viernes, 15 de febrero de 2019

Kyoichi Katayama, "Un grito de amor desde el centro del mundo" - LIBRO DEL MES

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Título: Un grito de amor desde el centro del mundo
Autor: Kyoichi Katayama
Editorial: Alfaguara (et al.)
Publicación original: 2001 (múltiples ediciones)
Valoración: 5/5


“Perder a la persona que amas es muy triste.
Y esta pena, por más que lo intentes, no puedes
materializarla de ningún modo. Y, justamente
por eso, necesitas darle una forma concreta”

—Kyoichi Katayama, Un grito de amor
desde el centro del mundo


Publicada originalmente en 2001, Un grito de amor desde el centro del mundo, del japonés Kyoichi Katayama es, según parece, la novela japonesa más leída de todos los tiempos. Y después de leerla puede caber poca duda de por qué —incluso aunque hacia el final pierda un poco de fuelle y la resolución se haga un punto excesivamente morosa, salvada solo por la exquisitez estilística del autor—.

En este bellísimo texto sobre el primer amor adolescente, Katayama nos hunde desde la primera línea en la contundencia de la pérdida —esto ya ajeno a las edades— y lo complejo de salvar la fractura entre la realidad agónica y el sueño feliz que constituye la espina dorsal de todo proceso de duelo. También en lo peligroso de que los miembros de la pareja pierdan su identidad individual, se diluyan el uno en el otro hasta dejar de saber quiénes son ellos mismos. Y asimismo en estas páginas nos sumergimos en el primer descubrimiento de la muerte, que deja de ser algo ajeno para materializarse en algo muy concreto, muy íntimo, entremezclado con la ingenuidad idealista de ese primer amor, pero de un amor que se sabe también irrepetible y, en su fugacidad, eterno.

De forma singularmente metódica Sakutarô —narrador y protagonista, joven inteligente, brillante e inquisitivo—, describirá su “pena en observación”, sin aspavientos pero sin omisiones, reflejando la desubicación brutal que una pérdida —sí, una muerte más qué importa al mundo, cierto, pero uno no ama a todos los individuos del mundo— genera en los supervivientes; cómo lo personal, para el enamorado, es superior a lo colectivo, y aun esto gira en función de aquello. El horror de la pérdida, que lo contamina todo, y cómo asumir que ese hilo rojo del que hablan las culturas orientales se haya quebrado... o no tanto. Que diría Virginia Woolf, “nada es tan raro, cuando se está enamorado, como la total indiferencia de los demás”, a lo que cabría apostillar que idéntica rareza se produce cuando al perder al ser amado uno se enfrenta a un mundo absolutamente alienígena sin la presencia de esa persona, privado de cualquier tipo de percepción sensorial: nada tiene olor, color, sabor…

Sin apenas marcas relevantes sobre el entorno, sociedad, etc., Saku-chan y Aki viven en un mundo cerrado y ajeno a los demás —los pocos personajes secundarios y a excepción del abuelo, dan la impresión de ser pálidas sombras que vagan por ahí sin demasiado impacto en la vida de los dos personajes principales—, que poco a poco irán descubriendo la necesidad de aprovechar el momento, de no dar nada por sentado.

La acción transcurre sobre todo en algún momento en torno a 1990, aunque comienza un par de cursos antes. El autor, además, maneja varios saltos adelante y atrás, intercalando escenas ocurridas en distintos momentos. A mayores, más adelante en la historia queda claro que el narrador habla desde un momento bastante posterior a aquel en que ocurrieron los hechos que describe. Por el camino irá también apuntando otros temas incidentales como los roles de género, el temor a la felicidad excesiva, la ¿inevitable? maduración que estas experiencias conllevan, el descubrimiento del propio ser… La punzante belleza y melancolía de la escritura de Katayama asegura que el lector volverá a estas páginas en más de una ocasión.

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sábado, 9 de febrero de 2019

David Foenkinos, "La delicadeza" - RESEÑA EXTRA DE FEBRERO (I)

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Título: La delicadeza    Autor: David Foenkinos
Editorial: Seix Barral    Año: 2011
Valoración: 4/5

“El sentimiento amoroso es el que
más culpabilidad provoca. Se puede llegar
a pensar que uno tiene la culpa
de todas las heridas del otro”.

—David Foenkinos, La delicadeza



Tal vez porque este sea, según dicen, el mes del amor, o bien por pura coincidencia —son lecturas que se han extendido a lo largo de dos o tres meses, intercaladas entre otros libros—, lo cierto es que las tres historias que reseñaré en febrero tratan todas una temática marcadamente amorosa, aunque en momento vitales y desde perspectivas muy diversas.

Objeto de aclamación unánime, encontramos en La delicadeza, obra del parisino David Foenkinos, una historia plagada de ese aire un poco naïve y fantasioso tan de la literatura —y el cine— franceses de los últimos años. El zarpazo de lo terrible-incontrolable dentro de la armonía de una vida sencilla constituye un elemento cautivador ya desde el principio, y sirve como punto de arranque a una doble historia donde, como en la vida misma, unas cosas van trayendo causa de otras, sin tener una estructura circular definitivamente cerrada, hasta volverse realmente la historia de dos personajes, o incluso de una situación.

Con un sentido marcadamente cómico y no obstante muy humano, Foenkinos encuentra lo literario a partir de lo anecdótico, lo extraordinario a partir de lo común. En sus propias palabras: “Ahí era donde se dirigía Nathalie: a una novela”. La novela que, bien narrada, podría ser la existencia de cualquier persona.

El autor dedica el inicio de la obra a componer un marco aparentemente armónico que, a base de perfecto, se vuelve casi antinatural: “En la felicidad siempre llega un momento en el que uno está solo entre la multitud”. Y sobre esa soledad irá construyendo el sentido de la extrañeza de Nathalie, hasta que las circunstancias —¡tanto de nuestra vida, incluso de lo más importante, escapa a nuestro control en realidad!— la obligan a pasar por un periodo de duelo realista pero sin estridencias, para finalmente situarla frente a la contradicción de la pulsión de seguir viviendo vs. el recuerdo de un pasado idílico, ecuación que en última instancia sólo se puede resolver mediante la aceptación de que diferente no significa peor.

Un elemento que destaca desde el inicio mismo de la historia es cómo Foenkinos va disponiendo el texto para que preveamos la desgracia, y cómo trabaja sobre la premisa de la iniquidad de que no haya nada ajeno a la debacle —ese miedo tan humano—, el peso de lo que pudo haber sido y nunca llegó a ser. Aquel enfático“No quiero que te vayas, / dolor, última forma de amar”, de Pedro Salinas. El robo de toda esperanza. O en palabras del autor: “Quizá el dolor sea eso: una forma permanente de estar desarraigado de lo inmediato”.

De esa manera, de la eficiente profesional y joven esposa, Nathalie pasa por una etapa en la que se ve convertida en “Una mujer que vive en un mundo detenido en el tiempo”, pero que debe recomponer sus fragmentos interiores no sólo para sobrevivir, sino para dilucidar quién es ella misma en tanto que ser humano, en su soledad intrínseca y en su individualidad particular, así como a enfrentarse a la paradoja de que “Hay en el duelo una fuerza contradictoria, una fuerza absoluta que lo propulsa a uno tanto hacia la necesidad de cambio como hacia la tentación morbosa de la fidelidad al pasado”.

Enfrentado, casi accidentalmente —pero la vida es en gran medida una suma de accidentes azarosos—, a Nathalie se encuentra Markus, quien “(…) podía parecer grandilocuente; e incluso estúpido por haber salido huyendo. Pero hay que haber vivido años y años en la nada para comprender cómo de pronto se puede sentir miedo ante una simple posibilidad”. Y, sin embargo, la diferencia aparente que los distanciaría a primera vista —en su comportamiento, en su estética, etc.— oculta un interior muy semejante de dos seres sumidos en la zozobra existencial que se reconocen y se dan mutua compañía.

Foenkinos emprende así un amable estudio sobre la dualidad de la interpretación que los demás tienen de la relación entre Markus y Nathalie, así como la rumorología en el seno de cualquier grupo humano reducido —en este caso, la empresa—. En última instancia, la delicadeza que permite vislumbrar una paz posible, retornar a la tranquilidad, a la serenidad, se deriva de la falta de apresuramiento, de la franqueza en el comportamiento, del no esperar nada en concreto —por mucho que se desee—; lo cual contribuye a que tampoco la otra persona se sienta agobiada por el peso de la expectativa, de tener que amoldarse a una pauta a cuyo patrón no se quiere amoldarse.

Finalmente, a mayores del estilo pulcro y ocurrente, la intersección de los capítulos sobre nimiedades, que amplifican algún símbolo o metáfora y que al tiempo inciden en la futilidad de la existencia (la de Nathalie, fundamentalmente), sirven para completar con éxito la factura de una novela que se lee con verdadero agrado.


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