La verdad es que he de reconocer
que tengo mucha suerte con mis elecciones en materia literaria. Rarísimamente
debo pasar por esa desagradable sensación de vacío que le sobreviene a uno
cuando concluye un libro insatisfactorio, o, peor aún, cuando le resulta tan
insoportable que ni siquiera llega a acabarlo, puesto que ni siquiera provee
algo de insustancial entretenimiento; al cerrarlo, uno contempla durante unos
instantes la portada, como interrogando al mudo volumen acerca de las horas
irremediablemente perdidas en su estéril lectura, sin obtener respuesta.
Admito avergonzado que, hasta que
descubrí este volumen en el estante de saldos de cierta librería, ni siquiera
tenía noción de que existiera en el mundo una criatura llamada Steven
Millhauser, ni mucho menos de que fuese un autor tan excepcional. Ahora, por
fortuna, he salido de mi ignorancia.
El estadounidense Millhauser fue ganador del
Pulitzer en 1997, por su novela Martin
Dressler. Sin embargo, es un autor relativamente poco prolífico (en más de
cuarenta años de carrera ha publicado “solo” once libros, ninguno de ellos
llamativamente extenso), que ha prestado singular atención al relato (solo tres
novelas se cuentan en su haber). La crítica le considera un posromántico,
heredero de Poe y Borges, pero con elementos singularmente americanos y
originales.
El volumen del que aquí hablo
lleva por título El lanzador de cuchillos,
y apareció al año siguiente del premio mencionado (la traducción castellana, en
ed. Andrés Bello, es de 2001). Lo primero que destaca en él es la atmósfera
inquietante, sin ser en absoluto terrorífica, común a todos los relatos,
escritos, como certeramente se destaca en la contraportada, con una engañosa
simplicidad. Demuestra el autor una gran habilidad para describir ambientes,
con una prosa cuidadísima, escalofriantemente evocadora, poderosa,
perturbadora, exacta pero rica, que consigue transmitir sensaciones de manera
convincente. Pero el elemento que más me ha llamado la atención en esta obra es
el interés, casi obsesión, del escritor por camuflar hábilmente reflexiones
sobre el proceso creativo y el arte en sus relatos, hablándonos de ello pero
sin hacer metaliteratura, ni nombrarlo siquiera.
La colección de doce relatos se
abre con el que le da nombre, y que además sienta el tono del conjunto (la
coherencia estética es otro de los puntos llamativos del libro). “El lanzador
de cuchillos” es una historia sobre la inquietud de no saber, y sobre el placer
que produce la transgresión de las reglas artísticas, sin llegar nunca a
violentarlas del todo.
“Una visita”, por su parte, nos
habla sobre la incomunicación y sobre lo que no se verbaliza, en un escenario
donde todo pugna por suprimir la palabra: los nueve años sin noticias el
protagonista de su amigo, la escena del silencio frente al lago, la charla
frustrada, el aislamiento de la casa, cercada entre árboles, la mudez de la
esposa …
En “La Hermandad de la Noche”
consigue una atmósfera crecientemente tensa a través del uso en la narración de
múltiples voces. Se trata de un relato sobre la búsqueda del yo y la necesidad
de integrarse, de encajar, siendo del máximo interés la constante alusión a la
oscuridad. Una parábola, en definitiva, sobre el control y la falta de
privacidad en la sociedad moderna, y sobre la dificultad paterna de dejar de
ejercer uno y otra. Sobre el desconocimiento y la ignorancia, en definitiva.
La soledad es también el tema de “La
salida”, con su fantástico detallismo para reflejar la fragilidad intrínseca
del personaje, y, por extensión, de todos los humanos (como cuando alude al
débil rastro del aliento en el frío mañanero). Versa también sobre lo
ineludible del destino y lo diminutos que somos frente a él.
En “Alfombras mágicas” vuelve al
poder de la imaginación para consumir el tiempo inacabable, así como a los
gustos furibundos de la niñez, que perdemos al hacernos adultos.
“El nuevo teatro de autómatas”
es, probablemente, mi relato favorito del conjunto. Constituye una excelente y
perspicaz reflexión sobre la creación artística y la verosimilitud, así como
sobre la vida del artista (no exento de guiños humorísticos, como el comentario
envenenado de que los gerentes de los teatros viven bien, pero no los
maestros). Es fácil trasladar sus términos a la literatura actual, y al arte en
general, por oposición a los clásicos.
Por su parte, “El sueño del
consorcio” supone un hábil destripamiento del consumismo: donde todo tiene un
precio, no hay límite para la venta, ni tampoco escapatoria. Insinúa también lo
que es la vida en un decorado, mostrándonos que quizá no más que eso es la
nuestra.
“Paradise Park” entraña otra
reflexión sutil (elemento, como dije, común a todo el libro) sobre la pugna
entre la concepción del arte y la fantasía como imitación de la vida, o bien como sustitución de esta (¿cuál de ambos papeles es el del actor, valga
decir, del artista?). El exceso de originalidad, que conduce al apetito por más
originalidad, en detrimento del oficio y del dominio de las reglas del arte.
Todo el relato se basa en los diversos estadios del proceso creativo: copia de
lo anterior, réplica de lo real, hallazgo de novedades, orginalidad-investigación
en lo que no es aparente (con la creciente dificultad de conexión con el
público amplio y la pugna entre el arte y el entretenimiento), plasmación de lo
macabro, destrucción-decadencia (todos asimilables al placer, la existencia,
etc.).
En “Habla Kaspar Hauser” se
plantea la asentada idea de la antropología de que la cultura es una segunda
naturaleza para los seres humanos, un medio para alcanzar su auténtica
libertad, pero que puede ser también un arma de doble filo y separarle a uno de
lo común.
Por último (no he hablado de
todos los relatos, solo de los que más me han gustado), cierra la colección “Bajo
los sótanos de nuestra ciudad”, una parábola sobre la aventura que supone una
vuelta de tuerca sobre la imaginación y la ausencia de reglas en la niñez (con
una serie de simbolismos, como la de los “faroleros”, que representan a los
pensadores y artistas, que dan luz en el camino y nos hacen de guías por un
terreno que solo luego nos llega a ser conocido) alcanzando luego el saber (por
así decir, el paso personal del mito
al logos). Se plantea veladamente el papel del arte, o más bien de la creación
artística, como refugio (pues la vida no es idílica), y critica nuevamente el
afán comercial que lo alcanza todo, que todo lo destruye. El arte se presenta
como un lugar aparte, al que huir, de exploración incierta e inagotable, como
rito iniciático del tránsito por esas catacumbas que describe.
En última instancia, pues, un
volumen muy recomendable que, creo, no defraudará a nadie y que proporcionará
materia para la reflexión a aquellos lectores que no quieran quedarse en la
superficie de las historias narradas, investigando más en la profusión de símbolos
y símiles.
JJJJJ
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