jueves, 20 de octubre de 2016

Anne Brontë, "Agnes Grey" - LIBRO DEL MES

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Título: Agnes Grey               Autora: Anne Brontë           Editorial: DeBols!llo
Año: 2010       Traducción: Menchu Gutiérrez López     
Valoración: 5 / 5

Los Brontë han debido ser una de las familias con más talento por metro cuadrado en la historia del mundo. Y también con la peor fortuna: de los seis pequeños Brontë, las dos mayores murieron en la adolescencia, y de los cuatro menores, sólo Charlotte superó con holgura la treintena y falleció a la “provecta” edad de  39 años.

La pequeña de la familia, Anne, que a pesar de morir a los 29 años trabajó durante más de un lustro como institutriz (una de las ocupaciones más duras que podía tener una mujer en el s.XIX, si hemos de confiar en el testimonio de Jane Austen o George Eliot) y aún tuvo tiempo para crear dos obras importantes, cargó con la desgracia, precisamente, de nacer en una familia tan talentosa, y el devenir de los años —junto con una ambigua actitud de su hermana superviviente respecto a la gestión de, diríamos hoy, sus derechos de autor post mortem— la ha dejado más bien sepultada bajo la sombra de sus hermanas hasta tiempos recientes.

De temperamento apacible y conciliador, lejos de los estallidos maníacos de Emily y de la ambición de Charlotte, y a pesar de lo cual dotada, según parece, de una férrea determinación, su creencia en la misión moralizante de la literatura permea su obra, siendo uno de los rasgos distintivos de Agnes Grey, la novela de la que hoy hablaremos. Así como el carácter de Emily alimentaría el de Heathcliff, y la preocupación “arquitectónica” es sobresaliente en Jane Eyre, el mismo comportamiento resignado que cabría esperar de Anne es el que encontramos en Agnes, una chica joven, poco más que una adolescente, que, para ayudar a su familia ante sus angosturas económicas, con poco o nulo conocimiento de la vida, decide colocarse como institutriz de alguna familia respetable.

Un tema que de inmediato salta a la vista del lector es el de la valía de espíritu frente a la valía de cuna: ricas y poderosas, sí, pero las familias a las que entra a servir Agnes —procedente ella misma de un entorno burgués y culto, aspecto que Brontë insiste en dejar claro— y también sus vástagos, harán prueba de todos los defectos morales que a la joven autora se le pudieron ocurrir, sin caer en lo escabroso, pero en algún punto bordeándolo apenas. Y no deja de ser curioso que sea, precisamente, esta joven de timidez casi patológica la que va anotando (bien es verdad que desde un punto posterior de su vida donde ya ha ganado mayor estabilidad o peso) sus rigurosos juicios acerca de quienes la rodean. No alcanza a eludirse cierto disfrute malicioso en esa censura, lo que dota a Agnes de una leve arrogancia implícita. La crítica social, pues, es esencial en el libro. No obstante, si hubiera de señalar un único tema central, me atrevería a decir que este es la soledad y el aislamiento: la protagonista se siente ajena a todo y todos a su alrededor, pero su respuesta es siempre la resignación, lo cual hace fácilmente comprensible que, en oposición a los personajes tan fascinantes creados por sus hermanas, la anodina institutriz fuera vista como insulsa.

Sin embargo, resulta consistente con el carácter de Anne la determinación de la que la callada heroína hace prueba. Como su creadora, Agnes posee unas fuertes convicciones religiosas, así como un sentido ético no exento de cierta superioridad, que, precisamente, acaba convirtiéndose en uno de los puntos flojos de la novela, a mi entender, ya que en contra de lo que cabría esperar, apenas se consigna evolución psicológica alguna en la protagonista y, por tanto, no estamos realmente ante una novela de aprendizaje (o bildungsroman): el progreso que habría sido “normal” en una joven al salir al mundo, especialmente desde un ambiente familiar tan aislado como el de la familia Grey, se evapora debido a la reacción en contra que provoca en Agnes el repudio hacia el comportamiento de sus pupilos y sus patronos.

Agnes Grey es una novela autobiográfica, en algunos puntos de forma tan obvia, que casi resulta candorosa. Hay, para empezar, una idealización tremenda de la familia propia, entendida como protección y remanso de paz y calidez, en cruda oposición a las de aquellos para quienes trabaja, caracterizadas por la falta de afecto, de respeto, de obediencia, etc. Tanto los Brontë de la realidad como los Grey de la ficción son un clan cerrado, sin apenas contacto exterior, donde los niños se relacionan sólo entre sí. La madre de la novela, por otra parte, claramente está más inspirada en Elizabeth Branwell, la tía que se hizo cargo de la crianza de los pequeños, que en su propia madre, fallecida cuando Anne contaba apenas un año, por lo que nunca conoció a más madre que Elizabeth, de quien heredó, según todos los indicios, dos de los rasgos más sobresalientes de su carácter, que heredaría a su vez su personaje: las sólidas convicciones religiosas, de una parte, y su determinación sin aspavientos, de otra.

Un tema crucial en Agnes Grey es la promoción de la empatía: la institutriz muestra particular preocupación por lograr inculcar en sus pupilos, sin excepción unos mocosos malcriados y consentidos, la capacidad de ponerse en el lugar de los otros —aunque ella misma ocupa a menudo la posición de inquisidora general del reino—, algo que se manifiesta en el peculiar y muy novedoso tratamiento del mundo animal: Anne Brontë parece haber sostenido la innovadora idea de que la calidad moral de los seres humanos puede ser evaluada a partir del trato que dispensan a los animales; y llega a trasladar a la ficción un episodio que parece haber tenido lugar en su propia experiencia, cuando la institutriz mata a unos polluelos para evitar que uno de los niños a su cargo los torture desmembrándolos, como tiene por costumbre.

La reprobación a que somete a sus empleadores y sus pupilos podría fácilmente haber hecho de Agnes un personaje muy poco querible, por causa de un excesivo prurito moralizante en ella; para evitarlo, la autora incluyó dos temas, uno por pericia, y otro inevitable tanto por la moda social como literaria de la época: por una parte, el trasfondo religioso; por otra, el amor.

A lo largo de estas páginas, hay múltiples escenas donde la protagonista reflexiona sobre temas religiosos, o bien recurre a ellos para instruir a otros, o bien, en fin, tiene conversaciones de esta temática. De hecho, y como nota marginal, es de hacer notar —y no con tanta sorpresa como podría suponerse, teniendo en cuenta que Anne Brontë es considerada autora, con su segundo y último título (La inquilina de Wildfell Hall), de uno de los primeros ejemplos de novela feminista— que, donde textos mucho más modernos o incluso actuales no lo superan, si damos por válidos los criterios del Test de Bechdel, Agnes Grey cumple con sus exigencias, ya que, ciertamente, tiene no sólo dos, sino bastantes más personajes femeninos; desde luego estos hablan entre sí; y, por último, en múltiples momentos dichas conversaciones versan sobre temas distintos a un hombre. En particular, y por eso lo traigo a colación aquí, Agnes mantiene una conversación relativamente extensa de tipo teológico con un personaje secundario en cuanto a presencia pero muy importante para la trama y para la protagonista, Nancy Brown. Esto da pie a Brontë para introducir el aspecto más humano de la infortunada institutriz, a saber, su caridad, su capacidad de empatía, su compasión por los desfavorecidos; todo lo cual tratará de instilar, con poco o nulo éxito, en sus pupilos.

Por lo que toca al otro aspecto que comentaba, el amor, dos son los ejes sobre los que lo articula, y que merecen, al menos, mención: por un lado, las observaciones sobre el enamoramiento; y, por otro, el concepto del amor que maneja.

Como es bien sabido, excepto Charlotte —y aun ella in extremis y con triste resultado— ninguno de los hermanos Brontë se casó nunca. Pero de esta constatación biográfica a afirmar que no conocieran el amor dista un abismo. De hecho, cabe la posibilidad de que Anne llegase a albergar interés romántico por el coadjutor de su padre; relación esta que, de no haber muerto el susodicho de forma muy prematura, se ignora a dónde pudiera haber llegado. Quizás no haya sido sólo casualidad que el interés romántico de Agnes sea también el coadjutor de su parroquia y, como el William Weightman de la vida real —con cuyo apellido comparte además inicial—, teólogo.

Bien lejos de ser unas ingenuas, las tres hermanas demostraron tener una intuición notable del tema, escribiendo obras llenas de sagaces observaciones al respecto, de una riqueza emocional y pasional que no en vano ha hechizado a millones de lectores de todo el mundo hasta la actualidad. Como en todo lo demás, también en el amor Agnes es tímida; un aspecto llamativo es que, al estar narrada en primera persona, muchísimo antes de que el interesado revele sus sentimientos a la protagonista, esta ya nos ha declarado y desmenuzado los suyos. En la época de las hermanas Brontë las mujeres no tomaban la iniciativa en materia amorosa; y, así, como todos los adolescentes del mundo saben —y Agnes no deja de ser poco más que una adolescente— el primer amor se vive con bastante dolor, dramatismo, desesperación y tristeza.

«Cuando nos vemos atormentados por penas y anhelos, o sufrimos durante mucho tiempo a causa de intensos sentimientos que debemos guardar para nosotros mismos, para los cuales no podemos buscar la compasión de ningún semejante, y que tampoco podemos destruir, a menudo buscamos consuelo en la poesía, encontrándolo también, bien en las expresiones de otros que parecen armonizar con nuestro estado de ánimo, bien en nuestros propios intentos por expresar ideas y sentimientos, en versos quizá menos musicales, pero más adecuados y, por tanto, más penetrantes y amistosos, más dulces y con mayor poder para liberar y aliviar a nuestro oprimido y herido corazón.

La naturaleza obsesiva del enganche emocional es minuciosamente retratada en el último tramo del libro, donde quizás el estilo sencillo pero fluido de la novela se vuelve más rico:

[…] Y, sin embargo, si encontraba tanto placer pensando en él y guardaba para mí estos pensamientos que nadie conocía, “¿dónde estaba el mal?”, me preguntaba a mí misma.
            Estos razonamientos hacían que no me esforzase por romper las cadenas de mi amor. No obstante, aunque estos pensamientos me procuraban placer, era este un placer doloroso y lleno de inquietudes, muy próximo a la angustia; un placer que me causaba más daño del que podía sospechar. Seguramente, una persona de más juicio o experiencia que yo no se hubiera abandonado a este sentimiento de tal forma.
            Y aun así… ¡qué triste apartar la mirada de aquel brillante sueño y obligar a mis ojos a contemplar el espectáculo melancólico, gris y desolado que me rodeaba, la senda yerma y solitaria que se extendía ante mí!

Es interesante resaltar el concepto del amor que Anne Brontë retrata en su libro, ya que este se parece mucho a lo conveniente, rasgo no tan extraño en la literatura coetánea (véase Jane Austen, por ejemplo); sin embargo, un aspecto mucho menos desarrollado pero mucho más llamativo, y por ende misterioso, es la necesidad de lograr que el impulso amoroso sucumba bajo el deber: tanto por influjo de la religión cuanto de la sociedad, Agnes va a repudiar todo devaneo egoísta, y va a priorizar el cumplimiento de sus deberes a cualquier consideración de felicidad personal. Hoy día este entendimiento de la vida resulta doblemente doloroso, sin pesamos que este rasgo del personaje fue heredado muy probablemente de su creadora, quien con seguridad lo aprendió de las dos mujeres más importantes de su vida: su tía Elizabeth y su hermana Emily. No obstante, otro enfoque es posible, ya que cabe ver también este pragmatismo como una constatación de la independencia personal; la afirmación de que la voluntad individual lo logra todo, y de que el sujeto no necesita de otro para su plenitud; lo cual situaría a nuestra autora en un punto de vista muchísimo más rompedor:

            […] casi todos los días veía renacer mis esperanzas, aunque estas se tornaban siempre en decepciones. “Aquí tienes la prueba, si tienes valor para mirarla de frente o la humildad para reconocerla, de que no le importas —le decía a mi corazón—. Si pensara en ti la mitad de lo que tú piensas en él, habría intentado encontrarse contigo… sé sincera contigo misma. Termina con esta tontería, no tienes la menor esperanza... Aparta de tu mente esos dolorosos pensamientos y locos deseos, y concéntrate en tu deber y en la triste y vacía existencia que te ha tocado vivir”.

La autora se muestra también consciente de la vertiente idealizadora del enamoramiento, que no necesariamente responde a una realidad:

            […] Hasta que incluso mi corazón me dijo que esperaba en vano y renuncié a toda esperanza. Sin embargo, continué pensando en él, acariciando su imagen y atesorando cada palabra, mirada y gesto que mi memoria podía recordar; continué repasando sus virtudes y los rasgos de su carácter; en realidad, todo lo que había visto, oído o imaginado de él. [El subrayado es mío]
            […] “Enorme locura, demasiado absurda para aceptar sus contradicciones, meras invenciones de la imaginación de las que deberías avergonzarte. Basta con que reconozcas tu escaso atractivo, tu antipático retraimiento o tu ridícula timidez, que deben hacerte parecer una persona fría, triste, extraña y hasta colérica… Hubiera bastado con que reconocieras estas cosas desde el principio, y no habrías albergado pensamientos tan presuntuosos, y ya que has sido tan tonta, arrepiéntete, corrígete y acaba con el asunto.”
            […] Sabía que las fuerzas me flaqueaban, que mi apetito había decaído y que me estaba volviendo indiferente y apática. Pensaba que si realmente él no se preocupaba por mí, si no podía volver a verle, si me estaba prohibido procurar su felicidad, y prohibidos los placeres del amor —bendecir y ser bendecida—, la vida me resultaría una carga. Y que cuando Dios Padre quisiera llamarme, me sentiría feliz de ir a su encuentro.»

Siempre me da cierta tristeza cuando pienso en las hermanas Brontë, y que el destino las haya recompensado con la posteridad me parece una pobre compensación para las tribulaciones y trágico destino que vivieron. Al igual que al resto del mundo, me fascina y me intriga cómo estas tres jovencitas pueblerinas que lo tenían todo en contra lograron crear algunos de los personajes más memorables de la Literatura de todos los tiempos, y obras de una solidez tanto humana cuanto técnica fuera de toda duda, demostrando que la gran virtud del intelecto humano es su capacidad para trascender cualquier limitación —eras, geografías, culturas,…— y lograr la compresión global de lo que la realidad es.

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lunes, 17 de octubre de 2016

Día de las Escritoras

Hoy se conmemora el Día de las Escritoras

Lo mismo me pregunto yo: ya llevamos unas cuantas generaciones donde la formación es igualitaria. ¿De verdad los mejores son siempre hombres? Lo dudo bastante. 

Soy de los que piensa que hay que atender exclusivamente a los méritos (incluso las cuotas me parecen mal: ¿qué pasa si en determinado campo u órgano el 100 % de mejores candidaturas son mujeres?). 

Por otra parte, las escritoras olvidadas siempre han sido uno de mis mayores fetiches literarios: hace más de veinte años, gracias a un fascículo escrito por Camilo José Cela —justo es decirlo—, entré en contacto con nombres como las hermanas Brontë o Mary Ann Evans  (alias George Eliot), y empecé a leer —cuando no estaba tan de moda como ahora— a Jane Austen (una de mis autoras favoritas, que he releído en infinidad de ocasiones). Mi pasión por Rosalía de Castro me llevó a leer un libro de Marina Mayoral sobre "Escritoras románticas españolas", donde entré en contacto con otras mucho menos conocidas como Gertrudis Gómez de Avellaneda, Carolina Coronado o Cecilia Böhl de Faber (alias Fernán Caballero). 

Hace poco leí la primera novela de la más joven de la Brontë; actualmente (en un salto temporal hacia delante) estoy con Susanna Clarke y Almudena Sánchez, y no puedo esperar a acabar con ellas para sumergirme en María de Zayas, George Sand, Margarita de Valois, y retomar a Murasaki Shikibu (si Cervantes es el padre de la novela moderna, ella, con su "Historia de Genji", seiscientos años anterior, bien pudiera ser la abuela). 

Así que, en este Día de las Escritoras (y sí, ya sé que señalar cualquier efemérides no deja de ser un reconocimiento implícito de que hay algo de extraordinariedad en lo celebrado), lo mejor que podemos hacer, y a ello os invito, es leer y releer a estas mujeres.