Título: Agnes Grey Autora:
Anne Brontë Editorial:
DeBols!llo
Año: 2010 Traducción:
Menchu Gutiérrez López
Valoración: 5 / 5
Los Brontë han debido ser una de las familias con más
talento por metro cuadrado en la historia del mundo. Y también con la peor
fortuna: de los seis pequeños Brontë, las dos mayores murieron en la
adolescencia, y de los cuatro menores, sólo Charlotte superó con holgura la
treintena y falleció a la “provecta” edad de
39 años.
La pequeña de la familia, Anne, que a pesar de morir a los
29 años trabajó durante más de un lustro como institutriz (una de las
ocupaciones más duras que podía tener una mujer en el s.XIX, si hemos de
confiar en el testimonio de Jane Austen o George Eliot) y aún tuvo tiempo para
crear dos obras importantes, cargó con la desgracia, precisamente, de nacer en
una familia tan talentosa, y el devenir de los años —junto con una ambigua
actitud de su hermana superviviente respecto a la gestión de, diríamos hoy, sus
derechos de autor post mortem— la ha
dejado más bien sepultada bajo la sombra de sus hermanas hasta tiempos
recientes.
De temperamento apacible y conciliador, lejos de los
estallidos maníacos de Emily y de la ambición de Charlotte, y a pesar de lo
cual dotada, según parece, de una férrea determinación, su creencia en la
misión moralizante de la literatura permea su obra, siendo uno de los rasgos
distintivos de Agnes Grey, la novela
de la que hoy hablaremos. Así como el carácter de Emily alimentaría el de
Heathcliff, y la preocupación “arquitectónica” es sobresaliente en Jane Eyre, el mismo comportamiento
resignado que cabría esperar de Anne es el que encontramos en Agnes, una chica
joven, poco más que una adolescente, que, para ayudar a su familia ante sus
angosturas económicas, con poco o nulo conocimiento de la vida, decide
colocarse como institutriz de alguna familia respetable.
Un tema que de inmediato salta a la vista del lector es el
de la valía de espíritu frente a la valía de cuna: ricas y poderosas, sí, pero
las familias a las que entra a servir Agnes —procedente ella misma de un entorno
burgués y culto, aspecto que Brontë insiste en dejar claro— y también sus
vástagos, harán prueba de todos los defectos morales que a la joven autora se
le pudieron ocurrir, sin caer en lo escabroso, pero en algún punto bordeándolo
apenas. Y no deja de ser curioso que sea, precisamente, esta joven de timidez
casi patológica la que va anotando (bien es verdad que desde un punto posterior
de su vida donde ya ha ganado mayor estabilidad o peso) sus rigurosos juicios
acerca de quienes la rodean. No alcanza a eludirse cierto disfrute malicioso en
esa censura, lo que dota a Agnes de una leve arrogancia implícita. La crítica
social, pues, es esencial en el libro. No obstante, si hubiera de señalar un
único tema central, me atrevería a decir que este es la soledad y el
aislamiento: la protagonista se siente ajena a todo y todos a su alrededor,
pero su respuesta es siempre la resignación, lo cual hace fácilmente
comprensible que, en oposición a los personajes tan fascinantes creados por sus
hermanas, la anodina institutriz fuera vista como insulsa.
Sin embargo, resulta consistente con el carácter de Anne la
determinación de la que la callada heroína hace prueba. Como su creadora, Agnes
posee unas fuertes convicciones religiosas, así como un sentido ético no exento
de cierta superioridad, que, precisamente, acaba convirtiéndose en uno de los
puntos flojos de la novela, a mi entender, ya que en contra de lo que cabría
esperar, apenas se consigna evolución psicológica alguna en la protagonista y,
por tanto, no estamos realmente ante una novela de aprendizaje (o bildungsroman): el progreso que habría
sido “normal” en una joven al salir al mundo, especialmente desde un ambiente
familiar tan aislado como el de la familia Grey, se evapora debido a la
reacción en contra que provoca en Agnes el repudio hacia el comportamiento de
sus pupilos y sus patronos.
Agnes Grey es una
novela autobiográfica, en algunos puntos de forma tan obvia, que casi resulta
candorosa. Hay, para empezar, una idealización tremenda de la familia propia, entendida
como protección y remanso de paz y calidez, en cruda oposición a las de
aquellos para quienes trabaja, caracterizadas por la falta de afecto, de
respeto, de obediencia, etc. Tanto los Brontë de la realidad como los Grey de
la ficción son un clan cerrado, sin apenas contacto exterior, donde los niños
se relacionan sólo entre sí. La madre de la novela, por otra parte, claramente
está más inspirada en Elizabeth Branwell, la tía que se hizo cargo de la
crianza de los pequeños, que en su propia madre, fallecida cuando Anne contaba
apenas un año, por lo que nunca conoció a más madre que Elizabeth, de quien
heredó, según todos los indicios, dos de los rasgos más sobresalientes de su
carácter, que heredaría a su vez su personaje: las sólidas convicciones religiosas,
de una parte, y su determinación sin aspavientos, de otra.
Un tema crucial en Agnes
Grey es la promoción de la empatía: la institutriz muestra particular
preocupación por lograr inculcar en sus pupilos, sin excepción unos mocosos
malcriados y consentidos, la capacidad de ponerse en el lugar de los otros
—aunque ella misma ocupa a menudo la posición de inquisidora general del
reino—, algo que se manifiesta en el peculiar y muy novedoso tratamiento del
mundo animal: Anne Brontë parece haber sostenido la innovadora idea de que la
calidad moral de los seres humanos puede ser evaluada a partir del trato que
dispensan a los animales; y llega a trasladar a la ficción un episodio que
parece haber tenido lugar en su propia experiencia, cuando la institutriz mata
a unos polluelos para evitar que uno de los niños a su cargo los torture
desmembrándolos, como tiene por costumbre.
La reprobación a que somete a sus empleadores y sus pupilos
podría fácilmente haber hecho de Agnes un personaje muy poco querible, por causa
de un excesivo prurito moralizante en ella; para evitarlo, la autora incluyó
dos temas, uno por pericia, y otro inevitable tanto por la moda social como
literaria de la época: por una parte, el trasfondo religioso; por otra, el
amor.
A lo largo de estas páginas, hay múltiples escenas donde la
protagonista reflexiona sobre temas religiosos, o bien recurre a ellos para
instruir a otros, o bien, en fin, tiene conversaciones de esta temática. De
hecho, y como nota marginal, es de hacer notar —y no con tanta sorpresa como
podría suponerse, teniendo en cuenta que Anne Brontë es considerada autora, con
su segundo y último título (La inquilina
de Wildfell Hall), de uno de los primeros ejemplos de novela feminista—
que, donde textos mucho más modernos o incluso actuales no lo superan, si damos
por válidos los criterios del Test de Bechdel, Agnes Grey cumple con sus exigencias, ya que, ciertamente, tiene no
sólo dos, sino bastantes más personajes femeninos; desde luego estos hablan
entre sí; y, por último, en múltiples momentos dichas conversaciones versan
sobre temas distintos a un hombre. En particular, y por eso lo traigo a
colación aquí, Agnes mantiene una conversación relativamente extensa de tipo
teológico con un personaje secundario en cuanto a presencia pero muy importante
para la trama y para la protagonista, Nancy Brown. Esto da pie a Brontë para
introducir el aspecto más humano de la infortunada institutriz, a saber, su caridad,
su capacidad de empatía, su compasión por los desfavorecidos; todo lo cual
tratará de instilar, con poco o nulo éxito, en sus pupilos.
Por lo que toca al otro aspecto que comentaba, el amor, dos
son los ejes sobre los que lo articula, y que merecen, al menos, mención: por
un lado, las observaciones sobre el enamoramiento; y, por otro, el concepto del
amor que maneja.
Como es bien sabido, excepto Charlotte —y aun ella in extremis y con triste resultado—
ninguno de los hermanos Brontë se casó nunca. Pero de esta constatación
biográfica a afirmar que no conocieran el amor dista un abismo. De hecho, cabe
la posibilidad de que Anne llegase a albergar interés romántico por el
coadjutor de su padre; relación esta que, de no haber muerto el susodicho de
forma muy prematura, se ignora a dónde pudiera haber llegado. Quizás no haya
sido sólo casualidad que el interés romántico de Agnes sea también el coadjutor
de su parroquia y, como el William Weightman de la vida real —con cuyo apellido
comparte además inicial—, teólogo.
Bien lejos de ser unas ingenuas, las tres hermanas
demostraron tener una intuición notable del tema, escribiendo obras llenas de
sagaces observaciones al respecto, de una riqueza emocional y pasional que no
en vano ha hechizado a millones de lectores de todo el mundo hasta la
actualidad. Como en todo lo demás, también en el amor Agnes es tímida; un
aspecto llamativo es que, al estar narrada en primera persona, muchísimo antes
de que el interesado revele sus sentimientos a la protagonista, esta ya nos ha
declarado y desmenuzado los suyos. En la época de las hermanas Brontë las
mujeres no tomaban la iniciativa en materia amorosa; y, así, como todos los
adolescentes del mundo saben —y Agnes no deja de ser poco más que una
adolescente— el primer amor se vive con bastante dolor, dramatismo,
desesperación y tristeza.
«Cuando nos vemos atormentados por penas y anhelos, o sufrimos durante
mucho tiempo a causa de intensos sentimientos que debemos guardar para nosotros
mismos, para los cuales no podemos buscar la compasión de ningún semejante, y
que tampoco podemos destruir, a menudo buscamos consuelo en la poesía,
encontrándolo también, bien en las expresiones de otros que parecen armonizar
con nuestro estado de ánimo, bien en nuestros propios intentos por expresar
ideas y sentimientos, en versos quizá menos musicales, pero más adecuados y,
por tanto, más penetrantes y amistosos, más dulces y con mayor poder para
liberar y aliviar a nuestro oprimido y herido corazón.
La naturaleza obsesiva del enganche emocional es
minuciosamente retratada en el último tramo del libro, donde quizás el estilo
sencillo pero fluido de la novela se vuelve más rico:
[…] Y, sin embargo, si encontraba tanto
placer pensando en él y guardaba para mí estos pensamientos que nadie conocía,
“¿dónde estaba el mal?”, me preguntaba a mí misma.
Estos razonamientos
hacían que no me esforzase por romper las cadenas de mi amor. No obstante,
aunque estos pensamientos me procuraban placer, era este un placer doloroso y
lleno de inquietudes, muy próximo a la angustia; un placer que me causaba más
daño del que podía sospechar. Seguramente, una persona de más juicio o
experiencia que yo no se hubiera abandonado a este sentimiento de tal forma.
Y aun así… ¡qué triste
apartar la mirada de aquel brillante sueño y obligar a mis ojos a contemplar el
espectáculo melancólico, gris y desolado que me rodeaba, la senda yerma y solitaria
que se extendía ante mí!
Es interesante resaltar el concepto del amor que Anne Brontë
retrata en su libro, ya que este se parece mucho a lo conveniente, rasgo no tan extraño en la literatura coetánea
(véase Jane Austen, por ejemplo); sin embargo, un aspecto mucho menos
desarrollado pero mucho más llamativo, y por ende misterioso, es la necesidad
de lograr que el impulso amoroso sucumba bajo el deber: tanto por influjo de la
religión cuanto de la sociedad, Agnes va a repudiar todo devaneo egoísta, y va
a priorizar el cumplimiento de sus deberes a cualquier consideración de
felicidad personal. Hoy día este entendimiento de la vida resulta doblemente doloroso,
sin pesamos que este rasgo del personaje fue heredado muy probablemente de su
creadora, quien con seguridad lo aprendió de las dos mujeres más importantes de
su vida: su tía Elizabeth y su hermana Emily. No obstante, otro enfoque es
posible, ya que cabe ver también este pragmatismo como una constatación de la
independencia personal; la afirmación de que la voluntad individual lo logra
todo, y de que el sujeto no necesita de otro para su plenitud; lo cual situaría
a nuestra autora en un punto de vista muchísimo más rompedor:
[…] casi todos los
días veía renacer mis esperanzas, aunque estas se tornaban siempre en
decepciones. “Aquí tienes la prueba, si tienes valor para mirarla de frente o
la humildad para reconocerla, de que no le importas —le decía a mi corazón—. Si
pensara en ti la mitad de lo que tú piensas en él, habría intentado encontrarse
contigo… sé sincera contigo misma. Termina con esta tontería, no tienes la
menor esperanza... Aparta de tu mente esos dolorosos pensamientos y locos
deseos, y concéntrate en tu deber y en la triste y vacía existencia que te ha
tocado vivir”.
La autora se muestra también consciente de la vertiente
idealizadora del enamoramiento, que no necesariamente responde a una realidad:
[…] Hasta que incluso
mi corazón me dijo que esperaba en vano y renuncié a toda esperanza. Sin embargo,
continué pensando en él, acariciando su imagen y atesorando cada palabra,
mirada y gesto que mi memoria podía recordar; continué repasando sus virtudes y
los rasgos de su carácter; en realidad, todo lo que había visto, oído o
imaginado de él. [El
subrayado es mío]
[…] “Enorme locura,
demasiado absurda para aceptar sus contradicciones, meras invenciones de la
imaginación de las que deberías avergonzarte. Basta con que reconozcas tu
escaso atractivo, tu antipático retraimiento o tu ridícula timidez, que deben
hacerte parecer una persona fría, triste, extraña y hasta colérica… Hubiera
bastado con que reconocieras estas cosas desde el principio, y no habrías
albergado pensamientos tan presuntuosos, y ya que has sido tan tonta,
arrepiéntete, corrígete y acaba con el asunto.”
[…] Sabía que las
fuerzas me flaqueaban, que mi apetito había decaído y que me estaba volviendo
indiferente y apática. Pensaba que si realmente él no se preocupaba por mí, si
no podía volver a verle, si me estaba prohibido procurar su felicidad, y
prohibidos los placeres del amor —bendecir y ser bendecida—, la vida me
resultaría una carga. Y que cuando Dios Padre quisiera llamarme, me sentiría
feliz de ir a su encuentro.»
Siempre me da cierta tristeza cuando pienso en las hermanas
Brontë, y que el destino las haya recompensado con la posteridad me parece una
pobre compensación para las tribulaciones y trágico destino que vivieron. Al
igual que al resto del mundo, me fascina y me intriga cómo estas tres
jovencitas pueblerinas que lo tenían todo en contra lograron crear algunos de
los personajes más memorables de la Literatura de todos los tiempos, y obras de
una solidez tanto humana cuanto técnica fuera de toda duda, demostrando que la
gran virtud del intelecto humano es su capacidad para trascender cualquier
limitación —eras, geografías, culturas,…— y lograr la compresión global de lo
que la realidad es.
Estoy a punto de empezar la novela y comparto contigo la admiración por estas hermanas. Ningun libro me ha hecho llorar tanto como "Jane Eyre" ni creo que haya historia de amor más triste que la de "Cumbres borrascosas", una novela tan dura que no he sido capaz de terminar dos veces. Seguro que "Agnes Grey" me depara sorpresas muuuy gratas.
ResponderEliminarGracias por el blog!
Gracias por tus palabras, Mireia. Se agradecen mucho y dan mucho ánimo :)
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