sábado, 15 de diciembre de 2018

Rosa Romá, "Lloran las cosas sobre nosotros" - LIBRO DEL MES

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Título: Lloran las cosas sobre nosotros
Autora: Rosa Romá
Editorial: Magisterio Español (col. Novelas y cuentos)
Año: 1979    Lugar: Madrid
Valoración: 5 / 5

“Solo trataba de hacerle ver la consecuencia
de una mentira. Todo es una cadena, estamos implicados
en las culpas ajenas. Nadie es enteramente inocente.”

—Rosa Romá, Lloran las cosas sobre nosotros

¿A vosotros os sonaba de algo Rosa Romá? A mí tampoco. Como suele pasar con muchas escritoras, sobre todo cuanto más atrás en el tiempo nos vamos, a menudo quedan reducidas a una nota a pie de página anecdótica, o a una mención marginal en las biografías de otros parientes masculinos. Me tropecé accidentalmente con ella cuando, al interesarme por la obra de su marido, un escritor del que hasta hace pocos meses no había oído hablar, consulté una tesis doctoral al respecto. Y ahí salió a relucir el anónimo nombre de Rosa Romá —el oxímoron es intencionado—. Tan anónimo, de hecho, que en plena era de la “electroinformación” me ha resultado virtualmente imposible —ahora el juego de palabras ha sido accidental— encontrar ni un solo dato sobre ella. Ni uno. Sólo las dos o tres pinceladas incidentales que en la biografía de su marido salen a relucir. Ni siquiera he podido averiguar si vive aún.

Por fortuna, sin embargo, existen unos lugares maravillosos llamados bibliotecas, cuyos depósitos son a menudo terreno abonado para los hallazgos afortunados. En ellos se pueden encontrar a veces tesoros olvidados pero valiosos, y en el depósito de la Biblioteca de Narón pude encontrar una copia de la novela que hoy nos ocupa, cuyo sugerente título, Lloran las cosas sobre nosotros, está sacado de un verso de Antonia Pozzi. Y en la contraportada de la primera —y, según creo, única— edición de esta obra figura una somera información sobre Romá, lo que, por contraste con la aparente inexistencia online de la autora, parece mucho.

Rosa Romá nació en Valencia, en 1940. Estudió psicología aplicada e idiomas, y fue asidua colaboradora en radio, televisión, revistas y suplementos literarios. Además participó en el programa cultural Página Diez, y fue coautora de numerosos guiones radiofónicos y televisivos —dato este que nos interesa retener, por cuanto guarda estrecha relación con la estructura de la obra que hoy reseñamos—. Es autora de una biografía sobre Ana María Matute (1971), las novelas La maraña de los cien hilos (1976) y Lloran las cosas sobre nosotros (1979), el ensayo Mujer: realidad y mito (1979), y otros títulos —no he podido averiguar a qué género pertenecen— como La ciudad de los deseos (1986), Bajo los tibios ojos de mi madre Amapola (1998), así como la novela corta Espejismos (2007). Por la pequeña presentación de Alfonso Martínez-Mena que precede a la novela que nos ocupa, sabemos que la escritora concibió varias novelas inéditas, y manifiesta aquel su extrañeza por que Romá no haya sido más prolífica en sus publicaciones. También por él sabemos que su primera novela, La maraña de los cien hilos, gozó de una acogida crítica muy favorable, a causa de la factura técnica de la obra.

Pues bien. La situación de partida de Lloran las cosas sobre nosotros es sencilla: un joven que está visitando un edificio en ruinas que recientemente ha causado una desgracia, auxilia a una anciana que sufre un desvanecimiento en las inmediaciones y que resulta tener mucha información acerca de los propietarios de aquel inmueble, una prominente familia local para la cual había trabajado muchos años. A partir de ahí, ante el interés del joven, se establece una larga conversación entre el este y la anciana, a la que posteriormente se suman otras personas.

Lo primero que llama la atención de este texto es su estructura: como saben todos los escritores —y también los lectores, que deben sufrirlo—, la prueba de fuego de cualquier novelista son los diálogos; y en esta obra, Romá toma la arriesgada decisión de eliminar al narrador, construyendo un monumental diálogo de 244 páginas y distribuido, casi teatralmente, en tres “etapas”, el cual se interrumpe por algunas breves cartas dispuestas estratégicamente, cuya técnica impecable sólo puede entenderse habiendo salido de una autora acostumbrada a escribir guiones, como ya mencionamos.

Se trata, por tanto, de una “novela dialógica” donde los participantes en esta conversación asumen al mismo tiempo el papel de narradores referenciales y fragmentarios, por así llamarlos, al dar información acerca de los diversos integrantes de la familia Durango, pero sin describir apenas sus acciones. Esto da lugar a la mejor simultaneidad que he visto en una novela, donde la acción presente, correspondiente al diálogo —en el que también los hablantes dejan entrever información acerca de sí mismos, y dan pie al lector a hacer suposiciones sobre ellos—, se superpone con las pinceladas sobre los eventos pasados que constituyen el corazón de la novela.

De ahí que varios sean los problemas a los que Romá debe enfrentarse, el primero y más importante de los cuales es: cómo construir tensión narrativa en una obra donde no existe narración per se ni nada que se parezca a la clásica “introducción-nudo-desenlace”. La autora sale triunfante de la prueba, y para lograr que su texto funcione, no sólo dosifica astutamente la información para ir creando curiosidad —el mismo marujeo que los vecinos sintieron siempre por la familia “protagonista”, si es que cabe hablar de tal término en estas páginas—, sino que es la estructura del propio diálogo la que suplanta la estructura de la narración. Y así, la conversación con Mercedes, correspondiente a la segunda etapa, sirve de sustrato teórico-ideológico al material “narrativo” expuesto en la etapa anterior. Con todo ello, Rosa Romá consigue una reproducción perfecta del funcionamiento de la rumorología, como un puzle fragmentario, donde la renuencia a hablar de alguno de los personajes cimenta la curiosidad del lector, al dejar pasar mucho rato entre que hace una deducción y que esta se confirma o se desmiente, invitándole a seguir adelante en la lectura para ver si ha acertado o no en sus conclusiones.

Esta eliminación del narrador tradicional permite a la escritora mantenerse en un terreno de “ecuanimidad autorial” y no deslizar ni el más mínimo asomo de enjuiciamiento o valoración de los personajes, sino que son los propios dialogantes quienes expresan su visión subjetiva y parcial —uno de los temas centrales de la obra es la confrontación entre opinión y verdad—, que se completa o varía tanto por la interacción de los diversos hablantes como a través de las reformulaciones que la memoria opera a lo largo del tiempo, por las sucesivas cábalas que se han hecho. Unos personajes le enmiendan la plana a otros, y alteran la impresión que sobre ellos —y sobre el objeto de su conversación— tenemos.

Es cierto que un tono de cierto ateísmo/antireligiosidad y antifranquismo sobrevuela la historia, pero en general no se hacen valoraciones en el texto, como ya dije, lo que constituye una de sus mayores novedades y virtudes. No obstante, el lenguaje empleado permite a veces entrever opiniones que, con todo, no pueden ser adscritas a la autora necesariamente, ya que un mismo tema es formulado varias veces con ambivalencia, sino a los personajes hábilmente diseñados: se denomina “sublevación” al golpe de estado del 36, o cuando la anciana expresa con sorna:

“(…) los padres de don Luis tan educados y tan liberales, no querían saber nada con los curas, luego sí, luego hasta se pusieron santos y crucifijos por toda la casa, y todos eran devotos y rezadores, ya ve usted, no hay nada como pasarlo mal para aprender a bailar al son que a uno le tocan.”

Sin embargo no es por ahí por donde van los tiros de la escritora: el tema que verdaderamente preocupa a Romá en Lloran las cosas sobre nosotros es la ruptura del diálogo intergeneracional, con observaciones que podrían haber sido hechas ayer mismo y tendrían tanta vigencia como tenían en 1979. El choque intergeneracional se representa, en primer lugar, a través de los diversos registros lingüísticos que se recogen en el texto, que en algún momento incluso dan lugar a dificultades de comprensión, ya por su coloquialidad, ya por su cultismo.

Pero la premisa sobre la que pivota toda la obra es la prerrogativa de los hijos para enjuiciar los actos de los padres, y la incapacidad para establecer un diálogo fructífero para todos los participantes, encastillados, tanto los más jóvenes como los más ancianos, en sus posiciones, a pesar de que “dialogar no es imponer nada”, como afirma uno de los personajes. A partir de la conversación particular se entabla una reflexión de alcance general sobre este tema:

“Eso es lo que nunca he comprendido de ustedes. Piensan que el silencio, esconder la verdad, es un remedio para conservarnos inocentes, para que seamos felices, y lo único que consiguen es alejarnos más, hacer insalvable esa barrera que nos separa.”

En relación con este asunto central, se irá dibujando un tapiz de tres sociedades distintas, tres generaciones —la que vivió la guerra y las dos posteriores— que se superponen en un mismo punto del tiempo —el fin del franquismo y el inicio de la transición, que coinciden con el momento de composición de la obra—, y que dan lugar a la contraposición entre tres formas distintas de entender el mundo: temas como la hipocresía, la confrontación entre reflexión y acción, la esterilidad de las revoluciones “de salón” frente a la tozudez de la realidad, las confrontación con las nuevas visiones de las relaciones familiares, las apariencias, las relaciones conyugales o afectivas, la homosexualidad, la contravención de las propias ideas para obtener un beneficio, la explotación, la sinvergoncería de quienes se presentan rectos ante la sociedad pero actúan cuestionablemente por detrás para enriquecerse, la discriminación educativa de las mujeres, las consecuencias funestas de la presión y las expectativas sobre los hijos, la pérdida del idealismo que enseña a no ver la realidad como un oposición de blanco y negro, el riesgo del cambio por el cambio, sin un contrapeso que lo equilibre…

“Comprendo bien lo que vosotros queréis, aunque la juventud exige demasiado, la juventud es tajante, cáustica con sus mayores, y no los aceptan, claro, de eso a la destrucción no hay más que un paso.”

En resumidas cuentas, un texto de un virtuosismo técnico-formal, pero de fondo también muy relevante y bien pensado cuyo olvido no puede más que lamentarse en un mercado editorial donde a menudo se mantienen a flote, incluso con ventas masivas, títulos que probablemente ni siquiera deberían haberse publicado en primer término.


viernes, 30 de noviembre de 2018

Karine Lambert, "El edifico de las mujeres que renunciaron a los hombres" - RESEÑA EXTRA DE NOVIEMBRE


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Título: El edificio de las mujeres
que renunciaron a los hombres
Autora: Karine Lambert
Editorial: Reservoir Books    Año: 2014
Valoración: 3 / 5

La fotógrafa belga Karine Lambert (1958) se lanzó en 2014 al ruedo literario con El edificio de las mujeres que renunciaron a los hombres, una fábula amable que plantea una importante cuestión de fondo —¿puede/debe una mujer renunciar al amor?—, pero en la que se habría agradecido mayor desarrollo: la redacción un tanto “adolescente” empaña la profundidad de un tema verdaderamente interesante.

En lo que sí triunfa Lambert es en el aspecto plástico, logrando meternos fácilmente en situación —creo que nunca había puesto rostro tan rápido a los personajes de un libro—: en un antiguo edificio parisino que personalmente me gustó imaginar con cierta decadencia elegante, viven la propietaria, una vieja gloria de la danza bastante excéntrica y que tiene vetada la entrada de hombres en el inmueble, y Rosalie, Simone y Giuseppina, supervivientes de experiencias amorosas y vitales desastrosas culpa de los hombres. A ese lugar llega un día una mujer mucho más joven —como detalle chusco llamada Juliette, claro—… y con ellá llegó el escándalo.

Así pues, el problema que Lambert nos plantea, a través de una variada casuística —una seductora exitosa que nunca quiso comprometerse, un matrimonio fracasado, el peso de una sociedad férreamente machista, la traición amorosa, el abandono infantil…— es: ¿debemos por amor a nosotros mismos renunciar al amor romántico? Y, más exactamente, ¿a qué estamos renunciando cuando hablamos de “amor romántico”? Como las habitantes veteranas explican a la novata,

“No se reemplaza el amor por otra cosa. Se reemplazan las ilusiones, la espera, las turbulencias, la dependencia, las decepciones, las terapias de pareja, la nada, por cosas agradables, que están al alcance de la mano, y que no desaparecerán a la primera ventada, al brotar la savia, en primavera.”

Para muchas mujeres, incluso a día de hoy, eso que la sociedad describe —¡y prescribe!— como “amor” puede ser un trago amargo que entraña múltiples renuncias y habría que ver si suficientes compensaciones. En concreto, Rosalie, Simone y Giuseppina hablan de que no han renunciado al verdadero amor, sino

“-(…) a la esperanza loca de vivirlo.
-A las montañas rusas.
-A la poligamia.
-A querer acercar el polo norte y el polo sur.
-Al bricolaje cotidiano, a volver a pegar mil veces los pedazos.
-A perder el juicio cuando descubres que el otro no es quien aparentaba ser.
-A diluirse, contorsionarse y cortarse las alas para gustar.
-A dejarse tomar el pelo por un caricia o una palabra tierna.
-A volverse patética.
-A perder la cabeza y estar enganchada a una relación tóxica.”

El concepto de “amor” que maneja la autora y verbaliza a través de sus personajes es un concepto de amor con lo bueno y lo malo entrelazados, bastante “clásico” —en realidad, el heredado del Romanticismo—, y donde esto último expone a la amante a grandes riesgos y pérdidas derivadas de que las partes buenas de ese amor la coloca en una situación de exposición que puede ser fácilmente usada en su contra y que, en definitiva, acaba volviéndose mala ella misma.  “En el amor no te puedes proteger”, concluyen. En la relación amorosa es fácil acabar “hibridado” con el ser amado de forma casi insoluble, hasta que uno —una— termina perdiéndose a sí mismo.

“(…) tiene la férrea convicción de que tan solo se ama una vez de verdad, con locura y con el corazón en la mano. Que una segunda vez estaría llena de reservas, de miedos y de protecciones. ¿Demasiado cerca? ¿Demasiado lejos? Ni siquiera existe un metro de costurera para calcular la distancia adecuada con el ser amado.”

Sin embargo, no todo es tan ominoso en esta novela de lectura fluidísima y sencilla: esa reflexión sobre el amor se presenta envuelta en una fábula naïve y amable con algún puntillo de comedia fantasiosa al estilo Amelie que tanto predicamento ha tenido en las letras y el cine franceses en las últimas ya casi dos décadas.  Y, por otra parte, no todo se va en culpar a los hombres de las desdichas románticas femeninas. También apunta Lambert otras cuestiones importantes como el error de las expectativas y de los conceptos o clichés heredados por diversas vías:

“Imagina que esa montadora de películas con una blusa escotada de color naranja intenso, la melena al viento y subida a unos zancos se sabe de memoria todas las escenas de encuentros con éxito. Él jamás estará a la altura de su cine interior.”

Como punto final, antes de cerrar esta sucinta reseña, conviene también resaltar alguna de las fallas que al menos este lector ha apreciado en el texto: aparte de la ya apuntada excesiva ligereza en el tratamiento temático —el material narrativo es muy básico—, hay también un instante que saca bastante de la lectura cuando la autora rompe una de las leyes de su propia obra, que en todo momento se narra desde la perspectiva de las habitantes del edificio misándrico, y asume la perspectiva de los personajes masculinos por dos veces, dando entonces la impresión de que ello responde más a cuestiones programáticas que a decisiones narrativas. Y, por último, sin ánimo de hacer spoilers, estimo que la conclusión del libro es excesivamente complaciente.

En definitiva, pues, una obra que se deja leer y que entretiene sin pretensiones pero en la que se echa en falta un tratamiento más agudo y profundo sobre un tema que bien tratado resultaría verdaderamente atractivo. Como algún crítico o medio resalta en una de las frases —incomprensiblemente encomiásticas— que acompañan al libro en solapas y contraportada, la mayor virtud de esta historia es hacer reflexionar sobre si después de un desengaño y de, como dice Juliette, descansar, reponerse y cobrar fuerzas, se tiraría uno de nuevo a la piscina o bien preferiría distanciarse definitivamente de aquello que le hizo tanto daño. Este lector tiene clara su respuesta… pero eso, como suele decirse, es otra historia ;)

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jueves, 15 de noviembre de 2018

Teresa Cameselle, "Quimera" - LIBRO DEL MES


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Título: Quimera    Autora: Teresa Cameselle
Editorial: Vergara    Año: 2015
Valoración: 5 / 5

Como los del Señor, también los caminos empresariales son inescrutables y llenos de decisiones absurdas en cuyo acierto hemos de creer como dogma de fe. Las absorciones empresariales raramente se pueden llevar a la práctica sin trauma, por lo que es de lamentar que el título que hoy traigo para reseñar ya no esté disponible en papel por descatalogación del editor, a pesar de llevar poco más de dos años circulando. Quizás si las editoriales no inundasen el mercado con títulos estúpidos, los títulos que lo merecen podrían permanecer en él, ganando una visibilidad que sólo el maremágnum de nuevas publicaciones evita que tengan. Esperemos que muy pronto podamos contar con otra edición, en este u otro sello. Por el momento, sin embargo, los interesados tendrán que consultar en la biblioteca más cercana, tratar de conseguirlo de segunda mano o bien leerlo en digital.

En fin. Dejemos a un lado las diatribas y centrémonos ahora en Quimera, de Teresa Cameselle (Mugardos, 1968), una novela que llegó al mercado en 2015 de la mano de Vergara y precedida por el V Premio homónimo. Desde su debut en 2006 con el premiado relato “El fondo del pozo”, la autora gallega ha consolidado una trayectoria avalada por cinco novelas largas —incluyendo la trilogía Viaje a Bankara— que aumentarán a seis con la aparición el próximo enero de Como el viento de otoño —ya disponible en formato electrónico—, así como otras tantas novelas cortas.

La fusión, cuando se lleva a cabo con pericia, suele dar lugar a resultados sorprendentes y novedosos —para bien, quiero decir—, y a Cameselle se le ocurrió en Quimera mezclar nada menos que elementos de la literatura romántica con un complot anarquista en el Madrid de 1894, con improbables espías que acaban viviendo una historia de amor más improbable si cabe.

Jorge Novoa —que, estilo spin-off, proviene de la anterior novela breve Falsas ilusiones—, encantador truhan y señor, y Mariana Montalbán, una [ya no tan] joven decidida y emprendedora, confluyen por la acción de elementos externos que les empujan y, quizás porque íntimamente se reconocen en el desvalimiento del otro, establecen una relación donde lo más delicioso son sus chispeantes intercambios dialógicos, administrados con habilidad por Cameselle, plagados de dobles sentidos y juegos de palabras, llegando incluso a una escena memorable donde inventan un Whatsapp avant la lettre a base de intercambiar notitas.

Arropados por una interesante y bien delineada galería de secundarios —entre los que hasta la mismísima reina gobernadora hace acto de presencia— Jorge y Mariana, dos caracteres plenamente creíbles a pesar de lo inusuales, van a tener que exponerse a romper no solo los convencionalismos sociales, sino sus propias cautelas y temores, y decidir si merece la pena dejarse arrastrar a la boca del lobo cuando uno no tiene gran cosa que perder y tal vez mucho que ganar.

Con una notable economía de medios —las descripciones, por ejemplo, dentro de su eficiencia están adelgazadas a lo imprescindible para hacer las necesarias composiciones de lugar sin entorpecer la narración—, Cameselle nos permite conocer a los personajes más al verles (inter)actuar —y, sobre todo, hablar— que por lo que nos explica sobre ellos. De esta forma, consigue una historia que avanza en todo momento con ritmo constante, sin acelerones ni frenadas, pero sin que falten los momentos de tensión ni los de pasión. Un velo sutil de melancolía destila toda la peripecia: a pesar del oropel aparente, bien podría decirse que esta novela es una historia de perdedores, y no solo me refiero a sus protagonistas, sino a todo el fresco que la escritora compone.

Además de por la pulcritud estilística, Quimera destaca también por el cuidadoso trabajo de documentación llevado a cabo por Cameselle para dotar de rigor no solo a los hechos históricos, sino también a todos los elementos del “decorado”, como calles, edificios, armas, vehículos… e incluso moda.

Sin que haya encontrado pegas dignas de mención, me parece que se trata de una aventura muy disfrutable de lectura amena y ágil que lleva al lector por las calles y salones de un Madrid donde la apariencia polvorienta, encorsetada y aburrida oculta un corazón soterrado que palpita de vida.


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miércoles, 31 de octubre de 2018

Gonzalo Torrente Ballester, "La novela de Pepe Ansúrez" - RESEÑA EXTRA DE OCTUBRE

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Título: La novela de Pepe Ansúrez    Autor: Gonzalo Torrente Ballester
Año de publicación: 1994    Editorial original: Planeta
Valoración: 3/4


El novelista ferrolano Gonzalo Torrente Ballester fue de esos autores que escriben incansablemente hasta el último día. Para cuando logró superar el ostracismo a que su obra venía siendo sometida y le llegó el éxito de público durante los años ochenta —gracias en buena medida a la adaptación televisiva de una de sus creaciones, la saga Los gozos y las sombras, y la concesión con Filomeno, a mi pesar del Premio Planeta—, podemos decir que su obra ya estaba cerrada: acumulaba a sus espaldas docena y media de novelas que gozaban del beneplácito de la crítica, media docena de obras teatrales, dos manuales de literatura de referencia —entre otros ensayos—, una amplia obra periodística…

Sin embargo, disfrutando de esa curiosa posición que otorga el sobrevivirse a uno mismo, en su última década de vida Torrente, lejos de apoltronarse, conoció una sorprendente segunda juventud, casi un auténtico fervor creativo, publicando nada menos que otras ocho novelas en diez años. Es cierto que se percibe con claridad en su novelística de vejez que ya no tenía fuerzas para ejecutar aquellos prodigios arquitectónicos e ideológicos como La saga/fuga de J.B., cosa que tampoco es de sorprender, puesto que estamos hablando de un sector de su producción creado entre los setenta y nueve y los ochenta y nueve años. Sin embargo, el autor gallego seguía conservando muchos de los rasgos característicos de sus creaciones anteriores, pero más que ningún otro la gracia en el contar: todas esas obras tienen en común la naturalidad con que el discurso fluye, salpimentado con el ácido humor que le era propio.

La mayoría de novelas tienen partes más narrativas, donde la acción avanza, y otras donde el autor permite que sus personajes o la voz narrativa se detengan algo más en la reflexión. Pero en el caso de Torrente Ballester no es así, pues uno y otro aspecto se funden, a través de su peculiar uso del lenguaje transido de esa singular gama de la ironía que en las tierras gallegas se denomina retranca, dando lugar a una terrible profundidad de idea expresada con un permanente tono de humorismo escéptico.

Haría falta, para hablar de su literatura, densa, no sólo la extensión de un tratado, sino echar mano de una Historia Universal, un Compendio de Literatura y, sobre todo, una Historia de la Filosofía, puesto que sus libros engloban la realidad tal cual es, es decir, en su forma de no ser, dependiente de la percepción del ente observante, inaprehensible, difusa, y, peor aún, cambiante incluso para él mismo.
Torrente puede y debe ser considerado como un novelista filosófico, autor de una literatura de tipo crítico o indicativo que, en este caso, con La novela de Pepe Ansúrez (Premio Azorín, 1994), compone un tratadillo sobre el arte de escribir novelas, desde el planteamiento del germen hasta las vicisitudes de la edición o publicación —cuyos cambios a lo largo del tiempo Torrente, que vivió más de cincuenta años en ese mercado, conocía bien—, pasando por las múltiples decisiones durante la composición, influidas a veces por el peso del entorno del escritor.

Como en casi toda la producción del gallego, el protagonista es un mindundi rodeado de otros mindundis en una ciudad pequeña —sólo sabemos expresamente que no es Ferrol, podría ser cualquier capital de provincia con zona militar—, poeta local reconocido que anuncia que va a escribir su primera novela, y rival del prosista oficial de la villa, a través de quien se introduce el asunto de la esterilidad de la teoría literaria “en exceso” —ya que, aunque da muchas vueltas al asunto, nunca llega a ser capaz de escribir ni la primera frase—. Esto da lugar a múltiples suspicacias entre sus conciudadanos, que especulan sobre cuál será el asunto o materia de la obra y, sobre todo, si ellos saldrán o no retratados —algo que dan por sentado—, y si serán víctimas de escarnio. En este sentido, es gracioso pensar que la novela que Ansúrez se propone escribir podría ser La boda de Chon Recalde que, de hecho, fue la siguiente obra de Torrente.

Hace poco una escritora compañera del club de lectura al que asisto mencionaba que esta es una parte de la novelística torrentiana que está envejeciendo mal, que se nota, por sus modelos y lenguaje, anticuada. En 1994 el mundo que refleja no estaba tan alejado —datos como la introducción en la Caja de las primeras computadoras nos hacen deducir que la acción transcurre entre fines de los años setenta y principios de los ochenta, aproximadamente—. Sin embargo, poco más de veinte años después lo narrado aquí suena extrañamente ajeno, antediluviano, por ejemplo en la representación de “la querida” y la moral sexual que se refleja en la relación entre Elisa y Leónidas, que parece más propia del cine de los años sesenta que del momento que realmente describe.

En este caso concreto, sin embargo, da la impresión de que fue un aspecto forzado por el escritor, ya que ese ambiente y estilo efectivamente trasnochados sirven al autor para incidir sobre el asunto de la vanidad literaria —los modelos ideales del tal Ansúrez son nada menos que Campoamor y Zorrilla— y la esterilidad de sus enemistades, con un lenguaje cómicamente envarado, un poco actuarial, y situaciones ridículas.

Podríamos definir La novela de Pepe Ansúrez como una comedia de enredos donde  la vida y la ficción se van entrelazando o superponiendo, con un punto fantasioso en el que todos los personajes se comportan como personajes novelescos y con conciencia de ello, por lo cual también resultan un poco absurdos, lo cual da pie a Torrente para apuntar el tema del impacto del Arte en la vida.

“—En la novela se contará mi matrimonio.
—Es lo que quiero evitar, el ridículo de ese tipejo que va a ser tu marido. ¿Cómo va a contar el matrimonio después de haber contado mi aventura contigo?
—Precisamente por eso. ¿No quieres ser el malo de la historia?
—Lo puedo ser de muchos modos, sin que ninguno de ellos exija el matrimonio. ¿No te das cuenta de que, contando el matrimonio, me dejáis en ridículo? Porque, lógicamente, yo tengo que oponerme.”

A pesar de la habitual profusión de personajes, hay pocos principales. Para meter toda una ciudad en una novela bastan ejemplos significativos, no es necesario incluir a cada uno de sus habitantes, por eso con economía y eficiencia Torrente consigue en La novela de Pepe Ansúrez que nos hagamos una imagen perfectamente determinada de la capital de provincias donde transcurre. Además, encierra en estas ciento sesenta páginas varios tipos de novela, siempre en un tono burlesco, como la novela romántica —entre Aurita y Perico—, la novela erótica —entre Elisa y Leónidas—, o la comedia —en la propia novela en sí—.

Hay que decir que en esta novela breve el autor apunta más que desarrolla elementos de crítica. Algunos de ellos son: la vanidad de los artistas y la rivalidad entre ellos; el influjo de la opinión ajena sobre la propia valoración; la libertad creativa del artista; las dificultades y disyuntivas de la creación literaria… Todo ello, por supuesto, marcado con el sello de la socarronería habitual en Torrente.

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lunes, 15 de octubre de 2018

Gonzalo Torrente Ballester, "La boda de Chon Recalde" - LIBRO DEL MES


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Título: La boda de Chon Recalde    Autor: Gonzalo Torrente Ballester
Año de publicación: 1995    Editorial original: Planeta
Valoración: 3/5


El novelista ferrolano Gonzalo Torrente Ballester fue de esos autores que escriben incansablemente hasta el último día. Para cuando logró superar el ostracismo a que su obra venía siendo sometida y le llegó el éxito de público durante los años ochenta —gracias en buena medida a la adaptación televisiva de una de sus creaciones, la saga Los gozos y las sombras, y la concesión con Filomeno, a mi pesar del Premio Planeta—, podemos decir que su obra ya estaba cerrada: acumulaba a sus espaldas docena y media de novelas que gozaban del beneplácito de la crítica, media docena de obras teatrales, dos manuales de literatura de referencia —entre otros ensayos—, una amplia obra periodística…

Sin embargo, disfrutando de esa curiosa posición que otorga el sobrevivirse a uno mismo, en su última década de vida Torrente, lejos de apoltronarse, conoció una sorprendente segunda juventud, casi un auténtico fervor creativo, publicando nada menos que otras ocho novelas en diez años. Es cierto que se percibe con claridad en su novelística de vejez que ya no tenía fuerzas para ejecutar aquellos prodigios arquitectónicos e ideológicos como La saga/fuga de J.B., cosa que tampoco es de sorprender, puesto que estamos hablando de un sector de su producción creado entre los setenta y nueve y los ochenta y nueve años. Sin embargo, el autor gallego seguía conservando muchos de los rasgos característicos de sus creaciones anteriores, pero más que ningún otro la gracia en el contar: todas esas obras tienen en común la naturalidad con que el discurso fluye, salpimentado con el ácido humor que le era propio.

La mayoría de novelas tienen partes más narrativas, donde la acción avanza, y otras donde el autor permite que sus personajes o la voz narrativa se detengan algo más en la reflexión. Pero en el caso de Torrente Ballester no es así, pues uno y otro aspecto se funden, a través de su peculiar uso del lenguaje transido de esa singular gama de la ironía que en las tierras gallegas se denomina retranca, dando lugar a una terrible profundidad de idea expresada con un permanente tono de humorismo escéptico.

Haría falta, para hablar de su literatura, densa, no sólo la extensión de un tratado, sino echar mano de una Historia Universal, un Compendio de Literatura y, sobre todo, una Historia de la Filosofía, puesto que sus libros engloban la realidad tal cual es, es decir, en su forma de no ser, dependiente de la percepción del ente observante, inaprehensible, difusa, y, peor aún, cambiante incluso para él mismo.

Torrente puede y debe ser considerado como un novelista filosófico, autor de una literatura de tipo crítico o indicativo que, en este caso, al tiempo que reproduce rasgos de la idiosincrasia de su Ferrol natal —algunos trazos del habla local, la consideración casi aristocrática de los militares, lugares de referencia…— que, si bien hoy día muy diluidos, estaban aún en plena pujanza en los años de la Segunda Gran Guerra, cuando la novela se ambienta, en La boda de Chon Recalde ejecuta sobre todo una censura de las injusticias que pueden acarrear la murmuración y la maledicencia.

Como en casi toda la novelística final de Torrente, en esta novela de 1995 —la antepenúltima que escribió—, la acción de la obra es sencilla: las hermanas Recalde, Cristina y Chon, hijas de un militar de renombre fusilado, regresan a su villa natal tras muchos años de ausencia con el objetivo de situar a la más joven en la vida —léase, casarla—. Allí confluirán, como es común en la narrativa torrentiana, con una profusión de personajes que las recibe inicialmente con reticencia embadurnada de agasajo, pero en los que enseguida se ponen de manifiesto las fisuras que resquebrajan incluso la aparente cortesía del grupo más civilizado, rompiendo ese todo unitario al que llamamos sociedad.

Ya dije que en estas novelas finales de Torrente lo que se conserva sobre todo es el oficio de escritor, el gusto por narrar sin mayores pretensiones, sin que encontremos la proposición de una premisa cuyo desarrollo constituye el eje vertebrador de la obra, tal como era rasgo constitutivo de la producción anterior del gallego. Incluso se percibe con claridad una progresiva desaparición del incisivo sentido del humor a medida que el autor se aproximaba al final de su producción y de su vida.

De esta manera, lo que encontramos en La boda de Chon Recalde es casi un cuadro costumbrista más que otra cosa, aunque narrado con fluidez de discurso y planteado en términos universales suficientes como para que la obra exceda el mero interés localista que en los lectores coterráneos pueda suscitar.

El pragmatismo de las hermanas Recalde —casi podríamos afirmar que la premisa esencial de la obra es la utilidad de ser práctico frente a los cotilleos y la acción ajena, el “hacer oídos sordos”—, que trabajan para ganarse la vida persiguiendo un objetivo concreto, destaca contra el formulismo malicioso de la sociedad que las rodea, y es de resaltar que la totalidad de la acción de la obra recae sobre los personajes femeninos: las mujeres dirigen y disponen, en tanto que los hombres se limitan a ser receptores pasivos de esa acción, a lo sumo consejeros.

Este aspecto es de resaltar en un autor cuya construcción de personajes femeninos ha sido tildada a veces de machista, siendo que en su obra los hombres, sobre todo los protagonistas, suelen aparecer retratados como unos mindundis, unos peleles que sufren los vaivenes de los demás sin poder oponer más que su capacidad de estoicismo, en tanto que a menudo las mujeres se representan como proactivas, cultas, viajeras, independientes —aunque sea a menudo en papeles socialmente arquetípicos, como madre, hija o esposa— … y sí, también como femmes fatales, poco o nada interesadas en el matrimonio y que ven a los hombres, más que como un objetivo deseable, como un estorbo que es preciso soportar.

No hay un destacable estudio de la psique de los personajes, si bien hay que decir que más que una falla particular de esta novela, se trata de un rasgo general de la obra torrentiana, donde el interés se desplaza más al desarrollo de una premisa y la composición de un cuadro a menudo delirante para su plasmación, con el retrato de los efectos de la situación en la acción de unos personajes dados.

Las pegas vienen precisamente por la parte del agotamiento autorial: hay algunas decisiones narrativas, fundamentalmente la precipitada salida de escena de Cristina, que sólo pueden entenderse vistas a la luz del esfuerzo que supone para cualquiera, y más para un escritor de ochenta y cinco años, sostener durante más de doscientas páginas la acción de una novela con al menos una docena de personajes principales.

La obra, no obstante, como todas las del último Torrente, se lee con auténtica delicia, convirtiéndolas en una lectura amable y fácilmente digerible que sirve para completar y extender la comprensión de sus otras grandes novelas.

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sábado, 15 de septiembre de 2018

Sor Juana Inés de la Cruz, Obra poética y prosa - LIBRO DEL MES

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SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ

Obra poética
Carta Atenagórica
Carta de Monterrey
Respuesta a Sor Filotea

5/5


Uno de los terrenos “profesionales” donde tradicionalmente ha existido más presencia femenina es el de la Literatura. Dentro del barroco novohispánico, la figura casi anónima en cuanto a datos biográficos de sor Juana Inés de la Cruz destaca por su proyección en su época, su éxito “editorial” ya en vida y, sobre todo, por su enorme calidad literaria e intelectual. Más de uno serán los motivos que permitan entender la aparición de la autora, pero es indudable que la decidida fundación de universidades del imperio hispánico contribuyó a que la pujante vida cultural de Nueva España —hoy Méjico— permitiese el surgimiento de una figura como la de sor Juana, impensable —y, de hecho, inexistente— en otros ámbitos geográficos.

Poco, apenas nada, es lo que conocemos de la vida de esta monja jerónima. Nacida en 1651 o tal vez 1649 de padres adúlteros pero de cierto rango, accedió en su adolescencia a la corte virreinal como dama de la virreina, de donde posteriormente, rechazando la idea del matrimonio —que sin duda le habría impedido incluso la muy mermada libertad que las constricciones de la vida religiosa le permitieron—, intentó profesar primero con las carmelitas y, casi de inmediato, con los mucho menos rigurosos jerónimos.

A juzgar por su obra, sor Juana no carecía de sentimiento religioso; sin embargo, era plenamente consciente de que el factor determinante en su toma de hábitos fue que la vida conventual era la única salida razonable para que una mujer soltera pudiese mantener tanto su autonomía personal e intelectual como su estatus. Así nos lo hace saber en la Respuesta a Sor Filotea, uno de sus textos fundamentales:

“Entréme religiosa, porque aunque conocía que tenía el estado cosas (de las accesorias hablo, no de las formales) muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir en materia de la seguridad que deseaba de mi salvación; a cuyo primer respecto (como al fin más importante) cedieron y sujetaron la cerviz todas las impertinencillas de mi genio, que eran de querer vivir sola; de no querer tener ocupación obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros”.

Ávida lectora desde edad tempranísima, para cuando accede a la corte con dieciséis o diecisiete años lo hace casi precedida por su fama, con conocimientos y memoria de vastedad tales que hasta intelectuales reputados se reunían para “examinarla” asombrados por su saber.  Se sabe que fue autora de una extensa correspondencia —buena parte de la cual o se ha perdido, o no está localizada—, así como ensayista, matemática, música… pero el terreno que le ha granjeado fama duradera —así como mayores quebraderos de cabeza en vida— es el de la Poesía, donde un par de centenares de piezas la convierten en una autora considerablemente prolífica.

Hábil versificadora, destaca por la fluidez, el dominio lingüístico, el racionalismo que impregna toda su labor creativa, formalmente por su querencia por el soneto y el romance y, estilísticamente, por una singular preferencia por el quiasmo, como podemos ver en este cuarteto:

“Al que ingrato me deja, busco amante;
al que amante me sigue, dejo ingrata;
constante adoro a quien mi amor maltrata;
maltrato a quien mi amor busca constante”.

Asimismo, es curioso que la amplia mayoría de la obra poética de sor Juana se caracterice por tratar de materias profanas, lo que unido a la intransigencia y ortodoxia de la sociedad coetánea, y a diversas inquinas personales, pudo determinar los constantes ataques de que fue objeto, casi a partes iguales con las descomunales alabanzas, que la propia autora veía con prudente desconfianza, pero probablemente también con un punto de comprensible orgullo.

Es importante no caer en la tentación de hacer de sor Juana un personaje más moderno de lo que es, ni mucho menos una feminista avant la lettre: de hecho, teológica e ideológicamente puede considerarse a la autora bastante conservadora. Así, cuando en la Carta atenagórica responde al sermón del padre Vieyra, lo hace en defensa nada menos que de Agustín de Hipona, Tomás de Aquino y Juan Crisóstomo; ni son raras en sus líneas invectivas contra Lutero. E incluso cuando va a buscar ejemplos de mujeres instruidas que justifiquen su labor intelectual, recurre abundantemente a las Escrituras, como se ve en la Respuesta. También en otras materias, como la astronomía o la medicina, encontramos esta ortodoxia.

Igualmente tentador podría ser olvidar el carácter eminentemente artificioso, formulista y estereotipado del arte barroco y suponer, a partir de sus versos, un trasfondo autobiográfico casi con total seguridad inexistente, o sólo muy remoto. Con ello es muy posible que perdiésemos de vista alguno de los elementos más novedosos de la poesía de sor Juana, como su insistencia en la aplicación del racionalismo (estilísticamente recurriendo a menudo a lenguaje de tipo judicial) a las disputas o dudas amorosas, imponiendo casi siempre la razón sobre el gusto.

Lo que sí es cierto es que el uso recurrente de ciertos alias (especialmente Fabio), permite hacer una lectura “narrativa” entretenida e interesante de un ciclo de los poemas de amor/desamor. Aparte de estos, temáticamente lo que encontramos en su obra son, de una parte, los muy abundantes poemas de circunstancias y, de otra, los asuntos filosófico-morales habituales del barroco: la vanidad, el honor, los celos —curioso lo mucho que habla la autora de ellos—, las contradicciones del mundo y de la gente… con una llamativa escasez de poesía religiosa.

Posición muy destacada, sin embargo, la ocupa El Sueño, un poema compuesto por casi un millar de versos, en estilo deliberadamente gongorino, con un lenguaje inundado por auténticas cataratas de hipérbatos, referencias mitológicas, digresiones, amplificaciones… Según su autora, esta fue la única pieza poética que escribió por gusto, debiéndose todas las demás al mandato. La ausencia de fechas de composición de toda su obra hace imposible calcular la veracidad de las palabras de sor Juana.

La sencillez de la premisa de El sueño es inversamente proporcional a la densidad de su estilo: tras haber comido, un sopor sobreviene a la voz lírica, que se imagina observando todo cuanto existe en derredor desde la enorme altura de una pirámide o monte; allí, se plantea la cuestión de la imposibilidad del conocimiento humano total, tanto por vía inductiva como deductiva, en un caso por la vastedad excesiva de lo contemplado, y en otro por el detalle abrumador. La elección de un asunto tan árido como la epistemología, con repaso de los conocimientos sobre fisiología, botánica, etc., de la autora da fe de su defensa a ultranza del conocimiento y el racionalismo; pero quizás lo más llamativo sea que la voz que emplea para llevar a cabo ese hercúleo esfuerzo es femenina —como queda claro en el último verso del poema—, no perdiendo nunca sor Juana la posibilidad de reivindicar las capacidades intelectuales de la mujer.

miércoles, 15 de agosto de 2018

Boris Izaguirre, "1965" - LIBRO DEL MES


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Título: 1965    Autor: Boris Izaguirre    Año: 2002
Editorial: Espasa    Valoración: /5


“(…) vivimos en un solo recuerdo que cambia de sitio
y de personas, pero que sobrevive al tiempo mismo”

—Boris Izaguirre, 1965

Con un estilo más chispeante y menos clásico que el que luego emplearía en su premiada Villa Diamante, y sin los elementos “rosas” que serían uno de los puntos débiles de aquella, el escritor hispano-venezolano Boris Izaguirre publicó en 2002 su tercera novela, titulada 1965, en la que rinde amargo homenaje y radiografía la vida y paso al nuevo milenio de los últimos babyboomers, una de las primeras generaciones —la suya propia— que nace sin propósito,

“Se alimentaba de su propia muerte, porque veía que su vida era inútil. (…) Era inútil desde su propia creación. ¿Qué puede aportar alguien nacido en la mitad de los sesenta, con Kennedy muerto, Vietnam en marcha, Marilyn convertida en mito absoluto o los Beatles condecorados por la reina Isabel? La historia ya había sembrado sus propias minas cuando Daniel nació en 1965”


viéndose abocada a escrutarse concienzudamente en el espejo y ponerse frente a frente con sus contradicciones, con sus debilidades, con “el desierto en el que vivimos”, pero también con su enorme potencial.

A través de la vida de Daniel, Andrés y Rodrigo —tres treintañeros de procedencias sociales y geográficas muy diversas, que no se conocen entre sí, pero que tienen en común no sólo la fecha de su nacimiento, sino la promesa de no vivir más allá de los treinta y siete años— el autor relata la definitiva ruptura con el pasado que supusieron los ochenta, años cruciales de los que los que fueron adolescentes o jóvenes entonces permanecieron cautivos, y donde se plantaron, para bien y para mal, los cimientos del presente, con las dinámicas que condujeron a los excesos causantes en última instancia de la crisis de 2007.

En este sentido, es de resaltar la gran actualidad de la novela respecto de episodios de la Historia reciente que en el momento en que 1965 apareció —año 2002, recordémoslo— acababan prácticamente de producirse, como el 11-S o el corralito argentino, aderezado por Izaguirre con cataratas de datos y referencias a la cultura pop/LGTB,  en el marco de una obra que se caracteriza por la agudeza en la observación de los detalles aparentemente nimios y la capacidad para hilarlos en un tapiz —en un relato— a gran escala de profunda coherencia semántica y narrativa:

“Recordar y luego hilar con el presente todo lo recordado era su pasatiempo favorito. Incluso su único talento verdadero.”


De tal manera, el autor describe con acierto hipnótico y estilo cuidado de gran eficacia el impacto del acervo cultural que los tres protagonistas tienen en común, así como la significación última —si no la circunstancia concreta— de sus experiencias individuales, desenvueltas en ese laberinto que los ochenta  —donde eventos históricos cruciales convivieron con el ensalzamiento a la categoría de hito de nimiedades absolutas— fueron para muchos, y del que no todos lograron escapar.

Al final, la única salida para darse importancia y hacerse hueco en una Historia repleta ya de todo lo posible fue revestirse de grandilocuencia, donde el eslogan sustituye al argumento, y la opinión se confunde con la teoría en boca de la generación que engendró a la que ahora conocemos como blanditos:

“Estaba harto del 11 de septiembre en un país que en el fondo adoraba ser el centro absoluto de las conversaciones de todo el planeta. Sus amigos americanos le echaban en cara no haber estado ese día; una fecha que se empeñaban en definir como «la que partió la historia en dos» (…). Andrés, por su parte, lamentaba que esas amistades tuvieran profesiones mediáticas, repletas de titulares convertidos en frases hechas y lugares comunes; titulares propios de una generación atrapada por definiciones sobre el nuevo siglo, el miedo o la histeria. (…) lamentaba públicamente no haber vivido esos días de pánico para poder acompañar a sus amigos a las farmacias donde ofrecían Prozac gratis. (…) Los enemigos de Bin Laden mantuvieron a la primera nación del mundo completamente dopada”.

La desubicación de quien vive entre dos países y no es ni de aquí ni de allí, la pérdida o el abandono, el atrapamiento, la memoria que se empeña en reparar los desconchados que el tiempo imprime en todas las paredes, el contraste entre el afán —la obsesión— de originalidad y la repetición de todo —especialmente cifrada en el personaje de Rodrigo, cuya decisión final es su única forma de reafirmar lo que verdaderamente es; lo que él fue y esa gran apisonadora llamada mundo le obligó a cambiar—, incapaz de superar la copia o el pastiche, el ansia que no encuentra objeto de los rebeldes sin causa… todo eso circula por estas páginas narrado con ácida agilidad —con algo de lastre en la parte final— y sagacidad incisiva.

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martes, 31 de julio de 2018

Camilo José Cela, "Oficio de tinieblas 5" - RESEÑA EXTRA DE AGOSTO


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Título: Oficio de tinieblas 5    Autor: Camilo José Cela
Editorial: Noguer (sucesivas ediciones en P&J y Seix Barral)
Año: 1973    Valoración: 3 / 5


“(…) al final el hombre se pierde en un juego de
palabras pero retorna siempre al instinto”

—CJC, Oficio de tinieblas 5

Podríamos decir que Oficio de tinieblas 5 (1973) es una consecuencia natural de la evolución estilística de Cela desde La colmena (1951) hasta San Camilo, 1936 (1969). De ahí en adelante, Cela era muy consciente de que había un punto de no retorno y que debería dar un paso atrás, como efectivamente hizo, regresando en sus obras posteriores al método y estilo que había empleado en San Camilo, al que —a diferencia de lo que había ocurrido en su producción anterior, caracterizada por la diversidad— se mantendría fiel durante las últimas tres décadas de su carrera con la sola excepción del Oficio de tinieblas, obra que, por otra parte, no halló continuidad en la producción del gallego.

La disrupción de la lógica narrativa que encontramos en ella es la respuesta del autor a la pregunta, ¿qué pasaría si olvidásemos las convenciones literarias? De esta manera, fabrica una ¿novela? sin argumento, es decir, Literatura sin sustancia, que precisamente hace de la falta de estructura su estructura y de la falta de sustancia su sustancia.

Según parece, lo que el escritor trataba de lograr era una especie de escarnio o burla, sátira si se quiere, de cosas como el conocimiento enciclopédico inútil, construyendo una obra deliberadamente “anti-literaria”, suponiendo la premisa de que la Literatura es la mayor enemiga de la Literatura, si bien su propio autor, “introductor” tardío de este tipo de experimentos surrealistas, dudaba de la eficacia literaria de permitir al estilo vagar sin control consciente. Todo el texto debe verse como una gran broma, mezcla de datos históricos y pseudo-históricos incluida, y sobre todo una revisión e invectiva contra los acontecimientos alienantes de la posguerra (la obra transcurre treinta años después de esta, cfr. mónada 575) y los efectos que estos tuvieron en la sociedad y en el propio autor como ejemplo de aquella.

Así este texto más cercano al poema-río que a la narración, se caracteriza por rasgos tales como: 1) la explosión de la sintaxis, que salta hecha añicos, sin apenas presencia de signos de puntuación (“letanía”); 2) la reformulación contrapuesta y repetición obsesiva, con presencia de la asociación libre de ideas (da vueltas a lo mismo una y otra vez, con exploración de los “multipersonajes” y “multiescenarios”, pero trasladando la fragmentación también al estilo); 3) las presencias míticas (demonios, personajes históricos, informaciones inventadas…), así como la mezcla de personajes históricos con otros mitológicos y aun con otros que son alteraciones de personajes reales, corrupciones o directamente invenciones; 4) reenganche o encadenamiento de temas dispersos relacionados poéticamente (pinta un mural más que narra, y en ello reside precisamente el acto narrativo); 5) presencia insistente de comportamientos anómicos, en especial relacionados con el sexo (blasfemia, obscenidad, comportamientos desviados —coprofagia, bestialismo, obsesión con la zona anal, …—); 6) prosa fragmentaria muy poética por momentos; 7) insistencia cíclica en los mismos personajes, muy profusos en cantidad, donde ese “tú” al que se dirige el texto no es nadie, sino un reflejo de todos los demás, el espejo por y a través del que los vemos, es decir, el escritor; 8) verbosidad hipergráfica…

Estructuralmente, el libro alterna entre la 2ª y la 3ª persona —hay también un juego con los niveles: ¿quién anuncia al principio que el texto es una “purga de mi corazón”: el autor o el narrador?—, cabiendo preguntarse quién es ese “tú” al que el narrador se dirige —la conciencia del propio narrador—. Oficio de tinieblas 5 se compone de 1194 textos breves que van cobrando extensión a medida que el libro avanza (denominados “mónadas” en el propio escrito), pequeñas unidades poético-narrativas que se relacionan entre sí a través de la unidad estilística y la recapitulación temática. La numeración de estas piezas recuerda al procedimiento habitual de edición de los clásicos o bien de los textos religiosos, añadiendo un nuevo nivel de descaro, como diría el autor, al experimento.

Se lleva al extremo la desarticulación textual, que se contagia también al elemento narrativo: todo en esta ¿novela? se desintegra, tiempo y espacio. Todo salta por los aires con el pretendido objetivo de restaurar la Literatura, de modo que lo único que queda es el lenguaje en sí con su artificio. Al desaparecer el tiempo, la mescolanza de personajes se presenta como un circo [de los horrores] que contempla la mutua degradación de la que da cuenta el cronista, coincidiendo personajes históricos y ficticios en un limbo atemporal y atópico en una suerte de ucronía perversa.

El Oficio de tinieblas 5 es una obra que debe ser considerada más en su conjunto que pretendiendo establecer significado unívoco a fragmentos concretos, sin perjuicio de que en muchos se oculten irónicas cargas de profundidad entre la catarata de trospideces y herejías, como las mónadas 282 o 669, donde inesperadamente apunta contra la discriminación a los homosexuales o contra los desmanes de las autoridades civiles y policiales y el uso del terror administrativo.

En ese sentido, también es de resaltar, tomando como ejemplo lo recién dicho, el efecto liberador que la desaparición fáctica de la censura tuvo sobre la obra del Nobel gallego, de la cual él mismo, que había sufrido sus consecuencias, decía que sobre todo resultaba molesta, más que de gran intensidad. Así, al menos desde su novela La colmena (1951) hubo aparición de personajes [con comportamientos] homosexuales en todas y cada una de sus obras de forma explícita. Dejo al margen la valoración personal del autor: literariamente hay quien ha resaltado su sorpresa por algunos comentarios de defensa que el escritor incluye en sus obras, y resalta que normalmente estos personajes suelen salir mal parados en prueba de la visión negativa de Cela. Lo cierto es que en realidad eso puede afirmarse de cualesquiera personajes del autor, constituidos por una caterva de criaturas anómicas, mental y físicamente contrahechas, desviadas, etc., que sin embargo son observadas con cierta imparcial ternura, un poco a la manera de como Valle-Inclán —una de las grandes influencias literarias de Cela— definía el esperpento, que era el resultado de la observación de la realidad cuando el autor alzaba el vuelo y la contemplaba desde el aire. Según propia declaración, al Nobel siempre atrajeron y causaron curiosidad los individuos, en tanto que le espantaban los colectivos.

En definitiva, se puede atribuir la contradictoria opinión sobre la homosexualidad y otros asuntos a una ambigüedad en el pensamiento del autor, lo cual procede por una parte de la desarticulación general del mismo, que nunca o casi nunca presentó en su novelística un sistema de ideas estructurado, y por otra a la oposición o contradicción que es rasgo consustancial de su estilo: Cela era más un radiógrafo que un juez, en cuya producción se defiende sobre todo la desaparición de las restricciones fisiológicas como forma de liberación de los corsés sociales.

Como en toda la novelística celiana, se arrojan constantes dardos contra la hipocresía, las costumbres, las políticas, más por la vía de exponerlas en toda su cruda y ridícula desnudez que por de aplicar un juicio crítico. Así lo vemos, por ejempo, en la mónada 712 —contra el apartheid, en una obra, no lo perdamos de vista, de 1973, cuando Mandela estaba aún, y allí seguiría muchos años, en prisión—, en la 715 —contra la connivencia policial en la comisión de delitos—, o en la 757 —contra todo tipo de discriminación, la pena de muerte o la confusión entre justicia y ley—.

Lo que sucede es que el escarnio, más que sátira, que el autor ejecuta se ve neutralizado por el estilo complejo, fractal y también un poco por la entonces creciente “adscripción” mainstream de Cela, a cuya crítica probablemente acabó pasándole lo peor que le puede pasar a la Literatura: volverse inocua —no perdamos de vista la declarada intención al escribir este libro de restaurar la Literatura—. No obstante lo cual, tampoco puede obviarse el sentido evidente y marcadamente cómico, burlesco con todo y con todos, incluido el lector: cobra en este punto importancia interpretativa el título: se trata de una obra funérea, para declarar la muerte y entierro de muchas cosas, pero de la Literatura y el oficio de escritor más que ninguna otra: de la capacidad de aquella para evitar los monstruos que el sueño de la razón produce.

Lo sorprendente, así pues, del Oficio de tinieblas 5 no es tanto lo que cuenta —aunque poco a poco uno logre irse haciendo una composición de lugar de los cientos de microrrelatos que se entrelazan en estas páginas—, sino la enorme coherencia del estilo recursivo empleado, donde las mónadas van en general cobrando mayor cuerpo a medida que el texto progresa, y la capacidad del autor para traer de vuelta una y otra vez los temas ya apuntados —como una letanía, efectivamente—, construyendo una descomunal “fuga” literaria.

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domingo, 15 de julio de 2018

Milena Busquets, "También esto pasará" - LIBRO DEL MES


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Título: También esto pasará    Autora: Milena Busquets
Editorial: Anagrama    Año: 2015    Lugar: Barcelona
Valoración: 4 / 5



“Me duelen todos los caminos recorridos
con mi madre. La muerte, tan cabrona,
nos expulsa de todas partes.”

—Milena Busquets, También esto pasará

Podríamos afirmar, como dice Víctor Díez en un poema de Todo lo zurdo, que “todo lo que queda atrás, lo que voy / perdiendo, me compone. No hay fortuna / en esta ligereza de restos”. Y de eso va esta novela. Si es verdad, como afirmaba Rafael Chirbes, que somos aquello de lo que carecemos, las muchas carencias de Blanca, la protagonista-narradora de También esto pasará, constituyen la materia novelesca fundamental de esta obra delicada y a la vez punzante.

Y, entre todas esas carencias, ocupa un lugar central la carencia de la madre, y el vacío que se va sellando poco a poco. Un duelo hasta cierto punto lúdico donde también se investiga la “normalidad” de la depresión —la gente deprimida no deja de hacer cosas, incluido reír—, pero más que nada se plantea una revisión crítica del papel de la maternidad y de las marcas que deja en sus vástagos.

No fue hasta hace poco, leyendo otra estupenda novela de María Reimóndez, que reparé en el hecho de que, así como hay muchos libros hablando de la relación de los hombres con sus padres —bueno, en realidad hay muchos libros hablando de la relación de los hombres prácticamente con cualquier cosa—, no es hasta hace poco que empiezan a abundar los libros que hablan de la relación de las mujeres con sus madres —por contraste con la cantidad mucho más numerosa de libros que tratan de la relación de las mujeres… con los hombres, precisamente—.

Hija de la casi legendaria Esther Tusquets, Busquets comenzó a escribir También esto pasará después del fallecimiento de la editora en 2012 —aunque insiste en que no le sirvió como terapia ni como catarsis, todo lo más para poner un poco de orden en sus pensamientos—.

Si bien mi lectura de El amor es un juego solitario me pilla ya muy lejos y no sabría decir hasta qué punto hay reminiscencias estilísticas de la madre en la hija, creo recordar que tienen en común el empleo de la prosa poética y un gusto por los ambientes estáticos, no demasiado agitados, donde la palabra encuentra tiempo y espacio para explorar las emociones sin la ocupación excesiva que el trajín constante impone a la mayoría de los best-sellers del día. Lo que, en el fondo, es casi tanto como decir que se parecen en el blanco de los ojos. ¡Como si fueran las dos únicas autoras que comparten ese rasgo!

A mí, que leí el libro sin saber que la autora era hija de Esther Tusquets, me ha sorprendido descubrir en alguna entrevista que, según su creadora, la madre novelesca no es, o al menos no se menciona, escritora, ya que, por alguna razón, en todo momento me la figuré como tal, sobre todo al principio, aunque hacia el final me daba más la impresión de ser una mujer de negocios. En fin, ¡a saber! Misterios de la lectura.

En todo caso, esto se relaciona con la siempre manida pregunta de si una novela es autobiográfica: obviamente, sí… y no: si un autor quisiese reflejar puntualmente su percepción de su propia vida, escribiría una autobiografía, no ficción. Pero es imposible que la ficción no esté todo el tiempo permeada por la experiencia de quien la escribe, sencillamente porque es imposible recomponer la realidad literaria sin cimentarla en la realidad real y, lo que es más, en la realidad  real según el escritor la percibe. Entre otras cosas porque resultaría por completo irreconocible, tanto para los lectores cuanto para su propio autor.

Una de las cosas que más se agradecen de esta novela es el no ser pretenciosa: expone las ideas con claridad, en un estilo elegante y recortado, fluido sin esfuerzo, lleno de frases “clavo”, con intervenciones dialógicas muy naturales en general. Una escritura delicada y a ratos un punto decadente

“La ligereza es una forma de elegancia”, decía yo, “vivir con ligereza y alegría es dificilísimo”

sirve muy bien de medio a la tristeza serena, la melancolía que invade estas páginas de principio a fin, en un ambiente que por momentos puede resultar cómico y casi ridículo que progresivamente se va iluminando según Blanca vuelve a retomar la vida en Cadaqués y se encamina a la asunción de ese “también esto pasará”, una frase extraída de una fábula china en la que el emperador solicita de un consejo de sabios que le dé una frase que sirva para todas las ocasiones.

Busquets ha definido la novela como una carta de amor a la madre muerta, (“Durante mucho tiempo, la única historia de amor que me preocupó fue mi historia de amor contigo”) y precisamente el grueso de las reflexiones que se presentan en ella versa sobre el amor,

“(…) me quiere con un amor irracional y desproporcionado, que tal vez sea el único tipo de amor que vale la pena, el que no nos merecemos (…)”.

en todos los niveles y dimensiones: desde el omnipresente amor materno-filial hasta el amor romántico y la paradójica relación con los hombres:

“No es que el hombre que tengo delante sea feo, al contrario, pero no es el hombre del que me enamoré, ya no es un todo, es un conjunto de cualidades y defectos, un hombre como tantos otros, que mi amor ya no protege ni inventa, a la intemperie”.

Y también levanta testimonio de los “restos” que la hija encuentra de la madre y la abuela en sí misma, en los nietos, en la casa, el pueblo y la vida en general

 “Yo me hice mayor, los hippies se hicieron viejos y los apartamentos se llenaron de gente moderna, respetable y rica de los años noventa. Pero los que tuvimos la suerte de poder vislumbrar (…) los últimos coletazos del espíritu de los años sesenta, la libertad sexual, la libertad a secas, las ganas de divertirse, el poder para los jóvenes, el atrevimiento, no salimos indemnes. Todos tenemos paraísos perdidos en los que nunca hemos estado”.

tratando de evitar la idealización, pero sin lograrlo siempre

  “Sigo queriendo a toda la gente a la que un día quise, no puedo evitar ver, a través de todas las deserciones y de la mayoría de las deslealtades propias y ajenas, a la persona, prístina y clara, de antes de que todo se convirtiese en ceniza”.


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