CREO QUE NUNCA OS HE CONTADO ESTO, pero cuando tenía seis o siete años estuve a punto de morir asfixiado. Estoy convencido de que mi claustrofobia y mi terror a ser enterrado vivo vienen de ahí.
Creo que fue justo el año antes de nacer mi hermana, y debía de ser invierno porque llevaba puesta mi bata azul oscuro con su cuello de paisley. Recuerdo la escena con mucha nitidez, como se recuerda todo lo que impregna el horror. Estaba recién bañado, así que probablemente era domingo. Estábamos cenando y una rodaja de chorizo ridículamente pequeña se me quedó atorada a la altura de los bronquios. Nunca ha vuelto a ocurrirme, pero la sensación de angustia no se me ha olvidado hasta este día.
A diferencia de lo que ocurre en las películas, la asfixia no es un proceso rápido y aséptico, tipo te pongo un cojín encima de la cara y en un momentito estás despachado con apenas más que un manoteo. Morir por asfixia lleva entre tres y cinco minutos —una canción completa de Eurovisión, imaginaos—, y la pérdida de conocimiento final va precedida por unos espasmos bruscos y terroríficos. Es un proceso que se hace eterno para quien lo sufre y tal vez para quienes le rodean más eterno todavía.
No sabría decir cuánto tiempo estuve privado de aire, porque es probable que mi cerebro haya comprimido el recuerdo, como se abrevia en la memoria todo lo doloroso una vez que ha pasado, de forma que veo con claridad el momento del atragantamiento y el momento en que la vida volvió a entrar en mis pulmones, colgado boca abajo por los pies mientras me palmeaban la espalda con vigor. En medio, un vacío. Lo único que siento aún con nitidez escalofriante es la sensación de muerte inminente, de algo importante pero frágil que se desliza entre los dedos. No debió de ser rápido, sin embargo, porque mis padres coinciden en señalar que llegué a ponerme azul.
Hicieron todo lo que se les ocurrió para lograr que expulsara la rodaja de marras, incluso provocarme el vómito (lo cual, por cierto, es algo que EN NINGÚN CASO debe hacerse con alguien que se está asfixiando), como mi padre me recuerda aún de cuando en vez, creo que con algo de rencor, porque le mordí un dedo. Sea como fuere, sin ánimo de entrar en filosofías, el hecho de que esté escribiendo estas líneas me parece que demuestra con alto grado de certeza que estoy vivo. No obstante fue entonces cuando aprendí que hay cosas en la vida que no pueden hacerse más que completamente solo, aun rodeado de una multitud.
Sin embargo, a veces me pregunto, por citar la preciosa película de Isabel Coixet, cómo habría sido mi vida sin mí. Qué habría pasado si hubiera muerto aquella noche. Tal vez mis padres se habrían divorciado (pasa a muchas parejas que pierden un hijo) y por tanto mi hermana nunca habría llegado a nacer. O tal vez habrían seguido juntos y no solo habría nacido mi hermana, sino también ese tercer hijo que mi madre siempre quiso tener y no pudo, por razones que no vienen al caso. Este hermano llegó a tener nombre. Yamal, se habría llamado (escrito exactamente así).
En ocasiones me pregunto cómo habría sido. Tal vez porque habría sido una década o más menor que yo me imagino que se habría quedado un poco bajito. Habría tenido el pelo negro como el mío, pero lacio como el de mi hermana. A diferencia de ambos, le habrían gustado los deportes. Se le habrían dado bien los estudios pero no le habrían interesado demasiado. Preferiría trabajar con las manos. Sería risueño. Sociable y alegre. Creo que como me ocurre con mi hermana, en algunos sentidos habría sido como el hijo que nunca tendré. Aquí aprendí lo mucho que se puede llegar a querer a seres que nunca han existido y que también se puede echarlos de menos.
En fin, no me hagáis demasiado caso. Es de noche y es verano aunque el calendario diga que aún no es verano, y como todos los atardeceres de verano, me entra la melancolía. Tal vez mi hermano Yamal sí llegó a nacer y está a punto de cumplir los treinta, aunque hable poco de él. O tal vez yo sea hijo único. Puede ser que mi madre perdiese a Yamal en un aborto espontáneo en el séptimo mes de gestación. O puede que todo este texto sea una patraña literaria y nunca haya estado en peligro de muerte por asfixia, menos aún por comer chorizo, porque los embutidos me dan asco. ¿Cuánto me conocéis? ¿Cuánto conocemos, de verdad conocemos, a las personas que nos rodean?