del concurso y que se alzaría, al acabar la noche, con el segundo puesto. Se decantó por el primer concierto de Chopin, del cual ofreció una interpretación sobria, matizada y sutil (con alguna pequeña extravagancia aislada en el primer movimiento). Es una suerte que Chopin no fuera un buen compositor sinfónico, y decidiera relegar a la orquesta a mero tapiz de fondo durante la mayor parte de su obra, porque, por lo dicho, las delicadas digitaciones del solista hubiesen resultado inapreciables en otro caso.

Y, por último, llegó el turno del surcoreano Jaeyeon Won. Desde el primer momento estuvo claro que sería él quien se alzaría con el primer premio (una interpretación intensa, con garra, precisa como un reloj suizo, ideal en todos sus aspectos), pero también hay que decir que fue quien salió peor parado por la mortificante acústica de la sala: su elección fue ese mastodonte sonoro que es el segundo concierto de Rachmaninov. Desde la fila once, butaca uno (digamos a unos ocho metros del escenario, aprox.), perfectamente centrado con el instrumento, en los tutti al piano se le intuía, más que se le oía.

Así pues, la experiencia acabó resultando agridulce, ya que las interpretaciones de primer nivel se vieron empañadas por un dominio de la orquesta que no está en el espíritu de un concierto, donde el solista, las partes y el todo han de dialogar y jugar entre sí, pero siempre en pie de igualdad.

Espero que, de cara a próximas citas, los responsables de la organización del certamen recapaciten y devuelvan al Concurso a su antiguo hogar. Al menos lo que es este oyente no volverá a asistir en otro caso.

 

 

 

 

sábado, 15 de noviembre de 2014

Carson McCullers, "Reflejos en un ojo dorado" - LIBRO DEL MES

 
 
 
La escritora estadounidense Carson McCullers fue autora de una obra más bien poco prolífica pero sólida y, en general, bien considerada por crítica y público. Su novela breve Reflejos en un ojo dorado, publicada en libro en 1941, aunque escrita dos años antes y previamente publicada por entregas el año anterior, es una perfecta muestra de cómo la brevedad no impide la profundidad de apreciación en un texto literario. En apenas cien páginas, McCullers perfila a la perfección y con todo lujo de detalles la psique de un puñado de personajes de esos que podríamos llamar “estropeados”, de los que tienen, en todos los casos, algo que ocultar, y logra transformar su obrita en un breve tratado sobre los impulsos reprimidos, los deseos frustrados, todo cubierto por un estimulante velo de sensualidad e incluso erotismo.
En primer lugar, creo que es un gran acierto decir pronto —en el primer párrafo, de hecho—, el asunto (un asesinato) y los implicados (dos oficiales, un soldado, dos mujeres, un filipino y un caballo), pasando luego a presentarnos a cada uno de ellos, de modo que hasta el final vamos haciendo cábalas y diferentes composiciones sobre cómo podrá solventarse la tragedia (así la califica la propia autora).
Aunque es cierto que el tema de la sexualidad —y de una sexualidad que podríamos llamar, para la época en que fue escrita la obra, fuera de lo común e, incluso, enfermiza— destaca de manera obvia, no agota, ni mucho menos, el caudal de subtemas que la escritora introduce en el texto. Texto que, además, está plagado de escenas simbólicas, como las del gatito (algo que está naciendo, débil) o el caballo (sobre el que el capitán Penderton experimenta un viaje iniciático, y que representa la libertad refrenada, pero también la epifanía[1]), de importancia central, y otras más misteriosas, como el cuadro de Bootsie, que Leonora lleva a todas partes sin saber muy bien por qué, o el cuadro que Anacleto pinta figurando un pavo real con un ojo dorado, que da título al volumen, al respecto del cual tanto Alison Langdon como su criado comentan que produce “reflejos de algo diminuto… y grotesco” (nuevamente algo naciente, sin importancia, pero ya repulsivo).
Por otro lado, me parece muy interesante que la novela se haya construido sobre la base de las parejas, fundamentalmente Leonora-Morris (que son la pulsión de vida), Weldon-Alison (que son la pulsión de muerte), Weldon-Williams (que son la pulsión reprimida). Pero de estos tres grupos centrales, se derivan muchos más en múltiples combinaciones, de forma que cada personaje tiene a su símil y a su antítesis, y a menudo símil y antítesis de uno están relacionados entre sí, y a su vez tienen como símil y antítesis a otros también vinculados. Así que sorprende lo bien trabado que el texto acaba estando, su sentido circular, la mucha reflexión y cuidado que McCullers puso al escribirlo. Ya que también tenemos, por ejemplo, a Morris-Williams, que tienen en común la repulsión por lo femenino-blando, pero la fascinación por lo femenino-salvaje (por lo que no sorprende que ambos deseen a la misma mujer), o a Alison-Weincheck, que representan la abulia, la apatía, lo que no se quiere ver, o lo que se pretende que no se ve, de modo que la primera no consigue tomar una resolución, y el segundo se queda ciego… Y, por supuesto, también hay parejas antitéticas (Weldon-Firebird, Morris-Anacleto, etc.).
En realidad, todos los personajes de este relato están frustrados, de una forma u otra, ninguno consigue realmente lo que quiere y, por tanto, la resolución —que no revelaré— es plenamente consistente con lo que se representa. De este modo, acabamos teniendo que el tema central no es tanto la sexualidad frustrada cuanto la frustración en sí[2].
Por lo que toca a los aspectos formales, y ya para ir acabando, en lo temporal y estructural la novela no tiene rasgos destacables. La prosa elegida por la autora es igualmente sencilla, pero de gran perspicacia, siendo de resaltar su aproximación desprejuiciada, orientada a lograr la captación de las motivaciones, temores, ansias… de los personajes. El ritmo es pausado pero inexorable. Un texto, en definitiva, de factura excelente que, además, gracias a su brevedad, apenas consume tiempo de lectura.
 

 



JJJJL




[1] En el imaginario colectivo, la caída por excelencia es la de Pablo de Tarso. Sin embargo, dicho episodio no aparece en las fuentes históricas y, por tanto, o bien se trata de una anécdota apócrifa, o bien se trata de un metáfora, representando un evento brusco y repentino que hace ver las cosas con claridad.
[2] En este punto también sería interesante tratar brevemente sobre los dos personajes femeninos principales, Leonora y Alice, mutuamente antitéticas y, sin embargo, “amigas”. ¿A qué se refiere la autora cuando nos dice que Leonora “era un poco retrasada”? Tosca como pueda ser, parece un personaje de una inteligencia normal. Sin embargo, en ocasiones tiene problemas para verbalizar las cosas, sabe lo que quiere decir, pero no encuentra las palabras.
                Alison, por su parte, ¿es verdaderamente una enferma? Se antoja, en muchos momentos, que buena parte de las dolencias que sufre provienen del estado de agitación y preocupación constantes en que se pone a sí misma. Y, de hecho, McCullers nos dice, en un momento dado, “Alison estaba siempre imaginándose tragedias”.