jueves, 15 de octubre de 2015

Carlos Casares, "Los muertos de aquel verano" - LIBRO DEL MES

Título: Los muertos de aquel verano      Autor: Carlos Casares    Editorial: Alfaguara
Año: 1987           Páginas: 126      Lugar: Madrid   Valoración: ♥♥♥♥♥
Los muertos de aquel verano, autotraducción de la obra del escritor gallego Carlos Casares Os mortos daquel verán, segunda pieza de una trilogía, más conceptual que narrativa, iniciada con Ilustrísima y finalizada con Deus sentado nun sillón azul, desarrolla los temas del pensamiento dogmático, el fanatismo, la violencia y la intolerancia —comunes, por otra parte, en la obra del autor—.
El primer elemento que conviene destacar es de carácter formal: la narración adopta la forma de una inquisición policial, contrastando de forma muy notable la aridez de la prosa forense con la intensa carga emocional que se trasluce, a veces tan sólo se supone, en las acciones y deposiciones de los personajes —y que no excluye momentos sanguinarios y de auténtica crueldad—. Elección que responde, por un lado, al deseo de conseguir el efecto de esa impasibilidad burocrática frente a la injusticia que precisamente se presenta en la novela, pero, por otro, es también un elemento que atiende a una característica de la narrativa del autor admitida por él mismo, a saber, la sintetización, incluso excesiva, de la materia narrativa.
Naturalmente, el verano al que se alude en el título es el de 1936 —inicio de la Guerra Civil española—, y es desde este mismo título donde empieza esa buscada y efectiva ambigüedad del texto, sin que podamos decidir exactamente si con él se alude al hecho concreto narrado o bien, en un sentido más amplio, y empleado este meramente ad exemplum, se presenta una crítica de toda la dinámica —cifrada en la inacción y el colaboracionismo— que condujo al enquistamiento del conflicto y, eventualmente, tras tres años de guerra, al triunfo final del golpe de Estado. Lo que nos conduce, a su vez, a la cuestión de si estamos o no ante un ejemplo de literatura programática; a lo que cabe responder, a mi juicio, negativamente, pues si bien resulta bastante clara la adscripción ideológica izquierdista del texto y, presumiblemente, de su autor, no lo es menos que, en lo que concierne al material narrativo, nunca tiene lugar un intercambio entre posturas ideológicas enfrentadas, ni mucho menos se produce el ensalzamiento proselitista de ninguna de ellas —a evitar todo lo cual contribuye espléndidamente el empleo del estilo narrativo antes mencionado—. Más bien, el texto responde, en todo caso, a un ideal humanista, que persigue el deseo de mostrar la deriva totalitaria y mortífera que inevitablemente tendrá lugar a partir de la implementación de cualquier orientación política basada en el desprecio y la violencia. Y a ello no empece el que en el caso concreto aquí tratado se concrete en el levantamiento falangista, porque ello responde a la mera veracidad histórica.
Así pues, Los muertos de aquel verano se estructura en diez informes que un anónimo funcionario remite a una Jefatura, a instancias de la cual investiga la actividad de una (supuesta) organización clandestina que pretende destruir, a base de rumorología, la buena consideración de una serie de (supuestamente) probos ciudadanos que, casualmente, resultan ser entusiastas del levantamiento. La cuestión social no deja de ser (re)presentada, de modo que algunos de estos ciudadanos son burgueses/empresarios, en tanto que los primeros se identifican con trabajadores, etc. Para evitar la quiebra del cuidadoso equilibrio con que el autor dispone su material narrativo presentando una escisión demasiado nítida entre clases pudientes-explotadores y trabajadores-explotados, incluye también entre estos últimos a un profesional liberal, un boticario cuya muerte —nada revelamos con esta mención, pues se encuentra en la primera página— se halla en el epicentro del conflicto de la novela: si se trató de una desgraciada e inoportuna muerte accidental —uno de los eufemismos políticos donde los haya para los regímenes totalitarios/dictatoriales— o de algo más, y, especialmente, los motivos que pudieron haber conducido a la segunda posibilidad, será el hilo argumental que Casares desarrolle con objeto de explicar el funcionamiento adulterado de una (parte de la) Administración que jugaría un papel esencial en la instauración del nuevo orden.
El empleo de este peculiar narrador, no desconocido pero sí infrecuente, tiene la virtualidad de que, a pesar de la redacción en tercera persona pretendidamente neutra, la presencia interpuesta de este funcionario sirve de filtro a los testimonios vertidos en primera persona por los interrogados, que no se citan de forma literal, sino indirecta, siendo en algunos puntos evidente la parcialidad del interrogador en la interpretación de las expresiones y palabras usadas. De hecho, algunas referencias a su propia persona —el “funcionario informante” y el “funcionario relatante”— se formulan en términos que dejan traslucir claramente la conciencia que de sí mismo tiene el susodicho como pieza activa en el tamizado de los testimonios de los declarantes.
Es interesante destacar, también desde el punto de vista formal, que en lo que atañe al tiempo de la novela —una cuestión sobre la que Casares tenía un parecer bastante crítico e indiferente, refiriéndose a él en alguna ocasión como una cuestión “subsidiaria”—, si bien todos los informes, obviamente, se refieren a hechos pasados de amplitud temporal mucho mayor —se remontan hasta catorce años atrás—, se ha producido una curiosa y sin duda deliberada alteración en el orden de presentación, que sí sigue una aparente linealidad cronológica y ocupa en torno a mes y medio; así, el quinto informe, que debería haber sido el primero, se traslada al punto central de la narración, cuando ya hemos oído hablar —¡y mucho!— del interrogado en esa ocasión, lo que contribuye a realzar su participación en los eventos expuestos, por lo demás muy señalada. Los hechos narrativos, por el contrario, no son presentados cronológicamente, sino en espiral: para empezar, se abren con el interés que sobre una muerte manifiesta cierta Jefatura; y, a partir de ahí, son comentados en sucesivas pasadas por diversos declarantes que se contradicen entre sí, y que a veces incluso corrigen sus propias declaraciones anteriores —sospechamos en algún punto que no de forma absolutamente voluntaria—. De esta manera, la unicidad de narrador no consigue extinguir la polifonía de fondo y la multiplicidad de perspectivas y opiniones, que se cifran esencialmente en dos concepciones del mundo contrapuestas a todos los niveles, tanto en lo práctico y lo social, cuanto en lo moral y metafísico.  
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