domingo, 15 de diciembre de 2019

Eduardo Mallea, "Todo verdor perecerá" - LIBRO DEL MES

Resultado de imagen de todo verdor perecerá
Título: Todo verdor perecerá    Autor: Eduardo Mallea
 Editorial: Cátedra (col. Letras Hispánicas)
Año publicación original: 1941    Año edición: 2000
Valoración: 5/5



Por una de esas curiosas casualidades que tiene la vida —o a lo mejor la casualidad solo consiste en que un detalle antes desconocido se vuelva relevante y ahora reparemos en él—, hace dos veranos, en una caja de saldos, tropecé con un libro de un tal Eduardo Mallea, argentino, autor de El vínculo. Ni autor ni obra me sonaban lo más mínimo —cosa que tampoco es de extrañar, puesto que parece que desde su muerte en 1982 incluso en su propio país ya no se acuerdan mucho de él—, pero por ese prurito ratonbibliotesco que tengo, siempre a la caza de nuevos títulos y autores, lo traje conmigo a casa —1€ no es motivo suficiente para condenar una novela al abandono— y, como suele pasar con los libros así adquiridos, quedó aparcado en su estante correspondiente hasta la fecha. Como está justo al lado de donde me siento a escribir, estudiar, leer o incluso escuchar música, lo he ido viendo a diario durante todo este año intermedio, así que el nombre de su autor nunca llegó a caerse de mi memoria. O a hundirse en las aguas oscuras de esta sin posibilidad apenas de salir a flote, que es casi lo mismo.

Pues bien. Hace cuestión de mes y medio —bueno, por motivos de la organización de este blog cuando leáis esto más bien serán tres meses—, en una sección inaugurada recientemente en la Biblioteca de Narón bajo la rúbrica “Lo nunca leído” —donde, oh sorpresa, se exponen fondos que nunca han salido de la biblioteca, oportunidad buenísima para conocer obras y voces nuevas y para un fetichista de estas cosas como yo casi el paraíso—, apareció ante mis narices el tan visto a diario nombre de Eduardo Mallea, autor de una novela titulada Todo verdor perecerá. Un título como ese tenía por fuerza que gustarme y atraer mi atención. Y así me adentré en la narrativa de Mallea, para descubrir a un escritor de dotes apabullantes, tanto en el dominio preciso y fastuoso del lenguaje como en la penetración psicológica de sus personajes, singularmente de Ágata, verdadera protagonista de esta historia.

Cuando Mallea publica en 1941 Todo verdor perecerá era ya, a pesar de sus solo treinta y ocho años —en verdad la gente antes aprovechaba mejor el tiempo—, un autor conocido y de trayectoria sólida. Provenía de un ambiente burgués culto —el padre, médico, era un auténtico devorador de libros que consiguió implantar en el hijo su fervorosa pasión—, tenía a sus espaldas una decena de obras en géneros diversos, dirigía un periódico y, por si todo esto y su implicación en la vida cultural y política de su país no fuera poco, contaba en su haber con el improbable superéxito Historia de una pasión argentina, un ensayo sobre la realidad social de aquel país.

Estéticamente Mallea es un autor barroco en la forma de sus textos: frases sintácticamente ampulosas se alternan con sintagmas mínimos pero certeros, a veces de tan solo una palabra. Precisión en el uso del lenguaje combinada con profundidad semántica es la marca de la casa; tanto, de hecho, que por momentos resulta exhaustivo para el lector, que ya cree haber tenido suficiente ración de hondura psicológica y algunos pasajes le suenan a ya leídos, particularmente en la segunda parte. El texto resulta por momentos demasiado sentencioso; el narrador omnisciente se inmiscuye aquí y allá en la historia para insertar reflexiones que no proceden de los propios personajes, sino de sí mismo, hurtando a estos la posibilidad de definirse a través de sus acciones.

Sin embargo, el dominio total de estas herramientas narrativas conjugado con un diseño perspicaz de personajes y la habilidosa construcción de los escenarios —a veces dice tanto de un personaje lo que hace como dónde lo hace—, consiguen trasladar exitosamente al lector la aridez emocional de la existencia de Ágata. Una aridez que, por cierto, podría ser la misma o semejante a la de la Ágato ojo de gato de Caballero Bonald.

Estas características de su estilo pusieron a Mallea en conflicto ya con la generación de vanguardistas que sucedió a la suya. Él, por el contrario, se mantuvo fiel a sus principios estéticos hasta el final de sus días —y muy probablemente esto contribuyó de forma decisiva a su rápido olvido después de su muerte—. Con todo, en esta altura de su producción, el autor estaba obsesionado con abandonar un tanto “la casi poesía”, en sus propias palabras, y conseguir una narrativa que al mismo tiempo fuera definición de las realidades tratadas, integrando funcionalmente lenguaje y materia, y escribiendo en este caso algo así como la versión novelada de lo que en Historia de una pasión argentina había sido objeto de reflexión.

De todo esto es buen ejemplo Todo verdor perecerá, donde se dará una oposición crucial entre materialidad y abstracción; entre acción e imaginación. La novela es la desgarrada historia de un ansia, de una búsqueda determinada por el distanciamiento, la ajenidad, la desolación, el rencor, la devoración, la falta de contacto, la extrañeza, el agobio. Ágata, adusta y seca desde su niñez, busca febrilmente sin saber lo que busca, ansía encontrar otro espíritu que resuene con el suyo, una compañía capaz de rescatar su alma de la intemperie del mundo. En este sentido, no deja de constituir una cruel ironía que sea precisamente con Nicanor, la persona a quien más detesta, con quien llegue a establecer mayores vínculos emocionales. Pero uno no encontrará lo que tanto busca si no lo lleva ya dentro de sí, y esta parece ser la tesis que maneja Mallea.

El individuo en su soledad no es libre, sino que está sujeto a su menesterosidad intrínseca, subyugado a los caprichos de la naturaleza y abandonado a los rigores de la intemperie. “Solo es verdad lo que es capaz de comunión”, dirá; y asentará la idea de que únicamente en la comunicación con los demás podemos lograr una vida plena, productiva. Feliz. De lo contrario, “(…) lo peor es cuando esa gran fatiga interior presta su forma a todo lo exterior; cuando cada árbol, cada animal se presentaba a sus ojos con la figura de una derrota”. Nada escapará a esta maldición, y alcanzará incluso a la forma más pura de la inocencia: los niños.

Resultado de imagen de eduardo mallea

jueves, 14 de noviembre de 2019

Kent Haruf, "Nosotros en la noche" - LIBRO DEL MES

Resultado de imagen de kent haruf nosotros en la noche
Autor: Kent Haruf   
Editorial: Random House Mondadori
Año: 2016
Valoración: 4/5


Tras una larga ausencia de actividad semivoluntaria es hora de retomar este blog, y lo hago hoy con una delicia breve. Sabedor de su cercana muerte a causa de una enfermedad pulmonar, el escritor estadounidense Kent Haruf tuvo aún tiempo y voluntad en el verano de 2014 de rematar una última novela, traducida como Nosotros en la noche.

Podríamos describir este libro como una historia de seres solitarios, necesitantes, que habitan en los espacios de penumbra —“Las noches son lo peor”, dirá Addie—: la literalidad del título original, Our souls at night —“Nuestras almas de noche”— nos da una pista interpretativa, pues si el término “soul” puede figuradamente traducirse por persona, su significado primario de “alma” avisa ya al lector de que en este libro las almas van a quedar al descubierto, pero al amparo de la noche. Donde, de hecho, empieza y termina la historia.

Ambientada en la ficticia Holt (Colorado), pequeña ciudad de provincias, estos seres —un improbable grupo de personas: dos vejestorios, un niño y un perro— en busca de la construcción de una nueva normalidad exponen sus deseos con sencillez y claridad, solo para estrellarse con la incomprensión de la sociedad y el egoísmo de los hijos, plasmando así Haruf la vieja dicotomía individuo vs. sociedad / libertad vs. deber, y contraponiendo la naturalidad de las pulsiones individuales y enternecedoramente humanas, de un lado, con modelos sociales encorsetados e hipócritas, de otro.


“Todo se reducía al instinto y los modelos con los que habíamos crecido.”


Addie, Louis y Jamie replicarán el esquema de una familia “normal” que paradójicamente se topa con los prejuicios familiares y sociales, los cuales dan por sentado que el amor es algo indebido alcanzada la senectud, manifestando una total incomprensión hacia la pulsión de afectividad ajena que sin embargo esa misma sociedad reclama para sí. Y más aún alcanzará su punto álgido cuando Addie se encuentre con la incomprensión total de su hijo, un botarate egoísta incapaz de ver más allá de sus narices ni de cuidar de su propio hijo que sin embargo se permitirá el lujo de alzarse en censor del bienestar ajeno.

Y nada mejor para desnudar el alma que desnudar también el texto, presentando al lector casi el esqueleto de una novela, con los recursos estilísticos adelgazados al mínimo, hasta la práctica inexistencia, rasgo que se extiende incluso a una parquedad de puntuación tal que por momentos no se sabe si los personajes hablan o piensan o es el narrador quien está describiendo. El texto se estructura en párrafos y frases muy breves donde las acciones más que las explicaciones serán las que den lugar a la reflexión, en una muestra llevada al extremo del axioma show, don’t tell. Y, como todos los textos bien formulados, a pesar de su parquedad estilística, dejará el poso de las preguntas resonando durante mucho tiempo en nuestra cabeza, que es lo que consiguen los grandes libros.


Resultado de imagen de kent haruf

sábado, 11 de mayo de 2019

A porta verde do sétimo andar




A porta verde do sétimo andar non levaba a ningures. Quero dicir, nalgún momento debeu ser o paso a outro corpo xa inexistente do edificio, poida que un andadeiro, unha escaleira... quen sabe! Mesmo houbo quen se molestou en achegarse ao concello en busca dos planos orixinais, pero estes perdéranse e non había quen lembrase como fora a forma do vello edificio, construído como ampliación no rueiro sen nome oficial que fai esquina en Algodón Azul, e que as orixinais mentes municipais, nun alarde de creatividade, decidiran bautizar como rúa de Ultramar.
O caso é que agora a porta verde do sétimo andar non levaba a ningures, e os empregados non podiamos evitar os arrepíos cada vez que a viamos. Apertabamos as carpetas arquivadoras contra o peito e fitabamos o chan encollidos cando tiñamos que pasar por diante dela, como se o non ollala directamente nos fose defender da ameaza sen nome que a maldita porta representaba.
Hai uns anos veu un tipo da sucursal belga ao que a nosa actitude lle pintaba un sorriso paternalista nos beizos cada vez que falabamos do asunto. Abraiábao que os ferroláns, vivindo como vivimos nunha cidade famosa polo seu racionalismo, fósemos tan “supersticiosos”, dicía, e afirmaba que a nosa inquedanza se debía a un fenómeno psicolóxico motivado pola confusión que ao noso cerebro lle provocaba aquela anomalía arquitectónica, como acontece cando as proporcións dunha habitación non son adecuadas...
Como sexa, o tal fenómeno non tardou tres semanas en afectarlle, e antes do mes e medio pediu o traslado de volta ao seu país. Vese que o soliño do mediodía que bañaba o seu despacho, no extremo da planta sétima, dende onde se pode albiscar a Praza de Ultramar, no lle compensaba ter que pasar tódolos días por diante da porta de marras.
Ninguén entendía por que, se cegaran tódalas portas dos outros andares cando “cortaran” o edificio como se fose un pastel ó que lle quitaran unha rebanda, deixaran aquela do sétimo. A lóxica dicía que a explicación máis obvia sería a correcta, logo habería que pensar nun abandonado plan de que a porta levase a outra parte. Unha azueira dicía que houbera intención de poñer alí unha pasarela que conducise á proxectada e nunca construída torre de en fronte, pero a inexistencia de probas ou testemuñas deixaba aquilo en dísqueme-dísquemes. Fóra, mirando cara arriba dende o patio baleiro que quedara no medio, víase a porta colgando no aire, hipnóticamente verde no medio do gris industrial do resto da construción. Porén, a porta non se podía abrir, nin sequera se sabía das chaves, así que non representaba ningún risco.
En realidade, a porta verde do sétimo andar, afeitos como estabamos a ela, non tería importancia máis aló de formar parte da mitoloxía particular daquel centro... se non fose polo de Margarita.
As almas candorosas recoñécense de camiño, e dende que entrou pola porta  soubemos que ía dar problemas “na ofi”. Margarita era unha rapaza de vinte poucos anos, o seu primeiro traballo, entraba como bolseira. Miúda, de longo cabelo negro laso, pálida, apoucada. Falaba cun fío de voz, e parecía todo o tempo como pedindo permiso e asustada de algo, fitando ao seu arredor como se agardase que se lle foran botar enriba. Deixábaa e recollíaa do traballo un mozo co mesmo aspecto de agresivo e perigoso ca un navalleiro.
De primeiras todo marchou ben. Margarita facía o seu traballo con eficiencia, sen queixas. Como era moi reservada non perdía o tempo en lerchadas coma faciamos os máis. Pero cara a fin da segunda semana tivo que subir por primeira vez á sétima planta a deixar un informe no arquivo —na parte oposta ó despacho do belga— e, inevitablemente, pasar por diante da malfadada porta. Case era un rito de paso entre nós, non falto de comicidade ante as suspicaces caras dos neófitos. Sen embargo, Margarita volveu completamente demudada. “A onde leva a porta verde do sétimo andar?”, preguntou alteradísima. Coido que ninguén a escoitara dicir tantas palabras xuntas até aquel momento. “Ouvíanse ruídos do outro lado... ruídos raros...”. Semellaba verdadeiramente asustada.
Explicámoslle o que sabiamos da porta de marras —que non era moito, como xa quedou claro—. Dixémoslle que ás veces o vento, cando a nordesía batía contra a torre, coábase por baixo da porta e daba a impresión de que se sentían cousas. Pero non era máis que un espellismo, o asubío do aire. Non pareceu convencida de todo, pero mandámola tomar unha tila ó Valencia e polo momento acougou.
Porén, a partires daquel día, a rapaza cambiou. Estaba cada vez máis inqueda, tremente, máis branca que acotío. Cada vez que lle tocaba subir ao sétimo andar, mudáballe a cor. Daba tanta mágoa de vela que ás veces ofreciámonos para levarlle nós o que fora, pero ela empezou a obsesionarse coa porta. Insistía en que alí pasaba algo estraño, que non era o vento, que se escoitaban voces do outro lado. Mesmo a levamos ao patio para que vise por ela mesma como a porta colgaba no baleiro, como era imposible que se sentise alí bisbar a ninguén, como non fose o rumor de xente latricando naquel patio. O cal, por outra banda, non adoitaba pasar. Tanto retrousaba que nós mesmos empezamos a collerlle máis medo que decote.
O asunto, secasí, foi a peor. Coa desculpa de ir levar tal ou cal cousa ao arquivo, Margarita botaba horas alí, e adoito podiamos atopala coa orella pegada á porta verde, escoitando. Algunha vez a cacharon coa boca achegada ao marco, borboriñando palabras inintelixibles, percorrendo a superficie lisa cos seus dedos tremelantes, activos como antenas rastrexando algunha fisura. Volvía baixar nerviosa, distraída, por veces con bágoas nos ollos ou pegadas de ter chorado. Empezou a colle-lo costume de escribir notas con caracteres imposibles de descifrar e metelas por baixo da porta. O máis estraño de todo é que xamais se atoparon os tales papeliños tirados no patio, onde terían que ir parar naturalmente. Unha vez pilleina sacando outra nota de debaixo do rodapé. De primeiras pensei que se trataba do que xa nos parecía normal, pero ó descubrir a miña presenza, leu apuradamente o papel con ollos extraviados e acto seguido, facendo un roliño con el, comeuno. “Pero que fas, tola?!”. Non puiden evitalo, despois arrepentinme, pero no momento agarreina polo brazo e tentei que cuspira o papel. Aquilo chegara xa lonxe de máis. Margarita deixou saír un berro como se algo lle doese e protexeuse coas mans, agardando unha labazada. “Mandáronme eles... non queren que o saibades!!” exclamou.
Aquilo xa non era nin medio normal. Despois de meditalo un pouco, e desoíndo os rogos de Margarita, fun falar con Merche, a de recursos humanos —que máis ou menos xa estaba ó tanto, xa se sabe, as empresas pequenas...—, e conteille o que lle faltaba por saber. Pareceu xenuinamente preocupada, como era lóxico: unha cousa era o temor xeral e máis ou menos cómico a aquela endiañada e misteriosa porta, e outra moi distinta perde-la cabeza como semellaba que lle estaba a acontecer a aquela rapaciña. Aquela mesma tarde Merche chamou a Margarita á súa oficina. A moza mostrouse reticente e case espantada polo reclamo, pero non lle quedaba doutra que ir. Merche recibiuna cun sorriso maternal e comprensivo, pechou á porta detrás dela e... os máis intentamos osmar algo do que pasaba alí dentro, pero só soubemos que, unha media hora más tarde Denís, o psicólogo da empresa, entrou no despacho con certa precipitación. Botaron aínda moito tempo, ben un par de horas, dentro. Tanto que deu a hora de saír e, aínda que tentamos facer o zoupeiro un cacho máis, xa sería sospeitoso prolongar a nosa permanencia “na ofi” máis tempo. Marchamos, pois, e xa entre os grupos que abandonaban o edificio corrían rumores diversos: que Margarita se trastornara completamente e tiña visións, que eu lle pegara, que ela me pegara a min, que era sobriña dunha meiga e afeccionada á ouija...
Como fose, o seguinte que soubemos, xa á mañá seguinte, é que despois de moito falar con ela Merche e Denís decidiran mandar a Margarita para a casa e que collera a baixa por un evidente estrés, a cal chegou confirmada polo médico esa mesma mañá a través de mail. A rumoroloxía continuou a funcionar uns días pero, como todo o que deixa de ser novo, perdeu interese ó cabo do tempo, e deixamos de falar de Margarita.
Dúas semanas despois do incidente tocoume a min subir ó sétimo andar. Con resignación pillei o expediente co proxecto sobre a remodelación do parque infantil da Praza de Cuba, que estaba alí case ó ladiño e que finalmente resultara adxudicado a outra empresa de Monforte, e dispúxenme a subir. Chamei o ascensor e, durante a subida, non paraba de cambiar o peso do corpo dun pé ó outro, mirando ó teito da cabina como se dun intre a outro fose saír despedido por alí en plan home-bala. A minoración da velocidade marcou a fin do traxecto e as portas abríronse cun timbre que se me antollou impropiamente alegre. Saín e enfilei polo andadeiro rumbo ó arquivo. A porta verde estaba uns pasos máis aló, naquela dirección. Ó pasar por diante boteille unha mirada de esguello, mestura de noxo, odio e desagrado. Botei no arquivo o tempo imprescindible, tomei nota mental de que un dos tubos fluorescentes palpebrexaba a piques de fundirse para pedirlle a Arsenio, o conserxe, que o cambiase, e dispúxenme a volver ó meu posto de traballo.
Cando saín, pechando con coidado a porta do arquivo detrás de min, reparei, tras avanzar un pouco polo corredor, en que asomando por baixo da porta verde había algo, un cacho de papel formando un triángulo escaleno co baixo da porta. Estou seguro de que cando pasara un anaco antes alí non había nada. Completamente seguro. Achegueime cun arreguizo rubíndome polas costas, aniqueime e, sen poder evitar certo tremor nos dedos, collín o papel. A medida que ía saíndo, albisquei unhas raias, como uns estraños símbolos escritos en tinta azul. De primeiras pensei que sería unha daquelas notiñas que Margarita pasaba por baixo da porta que o vento devolvía agora cara dentro, por moi absurda que resultase a idea. Pero isto que conto pasou todo nun segundo. De súpeto, o papel detívose, ofrecendo resistencia, e empezou a correr no sentido contrario, como se alguén guindase polo outro lado.
Considerado friamente, o que tiña que ter pasado é que eu levase un susto de morte e liscase de alí correndo e proferindo alaridos. Con todo, as reaccións viscerais son imprevisibles, e o meu instinto foi o de aferrar fortemente o papel. Da outra banda tiraban cada vez máis forte, e o folio engurrábase cada vez máis entre os meus dedos... ata que rachou. Fixera tanta forza para conseguir a páxina misteriosa que caín de cu ó perde-la agarradoira, e durante un intre quedei medio en branco, ata que un pouco de luz se abriu paso no meu entendemento e con ela un medo atroz. Recuei axudándome coas mans e apoieime contra a parede, coa respiración axitada e sen deixar de fita-la porta. Foi entón cando me decatei de que aínda levaba entre os dedos crispados un cacho de papel branco. Guindeino lonxe de min, como quen espanta un becho velenoso.
Que fora aquilo? Pero que cona fora aquilo?! Saín escopetado e non quixen nin agardar polo ascensor, senón que baixei ós choutos polas escaleiras. Decidín, nun último intre, non comentar aquilo con ninguén. Despois do que pasara con Margarita, o último que me faltaba era tolear tamén eu e perde-lo meu emprego, así que me reincorporei á miña mesa e, cando me preguntaron pola mala cara que traía, desculpeime dicindo que me sentara mal o almorzo. Estaba decidido a finxir que nada daquilo pasara. Despois de todo... que pasara? Nada. Un folio tirado no chan. Xa ves ti.
E así pasaron tres meses. Naquel tempo, non me tocou subir máis á sétima planta, e comprobei que, polo visto, ningún dos compañeiros que subían manifestaban síntomas de ter experimentado nada raro. Claramente, déralle importancia de máis ó asunto.
Foi un mércores, unha mañá que chovía arreo, cando Margarita se reincorporou. Dadas as circunstancias tan particulares da súa marcha, pareceunos ben tentar que se sentise o máis arroupada posible na volta, e decidiramos adornar un pouco a oficina, mercar unhas pastas e tratar de que aquela xornada fose un pouco informal e distendida.
Cedo, varios de nós sentimos unha freada aparatosa. Achegámonos á fiestra, pois por un intre coidamos que puidera ser un accidente, pero o que vimos era como Margarita se baixaba do coche. O mozo apeouse tamén e en dúas alancadas alcanzou á rapaza e agarrouna violentamente polo brazo. Por un intre coidamos que o mangallón lle ía bater, pero quizais porque nos agaitou vixiando dende o alto contívose, díxolle algo de malos modos e, ceibándoa cun empurrón, marchou facendo fume coas rodas renxentes.
Aquel día, Margarita non tiña paraxe. Estaba intranquila, bulideira. Ría ás gargalladas case por todo e aparentemente, na superficie, estaba contenta. Pero estaba tan distinta da Margarita que coñecéramos que resultaba sospeitoso. A súa axitación foi a máis ao longo da mañá, até que ao mediodía nos decatamos de que facía un chisco que desaparecera. “Penso que ía ó baño”, dixo non moi segura Claudia, a de contratación.
Porén, un cacho despois, pouco antes da hora da saída, escoitamos un berro estarrecedor, dos que non se esquecen, seguido dun forte peto no patio que non presaxiaba nada bo. Saímos correndo e alí, espetada contra o chan, estaba Margarita, coa choliña rebentada. A visión dos miolos feitos papa licuándose coa choiva fíxome golsar. Escoitábanse salaios e gritos. “Mirade!”, berrou alguén. Ao erguer as cabezas vimos con estartelado pavor como a porta verde do sétimo andar amodo, amodiño, se pechaba.




viernes, 15 de febrero de 2019

Kyoichi Katayama, "Un grito de amor desde el centro del mundo" - LIBRO DEL MES

Resultado de imagen de un grito de amor desde el centro del mundo

Título: Un grito de amor desde el centro del mundo
Autor: Kyoichi Katayama
Editorial: Alfaguara (et al.)
Publicación original: 2001 (múltiples ediciones)
Valoración: 5/5


“Perder a la persona que amas es muy triste.
Y esta pena, por más que lo intentes, no puedes
materializarla de ningún modo. Y, justamente
por eso, necesitas darle una forma concreta”

—Kyoichi Katayama, Un grito de amor
desde el centro del mundo


Publicada originalmente en 2001, Un grito de amor desde el centro del mundo, del japonés Kyoichi Katayama es, según parece, la novela japonesa más leída de todos los tiempos. Y después de leerla puede caber poca duda de por qué —incluso aunque hacia el final pierda un poco de fuelle y la resolución se haga un punto excesivamente morosa, salvada solo por la exquisitez estilística del autor—.

En este bellísimo texto sobre el primer amor adolescente, Katayama nos hunde desde la primera línea en la contundencia de la pérdida —esto ya ajeno a las edades— y lo complejo de salvar la fractura entre la realidad agónica y el sueño feliz que constituye la espina dorsal de todo proceso de duelo. También en lo peligroso de que los miembros de la pareja pierdan su identidad individual, se diluyan el uno en el otro hasta dejar de saber quiénes son ellos mismos. Y asimismo en estas páginas nos sumergimos en el primer descubrimiento de la muerte, que deja de ser algo ajeno para materializarse en algo muy concreto, muy íntimo, entremezclado con la ingenuidad idealista de ese primer amor, pero de un amor que se sabe también irrepetible y, en su fugacidad, eterno.

De forma singularmente metódica Sakutarô —narrador y protagonista, joven inteligente, brillante e inquisitivo—, describirá su “pena en observación”, sin aspavientos pero sin omisiones, reflejando la desubicación brutal que una pérdida —sí, una muerte más qué importa al mundo, cierto, pero uno no ama a todos los individuos del mundo— genera en los supervivientes; cómo lo personal, para el enamorado, es superior a lo colectivo, y aun esto gira en función de aquello. El horror de la pérdida, que lo contamina todo, y cómo asumir que ese hilo rojo del que hablan las culturas orientales se haya quebrado... o no tanto. Que diría Virginia Woolf, “nada es tan raro, cuando se está enamorado, como la total indiferencia de los demás”, a lo que cabría apostillar que idéntica rareza se produce cuando al perder al ser amado uno se enfrenta a un mundo absolutamente alienígena sin la presencia de esa persona, privado de cualquier tipo de percepción sensorial: nada tiene olor, color, sabor…

Sin apenas marcas relevantes sobre el entorno, sociedad, etc., Saku-chan y Aki viven en un mundo cerrado y ajeno a los demás —los pocos personajes secundarios y a excepción del abuelo, dan la impresión de ser pálidas sombras que vagan por ahí sin demasiado impacto en la vida de los dos personajes principales—, que poco a poco irán descubriendo la necesidad de aprovechar el momento, de no dar nada por sentado.

La acción transcurre sobre todo en algún momento en torno a 1990, aunque comienza un par de cursos antes. El autor, además, maneja varios saltos adelante y atrás, intercalando escenas ocurridas en distintos momentos. A mayores, más adelante en la historia queda claro que el narrador habla desde un momento bastante posterior a aquel en que ocurrieron los hechos que describe. Por el camino irá también apuntando otros temas incidentales como los roles de género, el temor a la felicidad excesiva, la ¿inevitable? maduración que estas experiencias conllevan, el descubrimiento del propio ser… La punzante belleza y melancolía de la escritura de Katayama asegura que el lector volverá a estas páginas en más de una ocasión.

Resultado de imagen de kyoichi katayama

sábado, 9 de febrero de 2019

David Foenkinos, "La delicadeza" - RESEÑA EXTRA DE FEBRERO (I)

Resultado de imagen de la delicadeza

Título: La delicadeza    Autor: David Foenkinos
Editorial: Seix Barral    Año: 2011
Valoración: 4/5

“El sentimiento amoroso es el que
más culpabilidad provoca. Se puede llegar
a pensar que uno tiene la culpa
de todas las heridas del otro”.

—David Foenkinos, La delicadeza



Tal vez porque este sea, según dicen, el mes del amor, o bien por pura coincidencia —son lecturas que se han extendido a lo largo de dos o tres meses, intercaladas entre otros libros—, lo cierto es que las tres historias que reseñaré en febrero tratan todas una temática marcadamente amorosa, aunque en momento vitales y desde perspectivas muy diversas.

Objeto de aclamación unánime, encontramos en La delicadeza, obra del parisino David Foenkinos, una historia plagada de ese aire un poco naïve y fantasioso tan de la literatura —y el cine— franceses de los últimos años. El zarpazo de lo terrible-incontrolable dentro de la armonía de una vida sencilla constituye un elemento cautivador ya desde el principio, y sirve como punto de arranque a una doble historia donde, como en la vida misma, unas cosas van trayendo causa de otras, sin tener una estructura circular definitivamente cerrada, hasta volverse realmente la historia de dos personajes, o incluso de una situación.

Con un sentido marcadamente cómico y no obstante muy humano, Foenkinos encuentra lo literario a partir de lo anecdótico, lo extraordinario a partir de lo común. En sus propias palabras: “Ahí era donde se dirigía Nathalie: a una novela”. La novela que, bien narrada, podría ser la existencia de cualquier persona.

El autor dedica el inicio de la obra a componer un marco aparentemente armónico que, a base de perfecto, se vuelve casi antinatural: “En la felicidad siempre llega un momento en el que uno está solo entre la multitud”. Y sobre esa soledad irá construyendo el sentido de la extrañeza de Nathalie, hasta que las circunstancias —¡tanto de nuestra vida, incluso de lo más importante, escapa a nuestro control en realidad!— la obligan a pasar por un periodo de duelo realista pero sin estridencias, para finalmente situarla frente a la contradicción de la pulsión de seguir viviendo vs. el recuerdo de un pasado idílico, ecuación que en última instancia sólo se puede resolver mediante la aceptación de que diferente no significa peor.

Un elemento que destaca desde el inicio mismo de la historia es cómo Foenkinos va disponiendo el texto para que preveamos la desgracia, y cómo trabaja sobre la premisa de la iniquidad de que no haya nada ajeno a la debacle —ese miedo tan humano—, el peso de lo que pudo haber sido y nunca llegó a ser. Aquel enfático“No quiero que te vayas, / dolor, última forma de amar”, de Pedro Salinas. El robo de toda esperanza. O en palabras del autor: “Quizá el dolor sea eso: una forma permanente de estar desarraigado de lo inmediato”.

De esa manera, de la eficiente profesional y joven esposa, Nathalie pasa por una etapa en la que se ve convertida en “Una mujer que vive en un mundo detenido en el tiempo”, pero que debe recomponer sus fragmentos interiores no sólo para sobrevivir, sino para dilucidar quién es ella misma en tanto que ser humano, en su soledad intrínseca y en su individualidad particular, así como a enfrentarse a la paradoja de que “Hay en el duelo una fuerza contradictoria, una fuerza absoluta que lo propulsa a uno tanto hacia la necesidad de cambio como hacia la tentación morbosa de la fidelidad al pasado”.

Enfrentado, casi accidentalmente —pero la vida es en gran medida una suma de accidentes azarosos—, a Nathalie se encuentra Markus, quien “(…) podía parecer grandilocuente; e incluso estúpido por haber salido huyendo. Pero hay que haber vivido años y años en la nada para comprender cómo de pronto se puede sentir miedo ante una simple posibilidad”. Y, sin embargo, la diferencia aparente que los distanciaría a primera vista —en su comportamiento, en su estética, etc.— oculta un interior muy semejante de dos seres sumidos en la zozobra existencial que se reconocen y se dan mutua compañía.

Foenkinos emprende así un amable estudio sobre la dualidad de la interpretación que los demás tienen de la relación entre Markus y Nathalie, así como la rumorología en el seno de cualquier grupo humano reducido —en este caso, la empresa—. En última instancia, la delicadeza que permite vislumbrar una paz posible, retornar a la tranquilidad, a la serenidad, se deriva de la falta de apresuramiento, de la franqueza en el comportamiento, del no esperar nada en concreto —por mucho que se desee—; lo cual contribuye a que tampoco la otra persona se sienta agobiada por el peso de la expectativa, de tener que amoldarse a una pauta a cuyo patrón no se quiere amoldarse.

Finalmente, a mayores del estilo pulcro y ocurrente, la intersección de los capítulos sobre nimiedades, que amplifican algún símbolo o metáfora y que al tiempo inciden en la futilidad de la existencia (la de Nathalie, fundamentalmente), sirven para completar con éxito la factura de una novela que se lee con verdadero agrado.


Resultado de imagen de david foenkinos

miércoles, 23 de enero de 2019

Nell Leyshon, "Del color de la leche" - LIBRO DEL MES


Resultado de imagen de del color de la leche

Título: Del color de la leche    Autora: Nell Leyshon
Año: 2012 (trad. 2013)    Editorial: Sexto Piso
Valoración: 5 / 5

En su novela Del color de la leche de 2012 —premio al libro del año en 2014 por el Gremio de Libreros de Madrid—, la inglesa Nell Leyshon (1962) nos narra la historia de Mary, una joven granjera —hoy la consideraríamos una adolescente— de alguna parte innominada de la Inglaterra de 1830. El texto es en buena medida una respuesta de su creadora a la pregunta: ¿qué nos contaría una chica nacida en esas circunstancias y en ese tiempo? En la época en que la historia se ambienta, en torno al 91% de las mujeres eran analfabetas, y las poquísimas que sabían leer y escribir pertenecían normalmente a las clases altas o acomodadas, de modo que como es lógico, los valores y temas que vehiculan en sus obras suelen ser los de su propia clase, dirigidas a lectores pertenecientes a la misma.

Leyshon, en cambio, se pregunta por lo que podría contarnos de su propia vida una mujer de quince años nacida en una granja pobre de la Inglaterra de 1830. ¿Cómo sería su voz? ¿Cómo serían sus condiciones de vida? ¿Qué posibilidades de expresión tendría? Y ahí es donde tiene lugar el primer acierto de la autora: la maravillosamente deslenguada Mary —la mano de la dramaturga se deja sentir con claridad en diálogos agudos y veloces—, que “escribe su historia con su propia mano”, aprende a leer y escribir por razones que no desvelaremos, pero incluso así se trata de una muchacha inculta, de inteligencia natural despiertísima pero sin la menor instrucción. En consecuencia, nada de florituras en su estilo, nada de hablar del sexo de los ángeles ni de cuestiones bizantinas: sólo el reflejo de una vida de enorme dureza, cero abstracción, puro realismo. Asombra ver cómo la gramática y sintaxis de la escritura se ponen al servicio de esa premisa y en contadísimas líneas se permite Leyshon romperla, con discreción suficiente como hacernos suponer que la sagaz Mary pueda sin duda ser su autora.

Sin embargo, Mary posee una voz propia, muy suya. Tal vez haber nacido en el seno de una familia donde la rudeza emocional parece manar de la propia tierra ingrata de la granja ha forzado a Mary —cuarta hija mujer de un matrimonio sin hijos varones y además con una malformación congénita en una pierna— a desarrollar una voz cortante como la escarcha que cubre los campos que tan a menudo contempla. Esa existencia inmersa en la violencia verbal y física de un padre que considera una desgracia haber tenido cuatro hijas, ninguna de las cuales puede trabajar tanto como un hombre, dará un vuelco cuando Mary sea reclamada para servir en la vicaría al cuidado de la esposa inválida del vicario y se vea sumergida en otro tipo de violencia más sutil, pero igual de destructiva. Pensar en las hermanas Brontë —en las reales y en sus obras de ficción— es inevitable.

A partir de ese punto, Leyshon se interroga, a través de la voz de Mary, acerca de las posibilidades de acción que una mujer tenía en esas circunstancias. La respuesta, tan evidente como tétrica, es: ninguna. El trabajo de Mary ni siquiera le es remunerado a ella directamente, sino a su padre. La opción de escapar tampoco es viable, pues una mujer no podía vagar libremente sin vigilancia en aquellos tiempos. Mary, por tanto, sin recibir ese nombre, es a todos los efectos una esclava, y la única forma de ejercer su libertad que le queda —agudizada por la conciencia de su diferencia, encarnada en su cojera y en su singular color de pelo— es la expresión verbal cortante y sin adornos de la realidad tal cual es —que diría mi abuelo, consiguiendo transformar la sinceridad en defecto—, cuando no directamente el ejercicio de la violencia; y, como descubre tardía pero liberadoramente, narrar, contar su historia. Hablar.

Raras veces un personaje “bueno” ha tenido tan malos modos y al mismo tiempo ha resultado tan querible, tan humanamente comprensible. Tal como ocurre —por echar mano del ejemplo que viene a la mente de forma más inmediata— en Cumbres Borrascosas, tampoco aquí consigue el lector identificarse plenamente con ninguno de los personajes, ni aprobar plenamente la conducta de ninguno, ni siquiera con la propia Mary, cuya actitud roza a veces lo brutal sin necesidad de mover un solo músculo.

Estando en la vicaría, en una extraña sintonía con la señora Graham —la señora de la casa— tal vez derivada del destino compartido de ser una criatura indefensa a merced de lo que otros quieran disponer sobre ella, sin voz ni voto en su propia existencia, varias veces veremos a Mary observando el exterior por las ventanas. No está encerrada, ciertamente. ¿O sí lo está? La nula capacidad de decisión de las mujeres —que necesitaban permiso del hombre que ejerciese su tutela (un padre, un marido, un hermano) para viajar, para disponer de su propio dinero, para educar a sus hijos y para cualquier otra cosa— queda puesta de manifiesto con sencillez y sin edulcoraciones, y entronca con un mundo donde esa situación es común en muchísimos lugares, incluso en el corazón de los pretendidamente más libres, avanzados y democráticos, donde aún es posible encontrar viva gente cuyos abuelos fueron esclavos o, sin irnos a lugares tan exóticos, múltiples ejemplos de mujeres —por centrarnos en el sexo de la protagonista, cuyo corrientísimo nombre la convierte de inmediato en un ejemplo, un arquetipo, un símbolo si se quiere— que apenas rozando la pubertad eran puestas a servir —o enviadas a otros trabajos durísimos que hoy día apenas resistiría un adulto— por sus propios padres.

Finalmente, para concluir estos brevísimos apuntes sobre una obra que merece la mayor de las atenciones y una lectura detenida, es inevitable el contraste entre las tres figuras masculinas de peso que aparecen en el texto: el padre, el abuelo y el empleador. El padre —otro arquetipo plenamente realista del que, si no lo hemos visto directamente, hemos oído hablar—, que experimenta poco tratamiento psicológico y por eso nos sorprende en alguna ocasión, tiene todos los ingredientes para desagradarnos desde el principio. Por contraste, el otro “padre”, el vicario Graham, se presenta en apariencia como un hombre refinado, culto. No cruel. Sin embargo, como Mary [le] pone de manifiesto más de una vez, también su relación con la protagonista se basa en una relación de poder, donde ese trato bondadoso no se ofrece como algo debido, sino como un regalo que se le hace magnánimamente a alguien sobre quien ejercemos dominio. Nos queda, por último, el abuelo, único hombre de la historia por el que Mary manifiesta afecto, tal vez porque el trato justo, afable y toscamente cariñoso que le dispensa a la niña procede de un verdadero sentido innato de la justicia, que comparte con Mary, y entremezclado con la pulsión protectora de esta, puesto que al estar lisiado por causa de un accidente y no poder trabajar, el abuelo ha dejado de tener capacidad decisoria y es objeto de la disposición ajena. Es decir, ha sido feminizado.

 Resultado de imagen de nell leyshon