jueves, 2 de junio de 2022

¡¿Es que nadie va a pensar en los niños?!

NO QUISIERA QUE ESTE ACABARA SIENDO uno de esos posts de "¡¿Pero es que nadie va a pensar en los niños?!", pero de hecho va a ser uno de esos posts.

Todos los días hago a pie el camino de ida y vuelta al trabajo, ochenta minutos diarios de paseíto que me sirven para estirar las piernas y activar la circulación —que ya horas de sobra pasa uno sentado—, llegar despejado al chollo y también es una buena manera de integrar el ejercicio en las rutinas cotidianas. Todo el que me conozca al menos un poquito sabe que me chifla patear, me sirve para activar la mente y aprovechar para pensar en mis cosas. Si voy caminando por la calle y no os saludo no me lo toméis a mal, seguro que voy "escribiendo"; y si tengo alguna preocupación o estoy agobiado, casi seguro que me encontraréis trotando por aquí o acullá.
Esta última quincena, sin embargo, para poder afrontar una serie de obligaciones vespertinas habiendo descansado un mínimo al mediodía (siestitas de media hora o poco más, tampoco nada para echar cohetes, no os vayáis a creer), me he visto en la necesidad de coger el bus de vuelta muchos días, y he reparado en la cantidad de gente joven a la que parece haberle salido un apéndice en forma de pantalla en la mano.
Ayer mismo, en la parte trasera del bus donde iba sentado, había seis niños (a estas alturas, para mí cualquier cosa de 19 o menos años entra dentro de la categoría "niño"), cuatro de los cuales iban con los ojos enterrados en su pantallita (otro día hablamos de quienes lo van mirando compulsivamente por la calle). De ellos, cuatro adolescentAs entraron juntas. Tres de ellas sacaron, casi como un resorte, el móvil nada más apalancarse, y aunque a ratos parecían interactuar entre sí, su distracción era palpable. Sus cuerpos iban en el bus; sus mentes, no. De los otros dos, solo una niña de unos diez años iba verdaderamente teniendo un intercambio humano con su ¿madre? Hablaban, reían, se hacían carantoñas...
El que más me impresionó, sin embargo, fue un niño que por su apariencia no tendría más de ocho y que viajaba con su ¿abuela? Iba completamente absorto en un juego. Así estaba cuando me subí al bus y así continuaba cuando me bajé. No le oí decir una palabra ni le vi levantar una sola vez la cabeza de la pantalla en lo que duró mi trayecto (unos veinte minutos). Hay pocas cosas que me resulten más chocantes que los niños que no manifiestan curiosidad por lo que les rodea: lo natural a esa edad es que te llame la atención el mundo, querer observarlo, tratar de entenderlo... no estar sumido en una existencia paralela que no te será de utilidad alguna en esta, donde además solo tienes una vida: si se te acaba, no apareces un ratito después parpadeando para un nuevo intento (con permiso de los budistas).
Y la verdad es que me aterra pensar en lo mal que lo van a pasar las generaciones más jóvenes. Estamos siendo negligentes con ellos y no les estamos dando las herramientas para enfrentarse con una vida que los va a tratar con dureza inmisericorde. La vida es una maestra implacable y más les valdría espabilar, porque con la mierda de mundo que vamos a dejarles los que vamos delante, una pantallita no será lo que les sirva de escudo.



miércoles, 1 de junio de 2022

El fin de las cosas

ÚLTIMAMENTE PIENSO MUCHO EN LA MUERTE. Bueno, siempre he pensado mucho en la muerte. Que nadie se alarme, este no es uno de eso mensajes crípticos de despedida. Mi cuerpo no va a aparecer de aquí a unos días flotando bocabajo en la piscina, para empezar porque no tengo piscina, ni en el mar a medio comer por los peces. Es decir, puede que aparezca, pero no será porque yo me haya tirado; así que si aparezco hacedme el favor de investigar mi misteriosa muerte, no me estéis jodiendo.

Pero sí. Pienso mucho en la muerte. Este año (Dios mediante, como suele decir un buen amigo) cumpliré mi cuadragésima vuelta en torno al sol. Lo cual quiere decir que, estadísticamente hablando, de ahora en adelante siempre me quedará cada vez menos tiempo por delante del que ya acumulo por detrás. Teniendo en cuenta que llegar hasta aquí me ha parecido un suspiro, la perspectiva tampoco es que me entusiasme. Tal vez sea esto a lo que llaman "crisis de los cuarenta".
Siempre me ha dado miedo la muerte, y a estas alturas ya he desistido de que alguna vez deje de dármelo. Puesto que no tengo creencias sobre ninguna clase de existencia ultraterrena, concretamente lo que me aterra no es tanto la mortalidad en sí como la extinción total y absoluta de la (auto)consciencia. Dice mi madre, que probablemente en esto tenga razón como en casi todo lo demás, que nunca lograré estar del todo en paz hasta que logre estar en paz con la idea de que todo lo que tiene un principio debe tener un final.
Siempre me irritó esa tendencia desmesurada de la naturaleza a la profusión. Se pervive sustituyendo y multiplicando, sin prestar la menor atención a las condiciones particulares del individuo, que para el éxito de la especie es totalmente accesorio, y ya no digamos para la continuidad de la vida en general. Sin embargo, a punto de estrenar mi cuadragésimo tumbo por este rinconcito de galaxia perdido en esa inmensidad de vacío que es el universo, me he dado cuenta de que lo que más me aterra no es tanto la muerte como que el terror a que la muerte me empuje en algún momento a tener un comportamiento repulsivo. Qué sé yo, no socorrer a alguien por temor a salir herido, mismamente.
El ser humano es el más triste de todos los animales, porque es el único que sabe que en algún momento del futuro va a dejar de existir. Los demás no lo saben, y por eso son inmortales.



domingo, 8 de mayo de 2022

Asfixia

CREO QUE NUNCA OS HE CONTADO ESTO, pero cuando tenía seis o siete años estuve a punto de morir asfixiado. Estoy convencido de que mi claustrofobia y mi terror a ser enterrado vivo vienen de ahí.


Creo que fue justo el año antes de nacer mi hermana, y debía de ser invierno porque llevaba puesta mi bata azul oscuro con su cuello de paisley. Recuerdo la escena con mucha nitidez, como se recuerda todo lo que impregna el horror. Estaba recién bañado, así que probablemente era domingo. Estábamos cenando y una rodaja de chorizo ridículamente pequeña se me quedó atorada a la altura de los bronquios. Nunca ha vuelto a ocurrirme, pero la sensación de angustia no se me ha olvidado hasta este día.

A diferencia de lo que ocurre en las películas, la asfixia no es un proceso rápido y aséptico, tipo te pongo un cojín encima de la cara y en un momentito estás despachado con apenas más que un manoteo. Morir por asfixia lleva entre tres y cinco minutos —una canción completa de Eurovisión, imaginaos—, y la pérdida de conocimiento final va precedida por unos espasmos bruscos y terroríficos. Es un proceso que se hace eterno para quien lo sufre y tal vez para quienes le rodean más eterno todavía.

No sabría decir cuánto tiempo estuve privado de aire, porque es probable que mi cerebro haya comprimido el recuerdo, como se abrevia en la memoria todo lo doloroso una vez que ha pasado, de forma que veo con claridad el momento del atragantamiento y el momento en que la vida volvió a entrar en mis pulmones, colgado boca abajo por los pies mientras me palmeaban la espalda con vigor. En medio, un vacío. Lo único que siento aún con nitidez escalofriante es la sensación de muerte inminente, de algo importante pero frágil que se desliza entre los dedos. No debió de ser rápido, sin embargo, porque mis padres coinciden en señalar que llegué a ponerme azul.

Hicieron todo lo que se les ocurrió para lograr que expulsara la rodaja de marras, incluso provocarme el vómito (lo cual, por cierto, es algo que EN NINGÚN CASO debe hacerse con alguien que se está asfixiando), como mi padre me recuerda aún de cuando en vez, creo que con algo de rencor, porque le mordí un dedo. Sea como fuere, sin ánimo de entrar en filosofías, el hecho de que esté escribiendo estas líneas me parece que demuestra con alto grado de certeza que estoy vivo. No obstante fue entonces cuando aprendí que hay cosas en la vida que no pueden hacerse más que completamente solo, aun rodeado de una multitud.

Sin embargo, a veces me pregunto, por citar la preciosa película de Isabel Coixet, cómo habría sido mi vida sin mí. Qué habría pasado si hubiera muerto aquella noche. Tal vez mis padres se habrían divorciado (pasa a muchas parejas que pierden un hijo) y por tanto mi hermana nunca habría llegado a nacer. O tal vez habrían seguido juntos y no solo habría nacido mi hermana, sino también ese tercer hijo que mi madre siempre quiso tener y no pudo, por razones que no vienen al caso. Este hermano llegó a tener nombre. Yamal, se habría llamado (escrito exactamente así).

En ocasiones me pregunto cómo habría sido. Tal vez porque habría sido una década o más menor que yo me imagino que se habría quedado un poco bajito. Habría tenido el pelo negro como el mío, pero lacio como el de mi hermana. A diferencia de ambos, le habrían gustado los deportes. Se le habrían dado bien los estudios pero no le habrían interesado demasiado. Preferiría trabajar con las manos. Sería risueño. Sociable y alegre. Creo que como me ocurre con mi hermana, en algunos sentidos habría sido como el hijo que nunca tendré. Aquí aprendí lo mucho que se puede llegar a querer a seres que nunca han existido y que también se puede echarlos de menos.

En fin, no me hagáis demasiado caso. Es de noche y es verano aunque el calendario diga que aún no es verano, y como todos los atardeceres de verano, me entra la melancolía. Tal vez mi hermano Yamal sí llegó a nacer y está a punto de cumplir los treinta, aunque hable poco de él. O tal vez yo sea hijo único. Puede ser que mi madre perdiese a Yamal en un aborto espontáneo en el séptimo mes de gestación. O puede que todo este texto sea una patraña literaria y nunca haya estado en peligro de muerte por asfixia, menos aún por comer chorizo, porque los embutidos me dan asco. ¿Cuánto me conocéis? ¿Cuánto conocemos, de verdad conocemos, a las personas que nos rodean?