viernes, 26 de abril de 2013

Steven Millhauser, "El lanzador de cuchillos" - LIBRO DEL MES

 
 
La verdad es que he de reconocer que tengo mucha suerte con mis elecciones en materia literaria. Rarísimamente debo pasar por esa desagradable sensación de vacío que le sobreviene a uno cuando concluye un libro insatisfactorio, o, peor aún, cuando le resulta tan insoportable que ni siquiera llega a acabarlo, puesto que ni siquiera provee algo de insustancial entretenimiento; al cerrarlo, uno contempla durante unos instantes la portada, como interrogando al mudo volumen acerca de las horas irremediablemente perdidas en su estéril lectura, sin obtener respuesta.

Admito avergonzado que, hasta que descubrí este volumen en el estante de saldos de cierta librería, ni siquiera tenía noción de que existiera en el mundo una criatura llamada Steven Millhauser, ni mucho menos de que fuese un autor tan excepcional. Ahora, por fortuna, he salido de mi ignorancia.

El estadounidense Millhauser fue ganador del Pulitzer en 1997, por su novela Martin Dressler. Sin embargo, es un autor relativamente poco prolífico (en más de cuarenta años de carrera ha publicado “solo” once libros, ninguno de ellos llamativamente extenso), que ha prestado singular atención al relato (solo tres novelas se cuentan en su haber). La crítica le considera un posromántico, heredero de Poe y Borges, pero con elementos singularmente americanos y originales.

El volumen del que aquí hablo lleva por título El lanzador de cuchillos, y apareció al año siguiente del premio mencionado (la traducción castellana, en ed. Andrés Bello, es de 2001). Lo primero que destaca en él es la atmósfera inquietante, sin ser en absoluto terrorífica, común a todos los relatos, escritos, como certeramente se destaca en la contraportada, con una engañosa simplicidad. Demuestra el autor una gran habilidad para describir ambientes, con una prosa cuidadísima, escalofriantemente evocadora, poderosa, perturbadora, exacta pero rica, que consigue transmitir sensaciones de manera convincente. Pero el elemento que más me ha llamado la atención en esta obra es el interés, casi obsesión, del escritor por camuflar hábilmente reflexiones sobre el proceso creativo y el arte en sus relatos, hablándonos de ello pero sin hacer metaliteratura, ni nombrarlo siquiera.

La colección de doce relatos se abre con el que le da nombre, y que además sienta el tono del conjunto (la coherencia estética es otro de los puntos llamativos del libro). “El lanzador de cuchillos” es una historia sobre la inquietud de no saber, y sobre el placer que produce la transgresión de las reglas artísticas, sin llegar nunca a violentarlas del todo.

“Una visita”, por su parte, nos habla sobre la incomunicación y sobre lo que no se verbaliza, en un escenario donde todo pugna por suprimir la palabra: los nueve años sin noticias el protagonista de su amigo, la escena del silencio frente al lago, la charla frustrada, el aislamiento de la casa, cercada entre árboles, la mudez de la esposa …

En “La Hermandad de la Noche” consigue una atmósfera crecientemente tensa a través del uso en la narración de múltiples voces. Se trata de un relato sobre la búsqueda del yo y la necesidad de integrarse, de encajar, siendo del máximo interés la constante alusión a la oscuridad. Una parábola, en definitiva, sobre el control y la falta de privacidad en la sociedad moderna, y sobre la dificultad paterna de dejar de ejercer uno y otra. Sobre el desconocimiento y la ignorancia, en definitiva.

La soledad es también el tema de “La salida”, con su fantástico detallismo para reflejar la fragilidad intrínseca del personaje, y, por extensión, de todos los humanos (como cuando alude al débil rastro del aliento en el frío mañanero). Versa también sobre lo ineludible del destino y lo diminutos que somos frente a él.

En “Alfombras mágicas” vuelve al poder de la imaginación para consumir el tiempo inacabable, así como a los gustos furibundos de la niñez, que perdemos al hacernos adultos.

“El nuevo teatro de autómatas” es, probablemente, mi relato favorito del conjunto. Constituye una excelente y perspicaz reflexión sobre la creación artística y la verosimilitud, así como sobre la vida del artista (no exento de guiños humorísticos, como el comentario envenenado de que los gerentes de los teatros viven bien, pero no los maestros). Es fácil trasladar sus términos a la literatura actual, y al arte en general, por oposición a los clásicos.

Por su parte, “El sueño del consorcio” supone un hábil destripamiento del consumismo: donde todo tiene un precio, no hay límite para la venta, ni tampoco escapatoria. Insinúa también lo que es la vida en un decorado, mostrándonos que quizá no más que eso es la nuestra.

“Paradise Park” entraña otra reflexión sutil (elemento, como dije, común a todo el libro) sobre la pugna entre la concepción del arte y la fantasía como imitación de la vida, o bien como sustitución de esta (¿cuál de ambos papeles es el del actor, valga decir, del artista?). El exceso de originalidad, que conduce al apetito por más originalidad, en detrimento del oficio y del dominio de las reglas del arte. Todo el relato se basa en los diversos estadios del proceso creativo: copia de lo anterior, réplica de lo real, hallazgo de novedades, orginalidad-investigación en lo que no es aparente (con la creciente dificultad de conexión con el público amplio y la pugna entre el arte y el entretenimiento), plasmación de lo macabro, destrucción-decadencia (todos asimilables al placer, la existencia, etc.).

En “Habla Kaspar Hauser” se plantea la asentada idea de la antropología de que la cultura es una segunda naturaleza para los seres humanos, un medio para alcanzar su auténtica libertad, pero que puede ser también un arma de doble filo y separarle a uno de lo común.

Por último (no he hablado de todos los relatos, solo de los que más me han gustado), cierra la colección “Bajo los sótanos de nuestra ciudad”, una parábola sobre la aventura que supone una vuelta de tuerca sobre la imaginación y la ausencia de reglas en la niñez (con una serie de simbolismos, como la de los “faroleros”, que representan a los pensadores y artistas, que dan luz en el camino y nos hacen de guías por un terreno que solo luego nos llega a ser conocido) alcanzando luego el saber (por así decir, el paso personal del mito al logos). Se plantea veladamente el papel del arte, o más bien de la creación artística, como refugio (pues la vida no es idílica), y critica nuevamente el afán comercial que lo alcanza todo, que todo lo destruye. El arte se presenta como un lugar aparte, al que huir, de exploración incierta e inagotable, como rito iniciático del tránsito por esas catacumbas que describe.

En última instancia, pues, un volumen muy recomendable que, creo, no defraudará a nadie y que proporcionará materia para la reflexión a aquellos lectores que no quieran quedarse en la superficie de las historias narradas, investigando más en la profusión de símbolos y símiles.
 
JJJJJ

martes, 23 de abril de 2013

Buen día

¡Feliz día del libro! ¡Ojalá que lo celebréis leyendo algún libro estupendo! Yo estoy acabando uno del cual os hablaré en un próximo post.
 
 

miércoles, 17 de abril de 2013

Cosas de escritor (I): verosimilitud, realismo y coherencia interna


Con frecuencia leemos, en alguna crítica, que X libro, o alguna parte o escena de él, no resulta creíble, es decir, no es verosímil. Pero, ¿en qué consiste la verosimilitud? ¿A qué se alude exactamente cuando se dice que una novela no es verosímil?

Lo verosímil es aquello que tiene apariencia de verdadero, que resulta creíble por no ofrecer carácter alguno de falsedad (DRAE; la cursiva es mía). Es decir, se trata de algo que parece verdadero, no de algo que lo es. Pero resulta obvio que una aplicación rigurosa, en el terreno de la novelística, de este principio, supondría enviar a la papelera bibliotecas enteras. Así pues, ¿cómo hacer creíble una historia sin renunciar a la fantasía y creatividad connaturales al género?

Preguntado en cierta ocasión Mario Vargas Llosa acerca de por qué había decidido concluir La fiesta del chivo en el punto que lo hace, explicó que lo había hecho así porque, de entonces en adelante, la dictadura de Trujillo se volvía tan delirante que si la hubiera puesto en un libro nadie se lo hubiera creído. Almudena Grandes también comentaba con sorpresa, a propósito de su celebrada novela El corazón helado, su asombro al comprobar cómo algunos de los detalles inventados de la obra pasaban por ciertos, en tanto que hechos históricos reales y documentados, como la existencia de los Pozos de Arucas, se atribuían a su imaginación. Es decir, que la propia realidad era tan inverosímil que no resultaba apta para incluirla en un libro.

También es moneda común en nuestro idioma la expresión “la realidad supera a la ficción”, denotando la lógica idea de que, por muy ambicioso que se sea, es un intento fallido de antemano proponerse constreñir en los apretados límites de una novela, por muchas que sean sus páginas, toda la riqueza de detalles y simultaneidades que componen la realidad (dejaremos para otro momento el debate sobre qué es exactamente la realidad): por el contrario, en una novela, como en una película, no hay que contarlo todo: hay que contar lo esencial, lo que permita entender la historia (lo que no tiene que ver, necesariamente, con una extensión mayor o menor de la obra).

En este sentido, muy certeramente señalaba Torrente Ballester que compete al lector, mientras dure la operación lectora, hacer como que lo que se le cuenta en el libro es cierto. Hecha esta asunción, el preciso mecanismo de relojería que son las buenas novelas funcionará sin problema alguno. La observación de este maestro de las palabras es muy aguda, al poner el acento no sobre el autor, sino sobre el lector: el lector es parte activa en la creación de la historia, un re-creador, un co-creador, no un mero receptor pasivo. Por eso un mismo libro, leído por diez personas distintas, suscita diez distintas opiniones, y diez distintos sentimientos. Al lector, por tanto, no hay que tratarle con paternalismo, ni darle explicaciones sobre lo que por sí mismo puede colegir, sino únicamente indicarle las líneas maestras de la historia narrada (esto, huelga decirlo, no excluye que se pueda jugar con él, conduciéndole deliberadamente a callejones sin salida: los famosos “giros inesperados”): el resto le compete a él, como válido y capaz hermeneuta de las páginas que tiene delante.

Pero, ¿cómo conseguir que el lector deponga su escepticismo? ¿Cómo hacer creíble una novela? ¿Cuándo resulta verosímil una historia, si lo admisible para unos no lo es en absoluto para otros? Naturalmente, hay personas más crédulas que otras, o, mejor dicho, más dispuestas a hacer como que son crédulas. Para mí, la verosimilitud tiene más que ver con la coherencia interna de lo narrado que con un fiel reflejo de los eventos cotidianos que componen ese todo caleidoscópico y fragmentario (desde la limitada perspectiva personal de cada uno) que es la realidad.

Sabiendo como sabemos desde Descartes que los sentidos no son fiables, lo que hay que procurar del lector es que pueda identificarse con las acciones desarrolladas por los personajes en un plano abstracto, en el sentido de que le resulten comprensibles: hay que seducirle con las premisas sobre las que el libro se asienta. De esta manera, si me he pasado doscientas páginas describiendo a determinado individuo como singularmente mezquino, no puedo de pronto ponerle a hacer obras de caridad a diestro y siniestro; si he enredado la trama de tal modo que tal personaje no puede salir con vida de ninguna de las maneras, no puedo de pronto inventar una salvación milagrosa. [¡Ojo! Téngase en cuenta que estamos hablando de Arte, no de Matemáticas, y, en consecuencia, ciertas licencias están permitidas, pero siempre dentro de este marco de coherencia del que venimos hablando].

No obstante, y quizás aquí estribe el quid de la cuestión, la identificación por parte del lector antes mencionada no tiene que darse por referencia al mundo conocido, sino al mundo descrito en la novela, según sus propias reglas y parámetros, que, en consecuencia, han de estar fijados nítidamente (lo que no quiere decir evidentemente): así, si en mi novela existe la magia, es lícito recurrir a los encantamientos; pero no lo será, por ejemplo, recurrir a la invulnerabilidad si en mi novela las personas son tan frágiles como en el mundo ordinario.

La cuestión de la verosimilitud se relaciona estrechamente con la del realismo. Tal como vengo sosteniendo, el realismo no consiste en hacer una copia o calco de la “realidad”; consiste, por el contrario, en dotar a la realidad ficcional de, en términos de Tolkien, la “consistencia interna de la realidad” [real], es decir, que la realidad novelística dé la apariencia de ser auténtica, ajena a la falsedad; que, como ocurre en el mundo cotidiano, unos hechos traigan causa de otros; que lo que ocurre se asiente sobre otros eventos preexistentes de los que son efecto necesario. Por supuesto, la “maravilla” no está excluida en absoluto, ni la reflexión filosófica de altos vuelos, pero hay que hacerla pasar por cierta y legítima.

La principal herramienta de la que dispone el autor para conseguir este efecto es el tono: una novela redactada en términos excesivamente jocosos o asombrados será siempre menos creíble que otra que narra incluso lo más inverosímil como si fueran hechos consumados, eventos lógicos e inevitables, sucesos evidentes que no ofrecen duda. Así, Cien años de soledad resulta tan creíble como pueda serlo el realismo sucio de Bukowski; el fantasioso universo del citado Tolkien, tan coherente como Escupiré sobre vuestra tumba; o El Quijote tan exacto como la novelística galdosiana.

miércoles, 10 de abril de 2013

¿Cuándo escribí esto?

Revisando un antiguo manuscrito. Prometo solemnemente no volver a decir que no soy mucho de reescribir, y no volver a tener la sensación de que me curro poco las historias.
 
 
 
Se trata de una carpeta que contiene 175 folios de distintos tipos, la mayoría escritos a mano y por ambas caras, con diversos tipos y colores de tinta, llenos de dibujitos, anotaciones marginales, correcciones, añadidos ... Además, se contienen dos versiones impresas del primer capítulo, muy distintas estas y la original entre sí y ambas llenas de nuevas correcciones y anotaciones marginales, una versión alternativa del prólogo y los capítulos dos y tres, y un anexo a este último, también lleno de correcciones y anotaciones. Aparte de ello, tengo escritos, en un cuaderno, los dos primeros capítulos del segundo volumen, y varios folios de anotaciones sobre la estrutura de la historia completa.
 
Es el primer volumen de un tetralogía que proyecté hace años, una historia dirigida al público adolescente, que decidí dejar de lado para madurarla más y liberarla de ciertos parecidos que tenía con la ubicua saga de Harry Potter (ojo, no es una crítica, porque me encanta JK Rowling). Recientemente se me ha ocurrido introducir ciertos elementos que la transformarán radicalmente y, además, me he dicho que sería una pena desaprovechar todo este material. Originalmente había pensado jugar un poco con él e incluirlo en otro proyecto que todavía se está gestando como supuesta obra de un personaje, para mostrar las dificultades de la creación artística. El problema mayor con el que me encuentro, y con el que ya me encontré en su día, es el lenguaje que debo emplear: no quiero resultar paternalista ni moralista, pero tampoco pueril, en el sentido de escribirla como si fuera dirigida a niños de cinco años. Bueno, a ver por dónde empiezo ... ¡ya os iré contando!

lunes, 1 de abril de 2013

Craig Thompson, Habibi – LIBRO DEL MES


 

El libro que en la sección de este mes (aunque lo publico hoy me refiero a marzo) traigo se sale un poco de lo habitual entre mis lecturas y recomendaciones. Después de ver críticas muy positivas y de comprobar el muy económico precio de la obra en idioma original, decidí retornar a mis orígenes como lector, hace muchos años abandonados, en la novela gráfica / banda diseñada / libro ilustrado. Trataré, en la medida de lo posible, de no hacer spoilers.

Tras seis años de sin duda arduo trabajo, el ilustrador – narrador estadounidense Craig Thompson dio a la estampa, en 2011, un extenso volumen de más de 650 páginas titulado Habibi. Hasta donde he podido leer, las críticas han sido unánimes en considerarla inferior al hasta ahora gran éxito de Thompson, Blankets, pero, no obstante, de primer orden. Como no he leído la citada obra, soy libre de dar mi parecer sin incurrir en las siempre odiosas comparaciones.

Extendiéndose su acción durante unos dieciséis años, Habibi nos arrastra (más que lleva) por una variedad de escenarios (desierto, ciudad, palacios, …) que parecen sacados de Las mil y una noches (el poder explicativo y religioso, en el sentido etimológico del término, de las historias y los mitos es central en el libro), con costumbres y una galería de personajes memorables considerablemente profusa que parecen por completo ajenos a nosotros y en los cuales, sin embargo, podemos reconocer cualidades, virtudes, actitudes y defectos universales. Hace falta tener toda la perspicacia, ternura y refinamiento de Thompson para no caer en los tópicos ni en los prejuicios (este es uno de los grandes aciertos del libro: cuenta, pero no juzga; antes bien al contrario: se muestra tremendamente comprensivo y compasivo en el sentido humanista más amplio de esas palabras).

Los protagonistas son Dodola y Zam, dos niños huérfanos y esclavos que, a través de mil y una peripecias y contrariedades, se esfuerzan siempre por permanecer juntos pero, sobre todo, por no comprometer su libertad (que quizás sea, más que nada, no la que experimentamos hacia fuera, sino la que conquistamos hacia dentro). Esencialmente es una historia de amor, entendido en su extensión más noble (y, en este aspecto, es muy de agradecer la valentía de Thompson de no presentar una historia de amor convencional, sino una que incluye poderosos elementos espirituales, diferencias de raza y edad, y bordea con gran elegancia el complejo edípico y algo que, en términos subjetivos, podría resultar incestuoso [no se asusten los bienpensantes: ninguna relación de sangre o parentesco hay entre los protagonistas, sino algo que va mucho más allá: un parentesco anímico]). Pero también, tal vez sobre todo, es un firme alegato contra el estado de la mujer ¿en los países orientales?, contra el industrialismo y sus abusos, y contra la injusticia; un canto a la libertad, en definitiva, cuyo final abre una puerta a la esperanza.

Una de las críticas que se han hecho a Thompson por este libro es la amalgama de elementos dispersos que en él conjuga, que lo dotan de una densidad filosófica e ideológica rara de ver incluso en volúmenes no ilustrados. Para muchos dicha combinación, sin ser torpe o chapucera, no acaba de cuajar. A mí me parece muy bien resuelta. Con enorme calidad de página, el autor presenta una reflexión sobre el papel de las historias como transmisoras de verdades universales superiores (construyendo una historia que contiene muchas otras, y que empieza, precisamente, con el acto de creación ¿divino?, que también puede ser el artístico; a través del personaje de Zam, se adentra asimismo en la impotencia para la creación, estableciéndose un paralelismo entre la esterilidad biológica y la artística), sobre la capacidad para la creación humana, sobre la pugna entre el amor divino y el amor profano, que es tanto como decir entre el amor casto y el amor lujurioso; sobre el sacrificio, el cinismo y la hipocresía; y, en última instancia, sobre el poder salvífico del amor.

Sin caer en autocensuras, pero ingeniándoselas en todo momento para mantener la elegancia del relato y una sutil percepción, Thompson va echando mano de un trasfondo religioso para construir simbolismos y paralelismos maravillosos, como el del árbol que nace en la alcantarilla ( “¿Qué clase de árbol plantaría sus raíces en un lugar como este?”, se pregunta Dodola, para responderse de inmediato, “Quizás uno al que no le quede más remedio”, … pero, ¿está hablando del árbol? ¿O está hablando de las personas?); o el que establece entre Hyacinth y Nadidah, cuidadores de Dodola, respecto a los ángeles que velan por Mahoma y le acompañan en su subida al cielo; o el que establece entre la noción de aprendizaje y el ascenso por una escalera al paraíso (aquella antiquísima idea del gradus ad parnassum). Pero tal vez la imagen más potente de todas sea la del barco varado en mitad del desierto (no original ni nueva pero explotada hasta sus últimas consecuencias), que tan crucial importancia tiene en la vida de los protagonistas, remite de inmediato al arca de Noé (que también juega su papel) y que plantea, en primer lugar, la cuestión de cómo llegó ahí (¡qué desazonador!), pero, sobre todo, la constatación de que los barcos varados se ven privados de su función natural, a saber, navegar, de la misma forma que los personajes del libro, y más que ninguno, sus protagonistas, se ven privados de su ser natural por diversas circunstancias que no explicitaré para preservar el misterio. De ahí que se trate, también, de una historia sobre la maduración y la búsqueda, y conquista, del propio yo, que se concentra simbólicamente en el retorno al barco, que encuentran tan cambiado.

En definitiva, pues, se trata de un relato ejecutado con gran virtuosismo técnico, no solo en el dibujo, sino en la estructuración de la historia (con numerosos saltos adelante y atrás, sobre todo en los primeros capítulos); un cuento impactante, por momentos incómodo, nada fácil de olvidar y que conmociona (que es mucho más que emocionar), mayor de los elogios que, según creo, pueden hacérsele a un artista.

Por último, recomiendo la edición inglesa (en Faber&Faber) antes que la española (en Astiberri), ya que es mejor en edición (tapa dura), idéntica en ilustración (lógicamente), el inglés que emplea es muy asequible y, sin embargo, cuesta (en Amazon) un tercio de la traducción castellana (13,30 €, frente a 37,06 €).
 
JJJJJ