Con frecuencia leemos, en alguna crítica, que
X libro, o alguna parte o escena de él, no resulta creíble, es decir, no es
verosímil. Pero, ¿en qué consiste la verosimilitud? ¿A qué se alude exactamente
cuando se dice que una novela no es verosímil?
Lo verosímil es aquello que tiene apariencia de verdadero, que
resulta creíble por no ofrecer carácter alguno de falsedad (DRAE; la cursiva es
mía). Es decir, se trata de algo que
parece verdadero, no de algo que lo es.
Pero resulta obvio que una aplicación rigurosa, en el terreno de la
novelística, de este principio, supondría enviar a la papelera bibliotecas
enteras. Así pues, ¿cómo hacer creíble una historia sin renunciar a la fantasía
y creatividad connaturales al género?
Preguntado en cierta ocasión Mario Vargas
Llosa acerca de por qué había decidido concluir La fiesta del chivo en el punto que lo hace, explicó que lo había
hecho así porque, de entonces en adelante, la dictadura de Trujillo se volvía
tan delirante que si la hubiera puesto en un libro nadie se lo hubiera creído.
Almudena Grandes también comentaba con sorpresa, a propósito de su celebrada
novela El corazón helado, su asombro
al comprobar cómo algunos de los detalles inventados de la obra pasaban por
ciertos, en tanto que hechos históricos reales y documentados, como la
existencia de los Pozos de Arucas, se atribuían a su imaginación. Es decir, que
la propia realidad era tan inverosímil que no resultaba apta para incluirla en
un libro.
También es moneda común en nuestro idioma la
expresión “la realidad supera a la ficción”, denotando la lógica idea de que,
por muy ambicioso que se sea, es un intento fallido de antemano proponerse
constreñir en los apretados límites de una novela, por muchas que sean sus
páginas, toda la riqueza de detalles y simultaneidades que componen la realidad
(dejaremos para otro momento el debate sobre qué es exactamente la realidad):
por el contrario, en una novela, como en una película, no hay que contarlo
todo: hay que contar lo esencial, lo
que permita entender la historia (lo que no tiene que ver, necesariamente, con
una extensión mayor o menor de la obra).
En este sentido, muy certeramente señalaba
Torrente Ballester que compete al lector,
mientras dure la operación lectora, hacer
como que lo que se le cuenta en el libro es cierto. Hecha esta asunción, el
preciso mecanismo de relojería que son las buenas novelas funcionará sin
problema alguno. La observación de este maestro de las palabras es muy aguda,
al poner el acento no sobre el autor, sino sobre el lector: el lector es parte
activa en la creación de la historia, un re-creador, un co-creador, no un mero
receptor pasivo. Por eso un mismo libro, leído por diez personas distintas,
suscita diez distintas opiniones, y diez distintos sentimientos. Al lector, por
tanto, no hay que tratarle con paternalismo, ni darle explicaciones sobre lo
que por sí mismo puede colegir, sino únicamente indicarle las líneas maestras de
la historia narrada (esto, huelga decirlo, no excluye que se pueda jugar con
él, conduciéndole deliberadamente a callejones sin salida: los famosos “giros
inesperados”): el resto le compete a él, como válido y capaz hermeneuta de las
páginas que tiene delante.
Pero, ¿cómo conseguir que el lector deponga
su escepticismo? ¿Cómo hacer creíble una novela? ¿Cuándo resulta verosímil una
historia, si lo admisible para unos no lo es en absoluto para otros? Naturalmente,
hay personas más crédulas que otras, o, mejor dicho, más dispuestas a hacer como que son crédulas. Para mí, la
verosimilitud tiene más que ver con la coherencia interna de lo narrado que con
un fiel reflejo de los eventos cotidianos que componen ese todo caleidoscópico
y fragmentario (desde la limitada perspectiva personal de cada uno) que es la
realidad.
Sabiendo como sabemos desde Descartes que los
sentidos no son fiables, lo que hay que procurar del lector es que pueda
identificarse con las acciones desarrolladas por los personajes en un plano
abstracto, en el sentido de que le resulten comprensibles: hay que seducirle
con las premisas sobre las que el libro se asienta. De esta manera, si me he
pasado doscientas páginas describiendo a determinado individuo como
singularmente mezquino, no puedo de pronto ponerle a hacer obras de caridad a
diestro y siniestro; si he enredado la trama de tal modo que tal personaje no
puede salir con vida de ninguna de las maneras, no puedo de pronto inventar una
salvación milagrosa. [¡Ojo! Téngase en cuenta que estamos hablando de
Arte, no de Matemáticas, y, en consecuencia, ciertas licencias están
permitidas, pero siempre dentro de este marco de coherencia del que venimos
hablando].
No obstante, y quizás aquí estribe el quid de la cuestión, la identificación
por parte del lector antes mencionada no tiene que darse por referencia al
mundo conocido, sino al mundo descrito en
la novela, según sus propias reglas y parámetros, que, en consecuencia,
han de estar fijados nítidamente (lo que no quiere decir evidentemente):
así, si en mi novela existe la magia, es lícito recurrir a los encantamientos;
pero no lo será, por ejemplo, recurrir a la invulnerabilidad si en mi novela
las personas son tan frágiles como en el mundo ordinario.
La cuestión de la verosimilitud se relaciona
estrechamente con la del realismo. Tal como vengo sosteniendo, el realismo no
consiste en hacer una copia o calco de la “realidad”; consiste, por el
contrario, en dotar a la realidad ficcional de, en términos de Tolkien, la “consistencia
interna de la realidad” [real], es decir, que la realidad novelística dé la apariencia de ser auténtica, ajena a la
falsedad; que, como ocurre en el mundo cotidiano, unos hechos traigan causa de
otros; que lo que ocurre se asiente sobre otros eventos preexistentes de los
que son efecto necesario. Por supuesto, la “maravilla” no está excluida en
absoluto, ni la reflexión filosófica de altos vuelos, pero hay que hacerla
pasar por cierta y legítima.
La principal herramienta de la que dispone el
autor para conseguir este efecto es el tono: una novela redactada en términos
excesivamente jocosos o asombrados será siempre menos creíble que otra que
narra incluso lo más inverosímil como si fueran hechos consumados, eventos
lógicos e inevitables, sucesos evidentes que no ofrecen duda. Así, Cien años de soledad resulta tan creíble
como pueda serlo el realismo sucio de Bukowski; el fantasioso universo del
citado Tolkien, tan coherente como Escupiré
sobre vuestra tumba; o El Quijote
tan exacto como la novelística galdosiana.
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