martes, 17 de marzo de 2015

El agua corriendo al compás


El agua corriendo al compás

de los latidos.


La comunidad está rota.

La tierra está rota.

Sangrando por sus venas abiertas al cielo.


Antes de la destrucción,

nos hablaron de otro mundo;

pero ahora que no hay señales,

ni senderos,

ni guías,

ni estrellas,

no sabremos nunca cómo continuar.


Buscar vida y tierra fértil,

¡vida!,

en este yermo.

¿Con qué fuerzas, si queda luz apenas?


Pero si viajamos al sur,

bien pudiese ser que hallemos allí

el rostro del sabio que aguarda.


Ya ni siquiera queda viento

Para arrastrar las nubes.


No existe alimento,

tampoco.

Otoño 1999 - Primavera 2004

lunes, 16 de marzo de 2015

Inmerso en sí mismo


Inmerso en sí mismo

el cantar se escapa.


No conoce razón, ni servidumbre,

ni obligación que se lo impida.


Principio ni fin no tiene,

ni voz para hablar que no sea la tuya.


Utiliza todo cuanto de sí

inmutable parezca,

y su duradera ilusión

no pertenece ni al mundo real

ni a aquel otro más inmerso en la realidad

que bien pudiera ser el imaginario.


Se han dado todo tipo

de explicaciones,

mas ninguna ha sido satisfactoria

en cuanto a poder delimitar

los ámbitos de su participación.


Explosiones burdas se oían a lo lejos

mientras sucedían estas cosas,

pero el día que naciste tú se callaron

todas.


No podía ser de otra manera,

pues ante un ser

como tú

o de tu naturaleza

no hay palabras posibles.

Otoño 1999 - Primavera 2004

domingo, 15 de marzo de 2015

Nueve mujeres y un solo destino (II) - LIBRO DEL MES

 
 

 
 
En 1841, con ocasión de la publicación de Sab, el político, erudito y escritor Nicomedes Pastor Díaz escribió un artículo en el cual constataba la ausencia en el panorama literario español de novelas originales durante las décadas anteriores, se preguntaba —sin alcanzar respuesta alguna— por la razón de esta sequía, y celebraba la aparición, por fin, de un texto de estas características. La razón por la que la narrativa tendría que esperar para arraigar en España hasta la segunda mitad del siglo se explica, esencialmente, por la larga sombra de la literatura ilustrada, que duraría hasta aproximadamente 1830 y consideraba el ensayo el mejor género para desarrollar y argumentar las reformas que la Ilustración pretendía consolidar. Las novelas eran, en consecuencia, vistas como pasatiempos insustanciales que no servían para dicho propósito.
En EEUU, aunque por razones distintas —el país luchaba todavía por crear una cultura propia desligada de los modelos europeos y de la literatura religiosa—, el panorama es parecido —aunque no faltan ejemplos de novelistas, como Charles Brockden Brown o Susanna Haswell Rowson—, y también habría que esperar a que el siglo XIX avanzara tres o cuatro décadas antes de que se constatara una verdadera explosión de la narrativa. En todo caso, tanto aquí como allí, el papel de la mujer va a ser decisivo: el XIX es el siglo de las escritoras; la mujer accede, por fin, masivamente al terreno literario y ya no lo abandona nunca. Y no hubo prácticamente autora que no escribiera novelas.
Así será, utilizando nuestra particular “máquina del espacio-tiempo literaria”, una década más tarde, en Brunswick, Maine, 1851, cuando encontremos a una diminuta mujer oriunda de Connecticut dando, sin saberlo, un impulso definitivo a un cambio de conciencia de una nación entera, y una transformación radical de los parámetros sobre el éxito literario. Su nombre, Harriet Beecher Stowe; la obra, su primera novela, La cabaña del tío Tom. Este libro literalmente catapultaría a Stowe a la fama internacional, a causa de su inaudito éxito masivo —ni el mismísimo Dickens pudo competir con ella, puesto que vendió más de millón y medio de copias solo en el año siguiente a su publicación en Inglaterra (lo que podría explicar, entre otros factores, el odio cerril que el inglés le profesaba a la americana)—, y por ser fuente, además, de una densa controversia: no hubo aspecto del libro ni de la persona de su autora que no fuera panegíricamente alabado o rabiosamente censurado: se criticó la pobreza artística de la novela, se trató a Stowe de mentirosa, se afirmó que promocionaba doctrinas repulsivas… incluso entre quienes concordaban con la tesis básica de La cabaña hubo quienes apreciaron tachas que no tardaron en tratar de “corregir”. De una forma u otra, como una bola de nieve que echa a rodar ladera abajo, la obra de Harriet fue origen de múltiples respuestas, tanto en forma de artículo o ensayo, cuanto en forma de novela, ya fuera favorable o contraria.
Harriet Beecher Stowe nació en Connecticut en 1811. Era, como la caracterizó un crítico de la época “hija de un predicador y hermana de media docena más”, de modo que sus raíces calvinistas, las cuales sometió a revisión a lo largo de su vida, son un elemento importante para analizar su figura y su obra. Huérfana de madre muy pronto, tuvo en su familia varios modelos femeninos, el más decisivo de los cuales fue sin duda su hermana Catharine, una educadora y reformadora social que abogó por la educación de la mujer y por replantear el valor del papel que la sociedad le asignaba, más que por cambiar los roles tradicionalmente femeninos en sí.
Madre de familia numerosa, la muerte temprana de su hijo Charlie fue una de las experiencias vitales que la empujaron a posicionarse definitivamente en contra de la esclavitud y escribir el ejemplo de novela abolicionista más conocido del mundo, al vincular su propio dolor con el de las madres esclavas separadas de sus vástagos. Sus creencias cristianas, así como la intensa imagen de un esclavo siendo azotado que se le presentó mientras oía un sermón en lugar de la de Cristo crucificado, fueron los elementos cruciales, junto con algunos hechos que había presenciado u oído en un viaje a Kentucky, que la decidieron a ponerse en acción y labrar una obra a gran escala, aunque ya había escrito relatos con anterioridad acerca del mismo asunto, y dedicaría también su segunda novela, Dred, a él. Como catalizador para provocar la cristalización de todos estos elementos en un libro, el evento histórico determinante fue la promulgación en 1850 de la infame Ley del Esclavo Fugitivo, en palabras de Doctorow, “anulaba los derechos de habeas corpus y el procesamiento mediante jurado, convertía a la América blanca en una especie de fuerza policial permanente[1] y castigaba con penas de prisión y multas a cualquiera que diese refugio o ayuda a un esclavo en fuga” [2].
Si bien Stowe nunca poseyó esclavos, se documentó exhaustiva y concienzudamente sobre el tema, leyendo toda la información que pudo, especialmente slave narratives, libros autobiográficos escritos o dictados por esclavos fugitivos narrando sus sobrecogedoras circunstancias. Algo que demostraría ser muy prudente, pues la acusación de haberse inventado aberraciones para desprestigiar al sur esclavista no se hizo esperar. Hay que tener en cuenta que la esclavitud tenía un carácter de cuestión de Estado del que carecía en la España peninsular (no así en la Cuba colonial): múltiples factores pesaban a favor de la esclavitud, desde que se tratase del recurso económico más importante de la nación, aparte de la tierra misma, hasta la constatación de que unos cuatro millones de individuos estaban sujetos a esta condición, cantidad tan desmesurada que hacía temer las implicaciones de otorgarles libertad y derechos.
El objetivo primordial de La cabaña del tío Tom es suscitar una respuesta emocional en su lector —de ahí que se la considere una “novela sentimental”: no se basa, en principio, tanto en la exposición de un razonamiento, como podría hacer una novela filosófica, cuanto en la descripción de escenas teñidas de dramatismo que provocan una reacción inmediata, irreflexiva, basada en el sentido natural de justicia—, forzándole a darse cuenta de que las criaturas que tiene ante sí son seres humanos y que, en consecuencia, no pueden ser tratados como objetos. Sin embargo, esta constatación, así como la firme denuncia del sistema esclavista considerado desde múltiples perspectivas, permiten e incluso aconsejan considerar la novela de Stowe como una novela política —y ahí está la despedida del libro, que confirma este juicio—, por mucho que en su día la adscribiesen a lo que se conoce como “literatura doméstica” o “de cocina”, por estar escrita por mujeres y contar historias cotidianas ajenas a los grandes periplos, conquistas, etc. Su intención didáctica, uno de los elementos que más suele disgustar al lector moderno, queda patente en las constantes interpelaciones a aquel para que repare en ciertos aspectos o reflexione sobre ciertas cuestiones y, en función de sus respuestas, evalúe si lo que piensa o lo que se expresa en el libro es o no conforme a los valores humanitarios del cristianismo.
Como podemos ver, hay varios elementos comunes entre la obra de Beecher Stowe y la de Gómez de Avellaneda, si bien el elemento moralizante de esta última es inexistente, y su intención política mucho menos acusada. Otra divergencia esencial entre ambos textos es el tratamiento de las dinámicas esclavistas: en tanto que, como vimos en el post precedente, en la obra de Avellaneda se silencian los malos tratos, el tráfico humano, y, en general, las circunstancias concretas de la vida de los esclavos, más allá de los lamentos por su dura condición expresados por boca del protagonista, La cabaña está repleta de todo tipo de escenas dramáticas y grotescas que sirven al propósito enunciado más arriba. El procedimiento de Avellaneda había sido desnudar a Sab de su apariencia externa para mostrarnos su interior humano, dado que en la concepción romántica, la capacidad para sentir pasiones intensas se identifica con poseer un espíritu superior. En el universo de Stowe, ese aspecto se identifica con la constatación de que los negros poseen también un alma inmortal, que es el atributo que les convierte en humano, y, por tanto, la salvación de la misma es la misión esencial que debe cumplir cualquier persona; de modo que más que aquella pasiones arrebatadas de la caribeña, lo que la estadounidense nos va a mostrar son las buenas acciones, el recto procede de los personajes, y en particular de Tom-Cristo. Además, desde un punto de vista técnico, a pesar de algunas fallas estructurales que luego analizaremos, la obra de Stowe es mucho más rica en matices, más ambiciosa en intención y mucho más sólida narrativamente hablando que la de su coetánea hispano-cubana.
Como dijimos antes, La cabaña del tío Tom presenta ya un amplio y relativamente minucioso —aunque, en general, nada escabroso— estudio de la mecánica del comercio esclavista, incluido el abuso sexual de las esclavas (que, como ya apuntamos en el post anterior, era una auténtica obsesión de las sociedades esclavistas, sobre todo por los problemas que originaba su descendencia), al que ya se alude implícitamente desde el mismo principio de la novela (cap. II), pero que luego es tratado específicamente, a través de los personajes de Cassy y Emmeline. También va la novela a introducir escenas de la vida doméstica de los esclavos, mostrando un ambiente todo lo acogedor y equilibrado que era posible dadas sus circunstancias.
Un elemento que desde el inicio capta la atención del lector es uno que tradicionalmente ha valido una de las principales y más persistentes críticas a este texto: la comprobación de que, de hecho, se trata de una novela con tintes racistas. Según quienes censuran este aspecto, esto se manifiesta por dos vías: 1) por la caracterización de los personajes negros, aparentemente considerando más positivamente a aquellos  que suscriben el valor del cristiano blanco ideal según la autora lo entendía, que a veces incluso resultan ser de tez más clara (mulatos o cuarterones); 2) por la atribución de rasgos intrínsecamente raciales los personajes de raza negra.
Ciertamente, en la época una cosa era el abolicionismo, y otra distinta la integración o no segregación. Dicho de otro modo: abolicionismo no siempre equivalía a antirracismo. Sin ánimo de negar dichos rasgos, considero, no obstante, que tales críticas adolecen de un cierto sesgo: en relación al primer aspecto, porque hay que tener en cuenta que, de hecho, la adopción de los ideales cristianos se produce en igual medida en Tom y en los Harris, p. e.; pero van a ser aquellos que se rebelan contra el statu quo incluso de forma violenta quienes van a salir bien parados; y por lo que toca a la caracterización racial, hay que tener cuidado con hacer una crítica anacrónica de la misma: deben tomarse en cuenta las teorías antropológicas y biológicas acerca del innatismo, el ambientalismo, etc., en boga en la época, que llegaban a afirmar en algún caso que la esclavitud era más beneficiosa para el negro que ser un mero asalariado. Una parte del esfuerzo de la autora va a dedicarse a la crítica de los esfuerzos racionalizadores a favor de la esclavitud que ella percibía como perversos. Desde ese punto de vista, podemos comprobar que toda la caracterización racial de Stowe, si bien existe, se orienta a negar los rasgos negativos que supuestamente gravaban a los negros, y a sustituirlos por otros positivos. Esto se ve con claridad meridiana, p. e., cuando se afirma varias veces en el texto que las madres negras son separadas fácilmente de su progenie porque carecen de sentimientos tan intensos como los blancos en ese aspecto; acto seguido, Stowe se apresta a presentar escenas y ejemplos recurrentes que lo desmienten y donde las madres negras jamás olvidan a sus vástagos. Y la lucha de Eliza representa el summun de esta defensa. La total defensa de la familia impregnada de unos valores femeninos es la auténtica gesta de la escritora en este libro. Siempre que la autora presenta a un grupo de esclavos de forma negativa, algún personaje enseguida se apresta a razonar que ello es así porque se ven forzados por las circunstancias, y, más específicamente, porque el hombre blanco les arrastra a esa situación de inmundicia. Así, p. e., cuando Eva inquiere a Topsy por qué no intenta ser buena, esta le responde
 
“Nunca puedo ser más que una negra, por buena que sea –dijo Topsy-. Si pudiera despellejarme y convertirme en blanca, entonces lo intentaría”.
 
Además, conviene no perder de vista que los personajes blancos salen peor parados y sufren demoledoras críticas, en primer lugar porque en la ética del libro se les considera los causantes del problema desde cualquier perspectiva que se aborde, ya sea por acción o por omisión; así como que, por el contrario, se hacen consideraciones muy positivas de algunos personajes, tanto negros como blancos, que no se adaptan, o no lo hacen plenamente, a ese ideal enunciado. A pesar de todo, sí es, en cambio, muy patente en la novela la labor educadora y civilizadora de los blancos con respecto a los negros, pero siempre con la condición previa de que dichos blancos hayan, ellos mismos, suscrito el ideal del que venimos hablando.
En particular ha sido considerado muy ofensivo que Stowe describa a varios esclavos, de forma tanto expresa como implícita, como niños grandes. Si bien debe tenerse en cuenta que la autora insiste una y otra vez en que esa falta de desarrollo no es debida a una incapacidad natural, sino al hecho de impedir que los esclavos se instruyan (aunque en algún punto se hace también una defensa de la justicia natural o innata), puesto que en la novela hay una oposición muy clara entre la brutalidad de quienes no han sido educados y el civismo de quienes sí, con independencia de su raza o color (así, George Harris es descrito como un personaje industrioso y con talento en manos de un amo botarate y cruel que ni le iguala ni le supera en ningún aspecto). Este elemento un tanto clasista no es, sin embargo, original de Stowe: en la obra de contemporáneos suyos, como Dickens sin ir más lejos, puede constatarse también. Los personajes de Andy y Sam, especialmente este segundo, han sido aducidos como ejemplos de ese tratamiento. Sin embargo, no puedo estar de acuerdo, ya que, si es cierto que ambos actúan mostrándose cómicos en el sentido ridículo en que podría serlo el show de Benny Hill, al menos Sam actúa en todo momento con premeditación e inteligencia, fingiéndose torpe porque eso es lo que se espera de él. Otra cosa es qué motivaciones le inducen a comportarse así.
También la inferioridad social de la mujer va a reaparecer en La cabaña del tío Tom, ya sea la de la mujer blanca respecto al marido (p. e., la Sra. Shelby), ya, especialmente, la mujer negra respecto a todos los abusos de los amos blancos. Es interesante, en este aspecto, destacar que de todas las mujeres blancas que aparecen aquí, solo Marie St. Clare maltrata a sus esclavos: la mujer, pues, va a ser siempre vista como una influencia civilizadora y estabilizadora (Srta. Ophelia vs. Marie St. Clare, la buena ama de casa frente a la caprichosa y mala madre), premisa coherente con la concepción de Stowe de la mujer como “ángel del hogar” que había propugnado en su labor pedagógica junto con su hermana Catharine: era responsabilidad de la mujer, en el entendimiento del mundo de la autora, en tanto que educadora principal de la prole, transmitir unos valores que se identificaban con los del republicano [3] ideal, así como mantener un orden doméstico que fuera reflejo y causa del orden y paz sociales.
La pugna fe – razón – ateísmo va a ser uno de los elementos estructurales esenciales de La cabaña del tío Tom. Contra todo pronóstico, la autora no despliega una crítica generalizada contra todos los descreídos; en cambio, va a patentizar con bastante claridad, a través de Augustinie St. Clare, el hecho de que, si bien los valores cristianos son los que conducen a la salvación, el rigor ético no es patrimonio exclusivo de los creyentes, habida cuenta de que muchos supuestos buenos cristianos se entregan sin miramientos a prácticas degradantes (en particular al comercio de esclavos). A dicha excelencia puede llegarse también a través de la educación y el raciocinio. Este aspecto didáctico, que no se agota pero sí tiene su núcleo en esto, es uno de los elementos que los lectores contemporáneos suelen encontrar más irritantes. Y muy en especial, la influencia pacificadora, como ya habíamos visto en Sab, del cristianismo: los malos tratos someten a aquellos que nunca oyeron hablar de Cristo; al mismo tiempo, a quienes sí han sido instruidos en la Biblia, y que incluso ejercen un ministerio de fortísimo contenido mesiánico (Tom), va a prevenirles de tomar ninguna acción violenta, puesto que sería inicuo responder al mal con el mal. Es en este punto donde la ética del libro se vuelve más contradictoria, pues en algún momento parece dar a entender que la rebelión violenta es lícita, pero siempre que se haga a nivel individual. Esto me lleva a considerar que Beecher Stowe no pretendía tanto defender una tesis unitaria con su libro cuanto presentar una gama de reacciones diversas justificables, o cuando menos entendibles, en función de las circunstancias, pero permitiéndose finalmente cierto proselitismo a la hora de señalar que solo uno de los caminos llevaría a la salvación, porque todos los hombres, incluso los blancos, tienen un Amo. Razonamiento que no puede ni debe sorprender en una mujer hija de un predicador, hermana de varios otros, y esposa de un teólogo.
Por lo que toca a los personajes, la variedad de tipos y situaciones que presenta La cabaña del tío Tom es muy superior al que encontrábamos en Sab. La autora, como podemos leer en la despedida de la novela, tuvo intención de presentar la problemática de la esclavitud y el racismo desde todas la perspectivas posibles. Y, en mi opinión, hizo un trabajo notabilísimo. La profundidad del tratamiento psicológico de los personajes, en cambio, es mucho más irregular, adoleciendo en muchos casos de una gran planitud y falta de desarrollo, con bruscas “evoluciones” —que evidentemente sólo pueden acabar en inconsistencias— sacrificadas a la necesidad de avance de la trama.
Así, en primer lugar, nos encontramos con Tom, el protagonista, a quien le es aplicable lo que acabamos de decir. El personaje principal no sufre evolución alguna a lo largo de todo el volumen —¡y eso que dispone de 550 páginas!—, si acaso se observa una profundización en sus creencias religiosas, que son lo que le permite soportar todos los avatares a los que se enfrenta con una serenidad que, además, llega a ser irritante. El carácter de Tom ha sido un aspecto particularmente debatido de la novela de Stowe, al verse con cierta negatividad su resistencia pasiva avant la lettre, por dar a entender, según se considera, que representa un llamamiento al pacifismo sosegador de las ansias revolucionarias tan temidas en la sociedad esclavista. Sin dejar de ser cierto que La cabaña es un texto que se dirige más bien a hacer reflexionar a los blancos —a todos ellos, esclavistas o no, pues la autora no cae en la trampa autoglorificadora del Norte que se iba a extender después de la Guerra Civil— mientras están a tiempo, sin embargo, hay que tener en cuenta que en el esquema del mundo y escala de valores de la autora, la beatífica santidad de Tom es el peldaño último antes de entrar en el reino de los cielos. A pesar de la apariencia, Tom se doblega únicamente ante Dios y, en ese sentido, como muy bien lo entiende Legree, uno de sus dueños, plantea una subversión absoluta de todos los planteamientos esclavistas: en lugar de resistirse o escapar, se esfuerza con denuedo en cumplir sus cometidos en todo aquello que no empañe la pureza de su alma, puesto que para él, el cuerpo es irrelevante y pasajero: no hay nada que puedan hacerle que le importe, puesto que ya ha caído todo lo bajo que se puede caer, y su Señor le reparará de cualquier daño que reciba: lo único importante es su alma inmortal. A diferencia de Sab, Tom no da muestras de orgullo, salvo que veamos como inmodestia que se considere un instrumento de Dios para extender su palabra entre los desamparados.
George Harris, si seguimos primero con los personajes afroamericanos, se presenta como el contrapunto de Tom, y ya nos recuerda a ciertas características de Sab: habilidoso, seguro de sí, inteligente, su principal diferencia con Tom es su resistencia, que no excluye la violencia en caso de necesidad: no duda en portar una pistola para disparar a sus perseguidores, ya que prefiere matar o morir antes que ser reducido a la esclavitud, y, muy en particular, ser devuelto a su amo, un imbécil brutal sin atributo alguno y claramente envidioso de su talento, siendo un aspecto particularmente doloroso para George el verse sometido a un hombre de tales características únicamente basado en el color de su piel (de destacar, además, que George es mulato, por lo que vive con la duda de por qué han de atender a su mitad negra en lugar de a su mitad blanca), sin atención a ninguna otra característica. Todo esto conduce a una falta de identificación de George con su país —aspecto en el que Stowe apunta la falta de patriotismo que podría sustentar una rebelión de esclavos: no olvidemos que estamos hablando de unos cuatro millones de personas en el momento de escribirse la novela, lo cual suponía un auténtico terror de la sociedad de la época—.
Como tipo intermedio entre uno y otro, nos encontramos a Eliza Harris, esposa de George. Dotada de las capacidades de su marido y de las fuertes creencias de Tom, representa el ideal femenino al que ya aludimos con anterioridad y es, en consecuencia, una fuerza estabilizadora para George. Su religiosidad, en lugar de conducirla a la resistencia pasiva de Tom, por el contrario la va a empujar a rebelarse, sin otro límite que no dañar física y directamente a otros seres, protagonizando una de las escenas más memorables del libro.
Quizás el gran personaje trágico de la novela sea Cassy —aquí nos estamos centrando en los principales, pero la plétora de secundarios es mucho mayor: hablamos de una novela con más de 25 personajes—, una mujer que ha conocido las múltiples facetas de la esclavitud, desde el ser tratada como libre o una esposa de pleno derecho hasta el ser tratada como una barragana. Stowe se sirve de ella para ejemplificar algo que enuncia varias veces a lo largo de la novela: que uno de los problemas de la esclavitud es que la mejor de las personas puede acabar en manos de la peor. Más específicamente, la autora emplea a Cassy para tratar el tema de los abusos sexuales y la subyugación femenina, que, sin bien no es presentada de manera tan obvia como en Sab, está presente y permea toda la obra. Y, una vez más, va a ser su enfrentamiento a su opresor el que le permita salir adelante; enfrentamiento que, además, se ejecuta mediante la inteligencia y no mediante la fuerza bruta.
Por último, el otro personaje negro de importancia es la niña Topsy. Creo que Topsy fue una de las decisiones narrativamente más arriesgadas de Harriet Beecher Stowe en la composición de La cabaña: dadas sus características e importancia, muchas cosas podrían haber salido mal, haber sido una bomba y explotarle en la cara. Sin embargo, la autora se las ingenió para manejarla con inteligencia suficiente —aunque siempre con ese unidimensionalismo del que hablamos antes—, para evitar el desastre. Topsy es una niña rebelde, casi salvaje para los estándares decimonónicos —bastante normalita para hoy día, me parece—, que ha pasado en su corta vida mucho más de lo que otros pasan a lo largo de toda la suya, y, desde luego, muchísimo más de lo que debería pasar cualquier niño. Es un regalo envenenado de Augustine St. Clare a su prima Ophelia, que vehicula la creencia de Stowe de que la falta de instrucción es lo que conduce a los esclavos a ese estado de “maldad” que Topsy representa. Las tres claves de la novela, educación-piedad-amor, serán los pilares de los que se valdrá la novelista para demostrar si Topsy puede o no evolucionar.
Pasando ya a los personajes blancos más importantes, el contrapunto de  Topsy, Eva, es probablemente el menos feliz de todo el libro. Su arquetipicidad, si se me permite el palabro, es de tal magnitud que ni siquiera se trata propiamente de un personaje, sino de un símbolo: es una Virgen María en miniatura, con su inmutable naturaleza de niña-sabia que no varía un ápice de principio a fin. Pero, como símbolo, es la herramienta que la escritora emplea para demostrar los beneficios de la feminización de la cultura y la sociedad que ella observaba en el ideal cristiano. Su mismo nombre (a pesar de que se trata de un apócope), remite a la madre bíblica.  
Para mí, el personaje más interesante del libro lo representa el padre de Eva, Augustine St. Clare. Y es interesante porque la autora dedica la mayor parte del libro al tiempo que Tom pasa con él. A pesar de ciertas tachas de su carácter, pues representa los peligros de la indiferencia, la misión narrativa de Augustine es encarnar, junto con Tom, ese nuevo hombre revestido de los valores cristianos y fruto de una cultura feminizada. Esto incluso a pesar de que Augustine no es devoto. En cambio, su madre sí lo era, y mediante él la autora expone los resultados de esa educación republicana ideal que ella propugnaba. Como vemos, la mente novelística de Stowe gira una y otra vez en torno a los mismos temas, presentados de diversas formas.
La prima de Augustine, Ophelia Feely es la encarnación de la mujer ideal, relegada al hogar, sí, pero activa, industriosa, inteligente, rigurosa… Su antítesis, Marie St. Clare, es tan insustancial —su única misión es sacar de sus casillas al lector y representar el modelo de mujer inútil en todos los aspectos—, que no la trataré en esta reseña más allá de esta breve mención. Pero incluso Ophelia Feely tendrá una lección que aprender: ella es la contradicción andante de la que hablábamos más arriba: desde el primer minuto se presenta como contraria a la esclavitud, y, sin embargo, al mismo tiempo es racista. Su cura de humildad será descubrir que no basta con la instrucción y la piedad, ni con ser activo y trabajador; además hace falta poner en práctica los valores de amor y caridad que el cristianismo enseña.
Por su parte, el Sr. Shelby, dueño original de Tom, que en principio se presenta desde una óptica positiva, va cayendo en desgracia progresivamente ante nuestros ojos. Personalmente me ha recordado al Carlos de Bellavista de Sab, como representación de la indolencia ricachona (en mayor medida que el propio Augustine St. Clare): mal gestor de sus negocios, no se preocupa gran cosa por cumplir la promesa de rescatar a Tom (de hecho, tiene explosiones de furia más o menos comedida cuando se le recrimina ese hecho) y, lo que es más, es “humanitario”, como le denomina la voz narradora, solo hasta que su humanitarismo le va al bolsillo. A partir de ahí, su política es la de
“(…) no sé por qué me tienen que recriminar, como si fuese un monstruo, por algo que hace todo el mundo todos los días”.
Su esposa, la Sra. Shelby, será, otra vez, la encarnación del ideal femenino de Stowe, que dará como fruto a su hijo George Shelby, una promesa de futuro; un futuro que supone la encarnación plena en América de la cosmogonía de la novelista.
  
Por último, nos encontramos el “reverso tenebroso” de todos los hogares, mejor o peor estructurados, que se presentan en este texto, la casa de Simon Legree, cuya hacienda representa la última estación del progresivo descenso a los infiernos de Tom. La gran diferencia que apreciamos entre esta casa y las demás, es la ausencia de la influencia femenina, el dominio absoluto de los viejos ideales patriarcales, y por tanto, la perversión de cualquier ideal positivo. Como afirma Carme Manuel en su introducción a la novela

 

“Para Stowe, pues, la carencia del amor maternal correcto es lo que ha causado la esclavitud y lo que desencadena la corrupción social, representada en la primacía de los valores materiales sobre los espirituales. Más que una crítica al sistema esclavista patriarcal, es la suya una condena a la dominación masculina de la sociedad americana. La regeneración social y moral de la nación ha de pasar obligatoriamente por la transformación de la familia y la justa reconstitución de poder maternal dentro de ella. Únicamente con la vuelta a este orden doméstico serán los Estados Unidos libres”. [4]

 

Tanto por su importancia histórica como por sus méritos literarios, La cabaña del tío Tom sería susceptible —y de hecho lo ha sido— de un tratado entero. Se nos queda en el tintero analizar los múltiples símbolos y metáforas que emplea la autora, como la ausencia de cocina en la casa de Simon Legree, o la caída al fango del senador Bird, p. e. Sin embargo, es hora de ir poniendo punto final a esta reseña ya excesivamente larga; no sin antes hacer mención a algunos de los aspectos menos logrados de la obra que nos ocupa.

Como hemos dicho, en la novela se da una vinculación de la maldad, la brutalidad y el vicio con la falta de instrucción; pero de la instrucción entendida de una manera inextricablemente unida a la religión: la vida se presenta como una tentación para el materialismo y la idolatría (del dinero) de la cual sólo se puede salir airoso aferrándose a la religión y sin caer en la desesperación. Lo único que está por encima de la instrucción es la fe, y la ley de Dios es el único límite infranqueable para la resistencia civil. Y es precisamente este aspecto moralista el que, como anunciamos al principio de esta reseña, más molesta al lector actual: Beecher Stowe no desaprovecha la más mínima oportunidad de forzar un particular sistema de valores; y si bien es cierto que, como dice Huxley en su prólogo a Un mundo feliz, también el arte tiene su moral, hay una diferencia entre el valor intrínsecamente didáctico que pueda tener cualquier historia, y el proselitismo que la autora de La cabaña desata en su novela.
Ya en el ámbito de lo estrictamente narrativo, aparte de la planitud y falta de desarrollo de muchos de los personajes, desde el punto de vista estrictamente narrativo dos son los principales errores de esta obra: por un lado la repetición de esquemas, que ya hemos comentado con anterioridad, y sobre todo ese arco narrativo injustificado que conduce a la autora a abandonar la historia de los Harris en favor de los sucesivos episodios en casa de los St. Clare, para recuperarla cientos de páginas después, viéndose obligada a acelerar su avance.
Un hito de la literatura abolicionista ineludible tanto por la influencia que tendría en la literatura posterior, al establecer unos tipos y pautas que la literatura estadounidense tardaría mucho tiempo en sacudirse de encima, cuanto por su minuciosa muestra de la sociedad americana a mediados del siglo XIX. A este valor de documento histórico, se le suman unos méritos literarios más que sobrados para convertir a La cabaña del tío Tom en la segunda parada de nuestra máquina del espacio-tiempo literaria.
 
JJJJL





[1] De hecho, en una escena de La cabaña del tío Tom puede verse como, precisamente, un grupo de blancos es reclutado forzosamente para perseguir a unos fugitivos.


[2] DOCTOROW, E. L., Creadores. Ensayos seleccionados 1993-2000, Roca Editorial, Barcelona, 2007.


[3] “Republicano”, en este contexto, no tiene nada que ver con seguidor del partido del mismo nombre, que todavía no había sido fundado en el momento de publicarse la novela.

[4] MANUEL, Carme, "Introducción" a La cabaña del tío Tom, Cátedra, Madrid, 2010.
 

 

viernes, 13 de marzo de 2015

Y yo creía que en tus ojos


Y yo creía que en tus ojos

navegaba el vino

y por eso de ti me emborrachaba

mientras faltaba la luna en mi cielo

y se cernía en mi frente

la borrasca.


Nadie me dijo que yo

no estaba en este mundo,

nadie me dijo nada;

y yo navegué

y navegué sin rumbo

mientras el agua del mar

me congelaba.

Otoño 1999 - Primavera 2004

jueves, 12 de marzo de 2015

En torno a mí las sombras


En torno a mí las sombras.


¿Quién salvará la luz dulce

que la noche atraviesa?


Las nubes vuelan sobre las cabezas.


¿Sabes qué dijeron?

“Me encaminaré al final más lentamente”.


En torno a mí las sombras.


Nadie te mira la piel.


Te amo por tus sueños.

Otoño 1999 - Primavera 2004

miércoles, 11 de marzo de 2015

¡Qué silencios me llenan por dentro!


¡Qué silencios me llenan por dentro

cuando estoy contigo!

¡Qué tiempo perdido sin decir

las cosas!

¡Qué cantidad de cosas que no tengo

tiempo para decirte!

Pues no he podido tenerte tiempo

suficiente.


¡Qué arrasado me siento

cuando me siento en

tus orillas!


Ahora, desconozco el camino para volver

a mi hogar, hace tanto tiempo abandonado,

pues en ti tengo mi refugio…


¡Qué veloces van las nubes,

que con su oscuridad me recuerdan

mi final inexorable!

Pues no he podido tenerte tiempo

Suficiente.


Las tormentas diluyen con su agua

mis senderos.


Ahora, sólo tengo tu refugio,

y me siento exiliado de mi propio mundo

durante las frías mañanas invernales,

pues no he podido tenerte tiempo

suficiente.

Otoño 1999 - Primavera 2004

martes, 10 de marzo de 2015

En lo más insondable del alma


En lo más insondable del alma,

se esconde un abismo profundo;

porque ahora ya no te tengo,

lentamente en la inmensidad me hundo.

Otoño 1999 - Primavera 2004

lunes, 9 de marzo de 2015

¿Y qué me queda al cabo?


¿Y qué me queda al cabo?

                   Nada.

Y la muerte en mi mirada

vendrá a descansar.


         ¿Quién me ha de turbar?

Las manos de hielo

que frívolas me tocaron,

y los labios de la mentira

que tenues me besaron,

         tocado de muerte

me dejaron.

Otoño 1999 - Primavera 2004

viernes, 6 de marzo de 2015

En el cielo siento la muerte


En el cielo siento la muerte;

en el suelo siento la muerte;

la lluvia y el sol,

pertenecen a lo que sé y adivino.


En el cielo siento el dolor;

en el suelo siento el dolor;

a la diestra me hieren;

si escapo hacia la izquierda

me hieren.


A dónde debo ir,

lo desconozco:

no sé por qué amo;

no sé por qué odio;

me lo revelará la muerte

cuando encuentre mis huesos,

cuando tropiece con mis huesos;

en el cielo santo del olvido.

Otoño 1999 - Primavera 2004

jueves, 5 de marzo de 2015

Quisiera conocer a quién pertenece


Quisiera conocer a quién pertenece

la mano que te esculpió,

para arrebatarle la vida,

y que así los secretos de tu belleza

no fuesen jamás revelados.

Otoño 1999 - Primavera 2004

miércoles, 4 de marzo de 2015

No concibo infierno que no te contenga


No concibo infierno que no

te contenga; ni abrazo de amor

que tú no deshagas. Caen

las hojas en otoño porque

todos los otoños tienen tu esencia.


El frío que mata procede de ti

y también procede de ti el calor que

abrasa…


Las ideas paralelas que discurren

por las mentes,

son por ti acalladas: el valor

de ti

es nulo porque la nada nada vale:

¿qué permanece de ti que sea

mínimamente digno de consideración?


Sin duda,

sólo el asco que inspiras.

Otoño 1999 - Primavera 2004

martes, 3 de marzo de 2015

Ya hace mucho tiempo


Ya hace mucho tiempo

que el papel

comenzó a convertirse en tinta.


Fue como en aquel otoño

en el que a pesar del frío no cayeron

las hojas;

los pájaros continuaron su canto

mítico

y continuaron también

los actos de belleza y vida.


Fue con el nerviosismo del primer día

sobre la tierra,

del último día sobre la tierra.


Las manos se guiaban solas,

ya experimentadas e inexpertas.


Los demás miraban alrededor

esperando el regreso de la primavera.


Tú volviste al papel

del que habías brotado en un sueño,

y si te dijeron algo,

ya no lo recuerdas.


Esperas aún bajo las hojas de otoño

que regrese el papel que no era tinta,

antes del primer tiempo,

porque siempre regresa.

Otoño 1999 - Primavera 2004

lunes, 2 de marzo de 2015

Sabes que avanzas


Sabes que avanzas

y avanzas al buscar;

vas caminando,

mas caminando no sabes adónde vas.


Luciérnaga eres tú que brillas,

luciendo con brillo infernal;

al volar vas soñando,

mas cuando sueñas no quieres volar.


Bajo la mirada esperas

encontrar algún día palacios de cristal,

donde el viento quede detenido

por muros que nadie pueda traspasar:

un castillo con almenas de oro,

con troneras que en la distancia veas

brillar,

con puertas de las maderas

más oscuras

que sean imposibles de cerrar.


Una mansión inexpugnable,

que nunca se pueda atacar:

pero llevas abismos en la conciencia

de los que nadie te puede salvar.

Otoño 1999 - Primavera 2004