martes, 30 de junio de 2015

La consternación




On couche toujours avec des morts”
-Léo Ferré, “Pépée”


He tenido que dejar pasar unos días antes de poder escribir este texto. Recomponerme de una de las peores semanas que recuerdo haber vivido.
El pasado martes 23 de junio, murió mi perrita Duda.
Desde unos días antes, la sospecha de que el animalillo apuraba sus últimas horas empezó a asentarse en mi interior, como un engrudo pegajoso en el que, cuanto más te revuelves, más te hundes.
Naturalmente, guardaba la esperanza de que se tratase de algo solucionable.
El problema con la esperanza es que, de hecho, es capaz de engañarte para que te creas que puede ser realidad.
Visita al veterinario.
Diagnóstico inapelable. Múltiples riesgos.
Mejor que la criatura no sufra.
En estas circunstancias, cualquier cosa que hiciera que no fuera aliviarla no la estaría haciendo en beneficio del perro, sino de mí mismo.
Le estaba rascando la garganta, como a ella le gustaba. Nada más ponerle el anestésico, apoyó su cabeza sobre mi mano y no se volvió a mover. Ni siquiera cerró los ojos. Se quedó mirando al vacío, como cuando se acostaba con la cabeza entre las patas y se quedaba mirando al infinito, como hundida en cavilaciones profundas.
Tener animales es estar estar preparado para verlos morir. Hay que tener eso muy claro desde el principio. Pero la constatación de un hecho no lo hace menos doloroso.
Tener perros es como tener hijos y que se te mueran delante. Seguramente, los padres lo creerán de otro modo, pero como nunca he tenido hijos, es una comparación que puedo hacer lícitamente.
A lo largo de mi vida he tenido siete perros, cada uno especial por razones particulares.
Estuvo Yeti —a quien no recuerdo, porque era muy pequeño—.
Estuvo Run el terremoto —al que calificaban de “malo” y “mordedor”—.
Estuvo Braisa la obediente —que quizás por ser medio Gran Danesa era naturalmente proclive a la disciplina germana—.
Estuvo Dancer el pizpireto —que murió ahorcado en un trágico accidente—.
Estuvo Minoka la aristocrática —que desobedecía cualquier orden sin el menor rebozo y con la mayor displicencia—.
Estuvo Cosita la impaciente —que tenía muy claro qué quería, cuándo lo quería, y cómo hacerse entender para conseguirlo—.
Y estuvo Duda, la especial.
Cada uno de mi perros tenía algo distintivo, razones particulares que lo distinguían de todos los demás. Pero de la misma forma que hay personas que, sin saber muy bien por qué, se te meten dentro, con algunos perros pasa lo mismo.
Muy probablemente sea cierto que el peor de los perros es mejor que el mejor de los hombres. Aunque sólo sea porque el peor de los perros nunca actuará con malicia, y hasta el mejor de los hombres es capaz de hacerlo.
Duda tenía las mejores virtudes de todos mis otros perros. Pero además tenía algo único, que se concentraba en la expresión de sus ojos. Algo que día a día se fue intensificando sin parar, hasta el último minuto. Cuando te miraba con aquella fijeza suya tan característica, podías sentir como si viese en el interior de tu alma. La atención con que observaba todo, su curiosidad, como si entendiese lo que veía, o pretendiese entenderlo.
La vida es una cosa rara. Simple, tal vez, pero rara. De mis tres últimas perras, la que menos sentí fue a Minoka, quizá porque además de epiléptica, siempre fue un perro frágil. A lo largo de los años, oímos tantas veces que estaba en las últimas, que de alguna forma nos acostumbramos a la inminencia de lo inevitable. Minoka pasó quince años estando en las últimas.
En cambio, Duda la intrépida, Duda puro músculo, Duda de los mil motes cariñosos, mi Duda de ojos de canica, pasó de una dinámica juventud a una cada vez más evidente decadencia en cuestión de semanas, con tan sólo diez añitos. El cáncer es una enfermedad traicionera y cruel.
Mi historia con Duda no empezó con buen pie. Me parecía que dos perros en un piso era de sobra. Además, el carácter dominante de Duda, que la hacía tener algún que otro encontronazo con Minoka y Cosita —que la rechazaron desde cachorro—, me sobresaltaba, por contraste con el actuar apacible de las otras dos. Tardé algo de tiempo en empezar a ver el resplandor que irradiaba. Y, sobre todo en los dos últimos años, al morir Minoka y Cosita y, después, quedarnos ella y yo solos en casa, descubrí que Duda era un perro tranquilo, obediente, confiable, con el que se podía hablar: se sentaba frente a ti (mejor si mientras tanto le hacías carantoñas, de las cuales nunca se cansaba, especialmente en la tripa), y te observaba con las orejas alzadas, colando aquí y allá de cuando en cuando algún gruñidito como una interjección, como una respuesta sucinta. A veces pienso que los perros son encarnaciones de la psique de sus dueños.
Después de ponerla a dormir, al volver a casa, lo que más me impactó fue el vacío casi sonoro de su ausencia. Ver las cosas de Duda que ya no pertenecían a nadie y que Duda nunca volvería a usar. Recalibrar mis costumbre porque ya no estaban determinadas por las suyas —a veces me pregunto si somos nosotros los que entrenamos a un perro o es el perro el que nos entrena a nosotros—.
Miré, también, con una extrañeza si cabe aun mayor, los cientos de volúmenes de mi biblioteca. Grandes obras del pensamiento, llenas de reflexiones profundísimas, de observaciones de una sagacidad extrema. Y ninguno, ni uno sólo, contenía aquello que yo más ansiaba, lo que ansía todo el mundo: el secreto de cómo traer de vuelta lo que fue y dejó de ser.
¿Qué es esta materia inorgánica que un día toma conciencia?
¿Está aquí sólo para saber de la pérdida —de los otros— y de la extinción —de sí propia—?
¿A qué propósito cruel sirve? ¿O para qué, si no hay propósito?
Ahora, tiempo, y olvido. No el no acordarse, sino el olvido. Ese olvido que se va escurriendo entre las oquedades de las mil nimiedades cotidianas...
Y a medida que el tiempo y el olvido vayan tejiendo su obra de naufragios y telarañas, el dolor se irá volviendo cicatriz.
Y, al final, el recuerdo apacible y, como reza la canción, “el amor es la historia detrás de todas mis cicatrices favoritas”.

  



lunes, 15 de junio de 2015

Francisco Casavella, "Lo que sé de los vampiros" - LIBRO DEL MES


 
Autor: Francisco Casavella   Título: Lo que sé de los vampiros    Año: 2008
 
Ed(s): Booket / Destino   Págs.: 565  Lugar: Barcelona
 
Valoración: JJJJJ

La prematura muerte de Francisco Casavella en 2008 nos hurtó el desarrollo de un enorme autor con una escritura extraordinaria. Pocas semanas antes, había ganado el Premio Nadal con Lo que sé de los vampiros, su última novela, una historia en la que no pasa nada y, en realidad, pasa todo. Podríamos decir que, concentrándose en unas pocas décadas, aquellas que comprenden el paso del antiguo régimen a la edad contemporánea, comprime la historia del mundo, en la que pareciera que todo es ir a peor —desde un pasado supuestamente mejor que en realidad nunca ha existido—, en que todos luchan contra todos por prevalecer; todos con los mismos vicios.


Perfecta combinación entre lo narrativo y el estilo de calidad, a nadie debe asustar su título: no encontrará un sólo vampiro de afilados colmillos en el texto. Y, sin embargo, está plagado de ellos, de los vampiros más chupópteros y terroríficos que puedan hallarse: cualquiera de nosotros. Todos nosotros. El género humano. Un vampiro no es más que un aprovechado, alguien que busca el propio beneficio a través de la dominación ajena. Alguien que encarna la realidad de cómo el hombre explota siempre al hombre, y llama progreso a correr desnortado, repitiendo aquello mismo que censura, y provocando con su acción precisamente lo que temía o pretendía evitar y sin aprender nunca nada, puesto que



«(...) no hay nada como imaginar desgracias para crear las condiciones que las hagan realidad».



En esta historia, el protagonista, Martín de Viloalle, partiendo de la muelle molicie de su existencia de hidalgo provinciano, del confuso alelamiento de quien mira con extrañeza el ir y venir de los demás, enredados en sus apariencias y contubernios destinados a carroñear las más mínimas cuotas de poder, acabará, a impulso de su temperamento inquisitivo, por emprender un viaje, más interior que físico, hacia el descubrimiento de que uno vale tanto cuanto la opinión que los demás tengan de él; hacia la constatación de que nos sustentamos sobre la desgracia ajena, no importa la causa. Y, en esa medida, se planteará, por un lado, lo ilusorio de los ideales —como formas puras de difícil aplicación en la realidad—, y, por otro, la dificultad de mantenerse leal a los mismos.

Con un excelente estilo, rico de imágenes simbólicas y metáforas —si bien el desarrollo psicológico de los personajes, exceptuado el protagonista, es más bien nulo—, Casavella reflexionará sobre cuestiones tales como el aburrimiento, la venganza o el fingimiento como fuerzas motrices, o el triunfo de la sinvergoncería y la picaresca



«(...) nadie ha hallado nunca el secreto de la inmortalidad, pero desde luego está bien clara la fuerza del tedio, de que con argucias decorativas, con mentiras heroicas, neguemos lo que es en sí mismo inevitable, nuestra condición vacía de significado, la ausencia de un destino».



la esterilidad del esfuerzo individual; la pugna razón – fe, conocimiento – superstición, ilustración – decadencia... Consigue dar credibilidad al conjunto soltando detalles muy específicos que le evitan tener que sobrecargar el texto con largas explicaciones, y echando mano del sano disparate, del cuerdo delirio ya tan tradicional de la literatura castellana que casi podría decirse que, en cierta medida, se ha vuelto consustancial a ella.

Otro tema central de la novela es la cuestión de la identidad —representada a través de la figura del gemelo y los hermanos muertos—, la meditación sobre la angustia de no saber quién se es, de vivir un vida predeterminada, que los demás han diseñado para uno. Y, así, la única decisión que Martín verdaderamente toma a lo largo de su existencia, la toma por todas las razones equivocadas: son quizás el orgullo y el escapismo los que le impulsan más que nada.

No es ajena la obra a las consideraciones sobre el valor del Arte en la interpretación y modificación del mundo, y, en este sentido, me parece muy sintomática la pasión de Martín por el dibujo, ya que el autor elige para su personaje una vocación —denominada por él sus «garbanzos del alma», es decir, aquello de lo que se nutre— consistente, precisamente, en representar el mundo, en observarlo y retratarlo, pero siempre desde una actitud más bien pasiva. Repetidas serán las veces en que el protagonista considere la contradicción entre el arte idealizado y la caricatura —exageración hasta lo grotesco, sí, pero de un rasgo real—, es decir, un arte representativo de unos valores ideales, pero también inexistentes salvo en la imaginación, y otro carente, tal vez, de valor estético y, sin embargo, con un realismo mucho más activo. Por tanto, ¿cuál es la labor del artista? ¿Ser un mero cronista de la deformidad del mundo, de lo grotesco? ¿De lo estúpida e insignificante que es la realidad sin la imaginación? Valga decir, sin la capacidad de interpretarla: tratará, por ejemplo, de los cambios que sufre la Historia a partir de la percepción/interpretación que de ella se hace en cada momento, lo que conduce a meditar sobre la posibilidad del conocimiento verdadero.

«“Ley del Vampiro”: El hombre se enmascara para no avergonzarse del mismo azar de ser hombre, de su mínima importancia, de que sólo es deudor de la nada. Por ello se traiciona a sí mismo. Bebe la sangre de los antiguos, no para alimentarse, sino para reafirmarse y reconfortarse en su idea de hombre según convenga. Y esa conveniencia hace que el hombre se vuelva vampiro. Y si el hombre no sabe a ciencia cierta de su pasado, si lo ha corrompido engañándose, ¿cómo aprenderá de sus lecciones?, ¿cómo razonará su presente?, ¿cómo aventurará su futuro? […] seguirá perdido en el Tiempo y en el Espacio. Ése es el cómico y trágico equilibrio del mundo. Días con sus noches. Hombres con sus vampiros. Lo imprevisto, inevitable».


Hay que decir que la visión del mundo que se desprende de Lo que sé de los vampiros es más bien negativa, apesadumbrada, escéptica en cuanto a la posibilidad de cambio real, pero, al mismo tiempo, en absoluto derrotista. Sin embargo, también es de destacar la notable labor de Casavella a la hora de suprimir cualquier resquicio de evaluación o enjuiciamiento de los personajes por parte de la voz narradora —lo que, aparte de teñir la obra de un moralismo irritante y trasnochado, habría cambiado en gran medida el sentido de la propuesta—.

Lo que sé de los vampiros presenta la contradicción entre el idealismo y el pragmatismo, encarnada en su protagonista y aque al que prodríamos considerar su mentor. Así, el personaje del arbitrista Welldone va a representar la imposibilidad de hacer planes —puesto que los “vampiros” siempre acaban dando al traste con ellos—, a pesar de lo cual, insiste en que debe intentarse. Por el contrario, Martín tomará una actitud, no ajena a la existencia de ideales que pudieran tener cabida en otro mundo, pero mucho más contemporizadora con las circunstancias, puesto que aplicados en este, sólo conducen al desastre. Lo que en Welldone es acción y descaro, en Martín es obnubilación y dejarse llevar; de ahí que el primero le diga más de una vez «yo soy tú, y tú nunca llegarás a ser yo».

De esta manera, Martín, así como Rosella, son figuras que progresivamente se van adueñando de su destino y que, poco o mucho, se ganan lo que tienen (respeto incluido), sin tener que darlo por sentado, como sus situaciones de partida habrían sugerido, y como sucede a muchos integrantes de su entorno.

Es de considerar si se produce en él un proceso de auténtica maduración o más bien de deterioro. Y es que desde las elucubraciones iniciales sobre la inmortalidad, la ira de Dios —vinculada aquí estrechamente con la ira del hombre— como capricho ante la bajeza y envidia por la libertad/ignorancia, la falsedad de la extraordinariedad del ser vs. el sentimiento de la fragilidad y el aislamiento por la especialidad, por la distinción frente a los otros



«La piedra sigue golpeando y la expresión del rostro de aquel deforme encogerá el corazón de Martín para siempre. Porque no sigue la expresión del tonto los hábitos que llevan del éxtasis al desengaño y al terror, sino que recibe el castigo de buen grado. El sudor ensangrentado fosforece con calidad marmórea en el crepúsculo; absorbe y genera nueva luz. Empieza el bobo a mostrar las encías descarnadas, a cada pedrada la sonrisa destella, más humana al fin que el gesto frenético de su dios»



Martín parecerá irse sumiendo en un pragmatismo cada vez más corto de miras. En cambio, un periplo de toda una vida será necesario para permitirle comprender plenamente lo que Welldone trataba de trasladarle



«—Siento la libertad, Baptiste. Y Francia es la libertad. Creo que he formado parte de un logro. Y temo por su entereza. Pero ahora solo quiero solapar ese temor y apurar el gozo del día, ciudadano, que eso también es libertad. Quizá no me ha hecho más feliz la libertad, pero me ha dado más coraje y más aplomo. Que lo que tenga que suceder, suceda...»