miércoles, 23 de enero de 2019

Nell Leyshon, "Del color de la leche" - LIBRO DEL MES


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Título: Del color de la leche    Autora: Nell Leyshon
Año: 2012 (trad. 2013)    Editorial: Sexto Piso
Valoración: 5 / 5

En su novela Del color de la leche de 2012 —premio al libro del año en 2014 por el Gremio de Libreros de Madrid—, la inglesa Nell Leyshon (1962) nos narra la historia de Mary, una joven granjera —hoy la consideraríamos una adolescente— de alguna parte innominada de la Inglaterra de 1830. El texto es en buena medida una respuesta de su creadora a la pregunta: ¿qué nos contaría una chica nacida en esas circunstancias y en ese tiempo? En la época en que la historia se ambienta, en torno al 91% de las mujeres eran analfabetas, y las poquísimas que sabían leer y escribir pertenecían normalmente a las clases altas o acomodadas, de modo que como es lógico, los valores y temas que vehiculan en sus obras suelen ser los de su propia clase, dirigidas a lectores pertenecientes a la misma.

Leyshon, en cambio, se pregunta por lo que podría contarnos de su propia vida una mujer de quince años nacida en una granja pobre de la Inglaterra de 1830. ¿Cómo sería su voz? ¿Cómo serían sus condiciones de vida? ¿Qué posibilidades de expresión tendría? Y ahí es donde tiene lugar el primer acierto de la autora: la maravillosamente deslenguada Mary —la mano de la dramaturga se deja sentir con claridad en diálogos agudos y veloces—, que “escribe su historia con su propia mano”, aprende a leer y escribir por razones que no desvelaremos, pero incluso así se trata de una muchacha inculta, de inteligencia natural despiertísima pero sin la menor instrucción. En consecuencia, nada de florituras en su estilo, nada de hablar del sexo de los ángeles ni de cuestiones bizantinas: sólo el reflejo de una vida de enorme dureza, cero abstracción, puro realismo. Asombra ver cómo la gramática y sintaxis de la escritura se ponen al servicio de esa premisa y en contadísimas líneas se permite Leyshon romperla, con discreción suficiente como hacernos suponer que la sagaz Mary pueda sin duda ser su autora.

Sin embargo, Mary posee una voz propia, muy suya. Tal vez haber nacido en el seno de una familia donde la rudeza emocional parece manar de la propia tierra ingrata de la granja ha forzado a Mary —cuarta hija mujer de un matrimonio sin hijos varones y además con una malformación congénita en una pierna— a desarrollar una voz cortante como la escarcha que cubre los campos que tan a menudo contempla. Esa existencia inmersa en la violencia verbal y física de un padre que considera una desgracia haber tenido cuatro hijas, ninguna de las cuales puede trabajar tanto como un hombre, dará un vuelco cuando Mary sea reclamada para servir en la vicaría al cuidado de la esposa inválida del vicario y se vea sumergida en otro tipo de violencia más sutil, pero igual de destructiva. Pensar en las hermanas Brontë —en las reales y en sus obras de ficción— es inevitable.

A partir de ese punto, Leyshon se interroga, a través de la voz de Mary, acerca de las posibilidades de acción que una mujer tenía en esas circunstancias. La respuesta, tan evidente como tétrica, es: ninguna. El trabajo de Mary ni siquiera le es remunerado a ella directamente, sino a su padre. La opción de escapar tampoco es viable, pues una mujer no podía vagar libremente sin vigilancia en aquellos tiempos. Mary, por tanto, sin recibir ese nombre, es a todos los efectos una esclava, y la única forma de ejercer su libertad que le queda —agudizada por la conciencia de su diferencia, encarnada en su cojera y en su singular color de pelo— es la expresión verbal cortante y sin adornos de la realidad tal cual es —que diría mi abuelo, consiguiendo transformar la sinceridad en defecto—, cuando no directamente el ejercicio de la violencia; y, como descubre tardía pero liberadoramente, narrar, contar su historia. Hablar.

Raras veces un personaje “bueno” ha tenido tan malos modos y al mismo tiempo ha resultado tan querible, tan humanamente comprensible. Tal como ocurre —por echar mano del ejemplo que viene a la mente de forma más inmediata— en Cumbres Borrascosas, tampoco aquí consigue el lector identificarse plenamente con ninguno de los personajes, ni aprobar plenamente la conducta de ninguno, ni siquiera con la propia Mary, cuya actitud roza a veces lo brutal sin necesidad de mover un solo músculo.

Estando en la vicaría, en una extraña sintonía con la señora Graham —la señora de la casa— tal vez derivada del destino compartido de ser una criatura indefensa a merced de lo que otros quieran disponer sobre ella, sin voz ni voto en su propia existencia, varias veces veremos a Mary observando el exterior por las ventanas. No está encerrada, ciertamente. ¿O sí lo está? La nula capacidad de decisión de las mujeres —que necesitaban permiso del hombre que ejerciese su tutela (un padre, un marido, un hermano) para viajar, para disponer de su propio dinero, para educar a sus hijos y para cualquier otra cosa— queda puesta de manifiesto con sencillez y sin edulcoraciones, y entronca con un mundo donde esa situación es común en muchísimos lugares, incluso en el corazón de los pretendidamente más libres, avanzados y democráticos, donde aún es posible encontrar viva gente cuyos abuelos fueron esclavos o, sin irnos a lugares tan exóticos, múltiples ejemplos de mujeres —por centrarnos en el sexo de la protagonista, cuyo corrientísimo nombre la convierte de inmediato en un ejemplo, un arquetipo, un símbolo si se quiere— que apenas rozando la pubertad eran puestas a servir —o enviadas a otros trabajos durísimos que hoy día apenas resistiría un adulto— por sus propios padres.

Finalmente, para concluir estos brevísimos apuntes sobre una obra que merece la mayor de las atenciones y una lectura detenida, es inevitable el contraste entre las tres figuras masculinas de peso que aparecen en el texto: el padre, el abuelo y el empleador. El padre —otro arquetipo plenamente realista del que, si no lo hemos visto directamente, hemos oído hablar—, que experimenta poco tratamiento psicológico y por eso nos sorprende en alguna ocasión, tiene todos los ingredientes para desagradarnos desde el principio. Por contraste, el otro “padre”, el vicario Graham, se presenta en apariencia como un hombre refinado, culto. No cruel. Sin embargo, como Mary [le] pone de manifiesto más de una vez, también su relación con la protagonista se basa en una relación de poder, donde ese trato bondadoso no se ofrece como algo debido, sino como un regalo que se le hace magnánimamente a alguien sobre quien ejercemos dominio. Nos queda, por último, el abuelo, único hombre de la historia por el que Mary manifiesta afecto, tal vez porque el trato justo, afable y toscamente cariñoso que le dispensa a la niña procede de un verdadero sentido innato de la justicia, que comparte con Mary, y entremezclado con la pulsión protectora de esta, puesto que al estar lisiado por causa de un accidente y no poder trabajar, el abuelo ha dejado de tener capacidad decisoria y es objeto de la disposición ajena. Es decir, ha sido feminizado.

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