lunes, 1 de enero de 2018

Mary Shelley, "Frankenstein" - LIBRO DEL MES

Resultado de imagen de frankenstein fontana

 Título: Frankenstein   Autora: Mary Shelley   Editorial: Fontana
Año publicación: 1818   Año edición: 1994
Valoración: 3 / 5


“Ten cuidado, porque, no conociendo el miedo,
soy poderoso”

—Mary Shelley, Frankenstein


Coincide en la Inglaterra de 1818 la publicación de dos obras que difícilmente podrían ser más distintas entre sí: la una, la despedida póstuma de una veterana fallecida el año anterior (Persuasión, de Jane Austen); la otra, la primera novela de una debutante (Frankenstein, de Mary Shelley), aparecida tal día como hoy. Han querido las veleidades de la gloria que precisamente fuera el segundo de los textos citados el que conquistara la condición de mito moderno (esto sin ensombrecer los méritos de Jane Austen, sino simplemente poniendo de manifiesto su carácter minoritario fuera del ámbito anglosajón, hasta el boom de los últimos años). Si estilísticamente la distancia entre la obra de Austen y Shelley es enorme, temáticamente alcanza proporciones planetarias: ya no estamos aquí ante las peripecias amorosas de una no tan joven en el marco de la buena sociedad, sino aislados en un barco sombre un témpano de hielo oyendo la confesión de una vida dominada por el horror y el remordimiento. El dato de esta coincidencia editorial por lo demás insignificante se trae a colación sólo con el propósito de resaltar el carácter novedoso de la creación de Shelley.

Nacida en el seno de una familia culta y liberal, hija de una de las pioneras del feminismo, Shelley empezó su obra como mero divertimento durante un encierro forzado en la Villa Diodati por causa del mal tiempo, en una de esas maravillosas vacaciones de meses o años de duración que se tomaban los genios románticos para descansar de los extenuantes embates de las musas. Más allá de la de sobra conocida peripecia biográfica que condujo a la redacción de la obra y su posterior expansión a instancias del esposo de la novelista (según ella aduce en el prólogo a la edición de 1831), lo que Shelley consiguió trasciende con mucho la naturaleza del mero ejercicio literario.

Según algunos han resaltado, con Frankenstein se inicia la narrativa de ciencia-ficción. Sin embargo, a mi entender esta calificación es sólo accidental y, si comparamos el texto de Shelley con otras producciones posteriores incardinables dentro del mismo género, comprobaremos de inmediato el total desinterés de la autora por la materia científica que normalmente suele servir de base —por muy especulativa que sea— a las obras de esta índole. No cabe duda de que ciertos debates en boga en la época bullían en la mente de Shelley y sirvieron de inspiración remota, pero sencillamente la autora decidió no incluirlos en el texto. De hecho, cuando el capitán Walton interroga a su huésped acerca de las particularidades de su creación, este descarta en redondo entrar en el más mínimo pormenor: detalles como la tormenta eléctrica, los tornillos en el cuello o el cuerpo fabricado a partir de retazos de cadáveres, por mucho que el cine los haya popularizado, están sencillamente ausentes de la novela, o sólo muy oblicuamente aludidos.

Lo que sí figura en la obra de Shelley son trazos de la narrativa gótica o de terror, aunque si los comparamos con otras precursoras como Ann Radcliffe, bien conocida en la época, las ambientaciones de Shelley son mucho menos escabrosas —salvedad hecha de algún escenario puntual, como el buque atrapado en el hielo, o la remota isla a donde huye Frankenstein—. Sí está más presente, en cambio, el rasgo romántico del papel destacado de la naturaleza, ya sirviendo de oportuno tapiz dramático, ya casi como interlocutor —aunque sea silente— de las imprecaciones del ¿héroe? pidiendo la muerte. En el momento de su publicación, Frankenstein debía suscitar no poco sobresalto entre sus lectores; sin embargo, transcurridos ya doscientos años y perdida la inocencia del público en estas lides, lo que sí pervive en la novela es un hondo sentido de ambigüedad moral. Atentamente leído el texto, en ningún momento se acaba de dar la razón a ninguno de los personajes, y si parece otra cosa es debido tan sólo al peculiar y, según creo, intencionadamente capcioso tipo de narrador que la autora diseñó.

Frankenstein está narrada en primera persona en tres niveles. La obra se abre con una serie de cartas del capitán Walton a su hermana donde refiere vagamente un poco de su historia personal. Luego, Walton sirve de copista del testimonio de Frankenstein. Y finalmente, insertado dentro del relato de Frankenstein, está el de la criatura (que nunca recibe otro nombre que los epítetos de “monstruo” o “demonio”). Así pues, lo primero a destacar aquí es que el punto de vista desde el que la historia se narra es el de Frankenstein y, en menor medida, el de Walton. Sólo a la honestidad de estos dos personajes podemos confiar la fiabilidad del testimonio de la criatura. Dicho de otra manera, el nivel de parcialidad del relato es previsiblemente importante, e inevitablemente subjetivo. Esto, según creo, sirve a dos finalidades opuestas: de una parte, hacer al lector empatizar con el sufrimiento de Frankenstein; de otra, dejar la puerta abierta a la evaluación moral tanto de la conducta de este cuanto de la de su creación.

Ahora bien; ¿quién es este Frankenstein? ¿Es realmente posible compadecer su sufrimiento? Para quien esto escribe, más allá de la emoción más o menos abstracta que pueden suscitar los padecimientos de cualquier semejante, la actitud de Frankenstein es difícilmente asumible. Victor tiene, como Ahab más tarde, la obcecación del héroe trágico, que se empeña en cumplir su destino aun a pesar de todas las advertencias de los oráculos. Para decirlo en términos de andar por casa, Victor Frankenstein es un niño pijo y mimado —eso sí, con mucho talento y constancia para el estudio—, al que un día, tras años de investigaciones, un experimento le sale mal y entonces monta un drama de no te menees. Vamos, que con esta descripción tiene todos los boletos para acabar convertido en un supervillano de cómic. Pero, ¿lo es?

No cabe duda de que Herr F., hijo de un acomodado funcionario local y por tanto rico desde la cuna, tiene un elevado concepto de sí mismo que roza la megalomanía: son múltiples las ocasiones en que afirma que su tarea se la ha encomendado el cielo, nada menos. Pero a nivel moral, su comportamiento es francamente objetable: en primer lugar, se arroga el derecho de dar vida a un ser. Y, acto seguido, cuando ese ser no resulta ser lo que él espera, lo repudia sin contemplaciones y planea su destrucción. Así explicado, el asunto de la novela bien podría ser la naturaleza de la paternidad. Y, según creo, no es descabellado afirmar que, en cierto sentido al menos, lo es.

No debe perderse de vista que el subtítulo de esta obra es “… o el moderno Prometeo”. En resumen, Prometeo fue un titán castigado por Zeus por actuar más allá de lo debido (según alguna versión, incluso habría sido el creador de la humanidad). De igual manera, Victor Frankenstein se adentra en el terreno de la creación divina, pretendiendo incluso mejorar al ser humano —diseña una especie de superhombre digno de cualquier desvarío pro ario—; aborrecido, en cambio, por el resultado, recibe el castigo a su osadía de manos de su propia creación. Introduce en este punto la autora una cuestión interesante, que es la banalidad de la personalidad de Frankenstein, su prejuiciosa superficialidad: ¿qué aspecto se debe tener —que nunca es descrito con demasiado detalle— para concitar semejante odio?

Según creo, tres son los espacios fundamentales en que se desarrolla esta historia: el teológico, el sociológico y el psicológico.

Respecto al espacio teológico, es una lectura que si bien no figura expresamente en el texto, tampoco debe perderse de vista, pues para un lector decimonónico habría sido completamente innecesario el explicitarla. En este ámbito, el debate que se plantea es “dios y el hombre”, en particular, ¿cuáles son los deberes de un creador respecto a la criatura creada? ¿No es el abandono que el “monstruo” sufre por parte de Frankenstein una alusión al abandono que el hombre sufre por parte de dios? En tal sentido, sería a su vez un canto a favor de la superación, del esfuerzo y la voluntad humanas, reflejadas en el intento de la criatura de revolverse contra su vengativo hacedor e imponer su criterio, reclamando los cuidados que legítimamente merece. ¿No somos nosotros para dios lo mismo que la criatura es para Frankenstein? ¿No levantamos su afán de destrucción al contemplarnos igualmente defectuosos, lejos de sus sueños?

Por lo tocante al espacio sociológico, se centra este en el debate de la socialización y la delincuencia, más exactamente en la necesidad de no segregar a los delincuentes de la sociedad a fin de que estos puedan permanecer debidamente insertados en la comunidad humana a la que se pretende que finalmente sean útiles, una orientación que como poco gozaba de singular impulso desde el benthanismo. La criatura, así, muestra unas dotes morales e intelectuales nada desdeñables, y es el constante y violento repudio de la sociedad el que lo conduce a desarrollar una falta de empatía hacia los demás miembros de la humanidad. Es el extrañamiento, la alienación, lo que conduce a la delincuencia; concepto que, dados los acontecimientos de los últimos años, no podría estar de mayor actualidad.

En lo que atañe, ya para acabar, al espacio sociológico, plantea la cuestión de la depresión / egoísmo vs. la responsabilidad y la generosidad. Frankenstein representa, en primer término, la noción de la tristeza egoísta, aquella que conduce a pensar excesivamente en uno mismo al margen del bienestar ajeno: la frustración por su fracaso aniquila cualquier indicio de compasión hacia su criatura, e incluso cuando esporádicamente esta surge ante el razonado discurso de su oponente, lo hace sólo para ser de inmediato sofocada por su obcecación: las cosas, o son como las ve Frankenstein, o no son —puesto que él se apresta a destruirlas—.

Pero aún podemos ir un paso más allá y cuestionarnos si el “monstruo” realmente existe. Que exista o no es irrelevante para su clara naturaleza de metáfora —representando la depresión: dice el protagonista en cierto momento: “El miserable morirá cuando no halle a quien hacer desgraciado”—; sin embargo, es muy sintomático que ningún otro personaje de la obra vea nunca a la criatura —él mismo explica varias veces que no ha revelado la verdad (aunque ello implica entre otras cosas permitir el ajusticiamiento de una inocente) porque lo tomarían por un lunático—: hemos de fiarnos en todo momento del testimonio de Frankenstein, nunca vemos al “demonio”… ni a ningún otro de los protagonistas de su historia: en todo momento hemos de fiarnos de la honestidad del narrador. O casi: en ese punto también se manifiesta la deliberada ambigüedad de la autora, quien no obstante, en última instancia, aproximándose al final, hubo de decantarse por una de dos opciones narrativas: o bien preservar esa ambigüedad hasta el último momento —alternativa que para quien esto escribe habría sido mucho más feliz— o bien desvelar la realidad de los hechos a través de la intervención objetiva de un tercero: en la aparición final del “monstruo”, el transcriptor Walton —que siempre ha mantenido un cierto escepticismo— estará presente y sostendrá una breve pero significativa entrevista con aquel, donde la criatura muestra su arrepentimiento y, en última instancia, perdona a Frankenstein; sin que quepa atribuir a la ceguera amorosa —el homoerotismo o idealización platónica Walton-Frankenstein resulta bastante obvio, al revestirse su relación con el ideal romántico de la identidad de almas superiores— la confirmación del testimonio del narrador principal.

Así pues, ¿quién es el auténtico héroe de esta —puede decirse con todas las letras— tragedia? ¿El metódico y absorto estudioso movido por la ambición o la humilde criatura con una natural inclinación al bien despreciada y repudiada por absolutamente cualquier otro ser humano, incluido su propio creador?

Imagen relacionada