Tengo que reconocer que siempre
he sido afortunado en materia lectora. No creo haber necesitado abandonar más
de tres libros en toda mi vida. Bien es verdad que dedico mucho tiempo a
decidir qué comprar/leer, a informarme sobre los autores, los movimientos en
que se inscriben, los temas que tratan, las opiniones de gente cuyos juicios ya
me han parecido útiles en otras ocasiones... Además, aparte de las fobias y
filias de cada uno, tengo un sistema bastante alambicado –del que tal vez algún
día os hablaré– para seleccionar los libros. Sin embargo, una cosa es apreciar
el trabajo bien hecho de un artista, o incluso la buena marcha de una obra en
tanto que artefacto de entretenimiento, y otra muy distinta ese sentido de la
perfección, de la comunión absoluta, que te golpea con algunos autores. Uno no
dice de todos los libros que lee que son obras maestras, ni que le han cambiado
la vida.
He de confesar en este punto que
siempre me causa algo de nerviosismo y rubor hablar de clásicos, porque sin
duda cualquier cosa que yo pueda explicar aquí ya habrá sido explicada con
mayor elocuencia antes, de tal forma que la presente reseña puede fácilmente
acabar sonando un poco a obviedad repetida. Pero, al mismo tiempo, cuando uno tiene
un libro como este entre manos, le resulta difícil no decir algo sobre él, por
muy deslavazadas que puedan resultar sus notas.
En la presente ocasión, traigo a
este blog la que tal vez sea la novela más conocida de John Steinbeck, Las uvas de la ira, de lejos el libro más fascinante que he leído en mucho tiempo,
construida con una precisión de maquinaria bien engrasada, donde todo está tan
bien trabado y la relación de causalidad entre los episodios es tan veraz, que
más que ante una obra de ficción pareciera que estuviésemos ante un extenso
reportaje de casi 700 páginas, a lo cual ayuda la hábil alternancia de
capítulos narrativos con otros más periodísticos y abstractos sobre las
condiciones de vida en general de aquellas personas.
Así, resulta interesante que los
eventos no sean motivados solo por la racha de malas cosechas sufridas durante
la época concernida, sino también por la voracidad de un sistema (sustitución
de los trabajadores por máquinas) y por la actuación aprovechada de quien se
prevale, por no decir que abusa, de la necesidad ajena (boom de los vendedores
de coches usados, terratenientes explotadores).
Las uvas de la ira retrata la epopeya, de tintes dickensianos, de
los Joad, una familia del centro-sur de EE.UU., que ha de enfrentarse a la
durísima época del “Dust Bowl” –que todavía hechiza el subconsciente colectivo
americano como el crack del ’29 inmediatamente anterior, Vietnam, o algunos
otros de los acontecimientos que marcan un hito de su historia reciente–, que
provocó la expulsión de sus tierras y hogares de cientos de miles de familias,
forzadas a una emigración interior en las condiciones más miserables, en el que
sin duda es el proceso de desertización más famoso de los últimos siglos.
Inevitablemente, y de la mano de una extensa galería –bien podemos estar
hablando de docena y media de principales, con obvia preeminencia, incluso en
el punto de vista, de Tom y Madre– de personajes terriblemente bien diseñados,
poliédricos, complejos, contradictorios, paradójicos… es decir, humanos
(incluso, o especialmente, en los momentos en que resultan más desesperantes o
insufribles), tienen lugar cavilaciones sobre la naturaleza del mundo, del
sistema que les rodea, de la condición humana, de la justicia… Es humanamente
imposible no sentir simpatía por los Joad (incluyendo a la mayoría de amigos
que les acompañan o encuentran por el camino), y no emocionarse con el
desamparo de estos personajes al abandonar su Oklahoma natal.
Uno de los elementos
humanizadores es que se trata de gente dura, no de salvajes, de ahí que sean
capaces de impactantes actos de generosidad y gestos de ternura, por muy toscos
que estos puedan resultar en su ejecución. Que los Joad, que parecen tan
sensatos para algunas cosas –y en este punto debe reputarse como gran acierto
no haberlos estereotipado como paletos–,
puedan resultar tan crédulos para otras resulta un detalle que los aproxima
mucho al lector. Los personajes femeninos, y sobre todos ellos, Madre,
consisten en mujeres que nunca habían hablado demasiado simplemente porque no
era necesario, pero que atesoran una rica vida interior y una enorme sabiduría,
así como un carácter férreo y una resistencia de roca, valerosas y dispuestas.
Sorprende la habilidad de
Steinbeck para la descripción y, con la austeridad de medios tan propia de la
narrativa norteamericana, llenar su relato de símbolos (el polvo quizás el más
omnipresente: a las setenta páginas uno ya nota asfixia de lo polvorienta que
es esta novela) y escenas / frases repletas de significación. Por ejemplo, es interesante
que el único momento en que Tom –un personaje muy hablador, a diferencia de los
demás exceptuado Casy, brusco pero realista, un poco pendenciero pero con una
agudo sentido primario de la justicia– llora sea por frustración, cuando se ve
obligado a hacerse pasar por tonto, como le han aconsejado, porque siente que
su dignidad humana está siendo pisoteada.
En este sentido es digna de
encomio la sencillez cuentística del
texto, que aborda incluso las cuestiones más áridas y encopetadas de teoría
económica y política sin que lo parezca, transmitiéndolas con apabullante
sencillez y sin utilizar la narración expositiva ni una sola vez. El conjunto
goza de un carácter fuertemente visual, plástico o cinematográfico, casi como
si el autor (que no era completamente ajeno al mundo del cine y el teatro)
hubiese tenido en mente una posible escenificación de la obra.
La descripción, en todos los
aspectos, es de una sutileza con la que rara vez se encuentra uno, con un gran
realismo y cohesión en el aspecto psicológico de los personajes, expuesto de
forma sencilla, directa y efectiva. Hay que decir que Steinbeck, que había
ejercido y ejercería aún como periodista, había fotodocumentado el drama de las
familias desplazadas por esta gran tragedia, y por tanto conocía de primera
mano a la gente que describe en su obra, por muy de ficción que esta sea. No es
de extrañar, por tanto, que el clarividente Nobel estadounidense fuera capaz de
prever, ya en 1939, cuando el libro se publicó, a dónde arrastraría la
demonización o deshumanización de un segmento entero de población si no se
respetaban unos Derechos Humanos que aún no habían sido formalmente declarados
entonces.
Quizás como todas las buenas
epopeyas humanas, Las uvas de la ira
puede calificarse de impactante, sobrecogedora; aunque en ningún momento
resulta truculenta, probablemente tampoco se la recomendaría a los lectores más
sensibles, dada su ausencia total de edulcoración y su realismo. Téngase en
cuenta que esta obra llegó a estar prohibida durante muchas décadas en los
institutos de EE.UU. por lo que se consideraba su crítica excesiva al
capitalismo.
Por otra parte, a pesar de su
ambientación tan específica, no puede atribuírsele un carácter circunstancial o
de ocasión a Las uvas de la ira, pues
su universalidad e intemporalidad es innegable: por su estudio de las
consecuencias humanas de las burbujas económicas, que llevan siendo recurrentes
al menos desde la aparición del mercado moderno; por su tratamiento de la inmigración
/ emigración; por su hábil percepción de los mecanismos deshumanizadores que
pretenden justificar la injusticia y conducen, en última instancia, a la
dictadura y el totalitarismo; por ser una obra sobre la solidaridad y la
dignidad; por el drama sobre la pérdida del pasado y la memoria, de la
identidad en definitiva; por plantearse, implícitamente, la cuestión crucial y
de máxima actualidad de que, si un Estado no sirve para socorrer a sus ciudadanos,
entonces, ¿para qué sirve?… Un libro de diez absoluto cuya lectura no puedo
recomendar suficientemente [1]
.
JJJJJ + C
[1]
Como cuestión al margen tendría que decir que la traducción de María Coy Girón
(Alianza, 2006, múltiples reediciones y reimpresiones) contiene algunos giros
raros e inconveniencias aquí y allá, pero en general es un trabajo notable que
se deja leer bien.