Por primera vez en este blog la
recomendación literaria del mes es una obra de teatro. Aunque admito que el
género que más leo es la narrativa, fundamentalmente novela, pronto las habrá
también de poesía. La obra hoy concernida es una pieza esencial del repertorio
que ya podríamos llamar “clásico”, una de las obras iniciáticas del teatro de
ideas: Casa de muñecas, del
dramaturgo noruego Henrik Ibsen, escrita en 1879.
Enseguida, tan pronto empezamos
a leer, llama la atención la naturaleza de la relación entre los dos personajes
principales, Nora y Helmer. Y nos llama la atención (para los ojos actuales
incluso nos incomoda) porque, a pesar de estar ante marido y mujer, la forma de
tratarse de ambos no parece, no ya la propia de dos cónyuges parejos, sino tan
siquiera la de dos personas adultas, lo que de inmediato nos pone sobre la
pista de la significación del título. En efecto, Helmer se dirige a Nora, y
esta le responde, casi como si fuesen padre e hija, lo que añade un plus de
incomodidad a su relación que se ve confirmado con la propuesta final y
desesperada de que convivan como hermanos (en una suerte, se le antoja a este
lector, de incestuosidad espiritual
[perdón por el palabro] realmente repelente proviniendo de alguien como
Helmer).
Y pudiera parecer, por esta
última frase, que el protagonista masculino es un desalmado. Todo lo contrario.
O bien, maticemos. Uno de los grandes aciertos de Ibsen en esta obra es,
precisamente, que consigue nuestra piedad ante todos los personajes, excepto
Helmer, quien paradójicamente nos inspira un gran desagrado a pesar de que es
el único que, en principio, actúa con rigor moral absoluto. Ahora bien; un
rigor moral que, básicamente, se ciñe a salvar las apariencias, magistralmente
conceptuado con solo dos palabras en esa irreprimida
exclamación casi al principio de la última escena: “¡Estoy salvado!”. La debilidad de Helmer, en cambio, se va
desvelando sucesivamente, no solo y principalmente por el relato de Nora (la
importancia de los hechos pasados, como en toda obra literaria, es esencial, ya
que es lo que motiva el conflicto actual), sino por su actuación anormal,
oscilando entre la rigidez y el infantilismo, por sus manías extrañas, como
detestar ver coser, etc.
El egoísmo, por llamarlo así,
sin límites de Helmer, personaje que representa el arquetipo del patriarca
dictador-tutor doméstico, contrasta con la actuación desinteresada de Nora, su
mujer-pupila, aparentemente una cabeza hueca que paulatinamente se va
desvistiendo de ese aura de inocencia para revelarse en realidad como una mujer
singularmente sensata, dadas las circunstancias. O, más que sensata,
clarividente. Después de todo no hay que pasar por alto en ningún momento, ya
que ahí radica el quid de toda la obra, que los causantes remotos del conflicto
dramático actual que se presenta son, por un lado, Helmer y el padre de Nora,
supuestamente los varones capaces que deben proveer por el bien de sus
familias, y, por otro, un sistema legal cuya idea de la justicia se agota en su
propio cumplimiento, sin otra inquisición moral o filosófica: lo bueno no es lo
justo y verdadero; lo bueno es cumplir con la ley. Punto.
Este hábil y revolucionario
planteamiento de Ibsen conduce a un estudio de las relaciones de pareja que
resulta moderno incluso hoy en día. Además Nora, siendo el personaje claramente
principal (me figuro que debe ser un rol agotador para una actriz, pues está
permanentemente en escena, salvo una breve ausencia en el acto tercero), se
revela a lo largo de las páginas del texto como el vértice de dos triángulos
relacionales, uno de carácter más romántico (Nora-Helmer-Rank) y otro de
carácter no exento en absoluto de implicaciones humanas
(Nora-Krogstad-Cristina). Entre Helmer y su amigo, el simpático doctor Rank, se
ha establecido la relación de compañerismo vital que el primero debería tener
con Nora. Simultáneamente, Rank desearía que su relación con Nora no se ciñera
a una mera amistad con la esposa de su amigo, sino que su sincero afecto por
ella va mucho más allá, al tiempo que tiene con ella la relación que esta
desearía tener con Helmer (ya que se dice expresamente que les visita casi a
diario [por causa de Nora, entiéndase] y que pasa largas horas conversando con
ella). Nora, aunque finja no estar al corriente del hecho, no es tan ignorante
como afirma.
Por otro lado, en el “malvado”
Krogstad descubrimos progresivamente a un ser no tan repelente como Helmer
quiere hacer ver (entre ambos se produce una curiosa transferencia de
caracteres a lo largo de la pieza), pues se afirma que su falta, aunque no
explicitada, no fue más grave que la que pueda haber cometido Nora, más
acuciado por las circunstancias que otra cosa y que, en todo caso, parece
rehabilitado (el propio Helmer reconoce que le han llegado informes de que es
un empleado modélico), y preocupado por sus hijos. Cristina, por su parte,
realiza (ha realizado con anterioridad, más bien) un viaje no tan opuesto al
que Nora emprende al final: representa a la mujer abnegada que precisa sentirse
útil; pero, ¡ojo!, una mujer que ya ha analizado su carácter y ha determinado
el papel que quiere ocupar en la vida y en la sociedad y, por tanto, una mujer
madura. Precisamente la gran queja de Nora, que conduce al desenlace, es que
nunca, ni en casa de su padre ni en casa de su marido, ha sabido con certeza
dónde se encuentra ubicada, porque no le han consentido formarse como ser
humano, dilucidar su papel como persona y ni siquiera como madre. Esta
constatación conduce a la necesidad ineluctable de aclarar esa cuestión antes
de emprender otras funciones en la vida; de ahí la demoledora afirmación de
que, en ocho años de matrimonio, nunca ha sido feliz; tan solo ha estado
alegre, simplemente.
Aunque hubo en su momento, como
cabía esperar, enorme polémica (escándalo, de hecho) por su final abierto y por
la decisión de Nora (la versión original en tres actos sin el añadido del
arrepentimiento al final del tercero es la más perfecta de las que, por razones
varias, el autor se vio obligado a preparar, a disgusto suyo), personalmente no
me parece, como algunos dicen, que la evolución de la protagonista al final sea
precipitada. La razón estriba en que quienes así lo afirman han aceptado que
Nora era, efectivamente, una muñeca. Por el contrario, pienso que lo que Nora
hace es intenta por todos los medios adaptarse al papel que la sociedad le
impone, aún con merma para su felicidad personal, hasta que, en plan epifanía
joyciana, se da cuenta de que primero debe averiguar, expresa literalmente, si
es la sociedad o ella quien tiene razón. Es decir, Nora, como le comunica a
Cristina en su primera conversación, no es ajena a las asperezas de la vida, y
durante ocho años ha mantenido oculto un gran secreto, apañándoselas a solas y
por su cuenta para solucionar un entuerto en el que se ha visto metida para
beneficiar a un tercero. Por tanto, al final de la obra lo que tenemos no es
una súbita evolución de la protagonista, sino la constatación de que debe dejar
de fingir y dedicarse a sí misma.
Una obra pionera, pues, de
vigencia incluso a día de hoy que, como todas las obras maestras, habla a los
lectores de cada época de su propia época, y no [solo] de aquella en que fue
escrita.
JJJJJ
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