sábado, 15 de agosto de 2015

Pau Varela, "Pandora despierta" - EL LIBRO DEL MES



Título: Pandora despierta   Autor: Pau Varela
Editorial: El astronauta imposible   Año: 2014
Valoración: ♥♥♥♥


Pandora despierta, o la fascinante desolación del yo

Claro, primero estaría la cuestión de determinar el género al que Pandora despierta pertenece. Pero lo de los géneros es algo que nunca he sabido determinar muy bien. ¿Qué elemento(s) constituye(n) un género, o es/son indispensable(s) para considerar un libro como perteneciente al mismo? Hasta donde se me alcanza, la mayoría de las grandes obras —las que pueden servir de vara de medir para todas las demás— caen siempre bajo la elusiva etiqueta de “difícil de clasificar” o “combinación de múltiples géneros”. Además, admito desde ya mi absoluto desconocimiento del vasto dominio del género aquí en cuestión: he leído —y con gran placer en la inmensa mayoría de los casos— libros de ciencia ficción, pero no soy ni mucho menos un conocedor.

En principio, pues, Pandora despierta se encuadraría dentro de la ciencia ficción, pero ¿qué debe tener un libro para considerarse como tal? ¿Acción a raudales y una sobrecarga de datos científicos? Entonces, la novela de Pau Varela no pertenece al género. ¿Alienígenas más o menos antropomorfos y/o mundos postapocalípticos y/o ambientaciones futuristas? Entonces Pandora sí pertenece al género. Sin embargo, por lo dicho al principio, dadas mis dificultades para entender qué constituye un género literario más allá de la explotación de una fórmula, y la constatación de que las grandes obras no suelen responder en realidad a ninguna fórmula concreta, he llegado a dividir, a lo largo de los años, los libros que leo en dos grandes categorías: buenos y malos.

Dejando al margen las críticas que quepa hacer a esta dualidad platónica y, por lo mismo, probablemente simplista, ahí sí que entonces ya no me caben dudas de ningún género —léase esto con intención humorística, y que tiemble Dani Rovira—: Pandora despierta pertenece claramente al grupo de libros buenos. Muy buenos, de hecho. Y ello por varias razones.

Para empezar, a la evocadora ambientación —cada uno tiene su teoría de por qué, pero el hecho es que imaginar naves extraterrestres flotando ominosas sobre el skyline de una ciudad en ruinas sigue ejerciendo una inexplicable fascinación sobre nosotros— se suma una economía de medios que, amén de envidiable, encaja perfectamente con la psique del personaje protagonista, que además es el narrador: un estilo florido habría resultado absolutamente inverosímil; pero, a pesar de ello, la escritura del autor es de una factura exquisita, y no ajena a frecuentes frases afortunadas —como cuando compara los aviones derribados con ángeles defenestrados, p. e.—. La técnica, por emplear un término pictórico, es impresionista: la composición de lugar se consigue mediante la exposición de tres o cuatro grandes rasgos —tipo “calle desierta con coches calcinados y edificios semiderruidos”—, y en las descripciones suele recurrirse más a la explicación del impacto emocional en el protagonista que a la sucesión de adjetivos.

La gran baza de Pandora despierta es el estudio introspectivo de Óscar, un veinteañero que, si bien de entrada en algún punto nos hace temer que pueda acabar convertido en un cliché con patas —empezando por el clásico “he defraudado a papá”—, el autor diseña con notable habilidad para trasladarnos lo que podría ser entrar a la madurez después de haberlo perdido absolutamente todo. Cuando el libro se abre, Óscar, a pesar de un humor desenfadado que abarca desde el trazo grueso hasta otras observaciones más finas, vive en la desolación absoluta: a un nivel simbólico aunque siempre es muy arriesgado meterse en estos berenjenales, porque se me antoja que lo simbólico a menudo trata de fagocitar a lo real, como si lo real no pudiera ser suficientemente explícito o importante o significativo por sí mismo—, el escenario que se describe bien podría ser alguno de los círculos del infierno de Dante, y los “visitantes” una encarnación del remordimiento, una presencia permanente y amenazante pero casi invisible. La destrucción externa parece representar la interna, e incluso la escena “gástrica” de final podría representar la necesidad de procesar los acontecimientos de nuestras vidas.

Ya que esa es, en mi opinión, la auténtica virtualidad del “género catastrofista” —del que me declaro fan convencido: dame explosiones, dame caos, dame apocalipsis, y yo te lo compro—: empujar a la Humanidad al borde de la extinción siempre ha sido uno de los medios más efectivos para emprender un estudio de su naturaleza radical, una inquisición sobre lo más esencial de lo que significa ser Humano. Nada más efectivo que dar rienda suelta a ese enemigo común para desintegrar todo ese molesto revestimiento llamado, a grandes rasgos, cultura, y quedarnos sólo con el animal pequeño y asustadizo, en el fondo no tan distinto del que pintarrajeaba las paredes de las cavernas y se creía que los truenos eran obra de algún dios enfurecido.

Así pues, toda la novela puede ser leída como un viaje de instrospección, autodescubrimiento y redención —probablemente la mayor aventura que puede emprender un ser humano—; como una especie de verbalización freudiana de los traumas para poder escapar de ellos, o, mejor dicho, para poder afrontarlos. Y en esto sobresale el autor: va “coloreando” progresivamente el estilo, desde la indolente frialdad del principio, cuando nos encontramos a Óscar sumido en la mera supervivencia de la máquina humana, hasta el candor del final, casi beatífico.

Por otro lado, la imaginería religiosa y elementos “sacramentales” quedan patentes, y no son en ningún momento ocultados por el autor, que incluso llega a incluir en en el título del último capítulo del libro el término “catedral”: tenemos su peculiar e innovadora visión de la sagrada familia, o incluso de la santísima trinidad, la salvación por el amor, la tentación, la confesión, el descenso a los infiernos... Todos los elementos, en definitiva, que han venido constituyendo la Literatura desde que existe —ya están en el Gilgamesh, de hecho—.

Al tratarse de un narrador en primera persona, en tanto que tenemos acceso a las minucias de su pensamiento, no ocurre lo mismo con los demás personajes, puesto que uno sólo puede tener acceso a su actuar externo, pero no tanto a lo que piensan. Sin embargo, el autor se las ingenia para que, a partir de las impresiones que generan en Óscar, vayamos tomándoles cariño y formulando nuestro parecer sobre ellos, al tiempo que la evolución del protagonista nos hace interrogarnos sobre nuestro propio ser, que es, en definitiva, la intención de la buena literatura. Lo único que lamento es que Varela no haya sido algo más minucioso en el estudio de las emociones germinales que poco a poco se van abriendo paso en Óscar, y, sobre todo, en el desarrollo de al menos los otros dos personajes principales.


Para ir acabando, y entrando ya de lleno en el terreno puramente especulativo, creo que en este libro Varela ha sido víctima de uno de los grandes enemigos del escritor, un síndrome muy difícil de sacudirse de encima y al que cada autor reacciona de formas muy variopintas: me parece que se ha enamorado perdidamente de sus personajes, lo cual, narrativamente, resulta en este caso en una sucesión de “resurrecciones” que da cierta previsibilidad al tramo final de la obra. Sin embargo, anoto esto como mera impresión de este lector, porque si la realidad tiene el privilegio de ser tan poco realista como le plazca, no debemos imponer obligaciones más rigurosas a la ficción.