Título: Lloran las cosas sobre nosotros
Autora: Rosa Romá
Editorial: Magisterio Español (col. Novelas y cuentos)
Año: 1979 Lugar: Madrid
Valoración: 5 / 5
“Solo trataba
de hacerle ver la consecuencia
de una
mentira. Todo es una cadena, estamos implicados
en las culpas
ajenas. Nadie es enteramente inocente.”
—Rosa Romá, Lloran
las cosas sobre nosotros—
¿A vosotros os
sonaba de algo Rosa Romá? A mí tampoco. Como suele pasar con muchas escritoras,
sobre todo cuanto más atrás en el tiempo nos vamos, a menudo quedan reducidas a
una nota a pie de página anecdótica, o a una mención marginal en las biografías
de otros parientes masculinos. Me tropecé accidentalmente con ella cuando, al
interesarme por la obra de su marido, un escritor del que hasta hace pocos
meses no había oído hablar, consulté una tesis doctoral al respecto. Y ahí
salió a relucir el anónimo nombre de Rosa Romá —el oxímoron es intencionado—.
Tan anónimo, de hecho, que en plena era de la “electroinformación” me ha
resultado virtualmente imposible —ahora el juego de palabras ha sido
accidental— encontrar ni un solo dato sobre ella. Ni uno. Sólo las dos o tres pinceladas
incidentales que en la biografía de su marido salen a relucir. Ni siquiera he
podido averiguar si vive aún.
Por fortuna, sin
embargo, existen unos lugares maravillosos llamados bibliotecas, cuyos
depósitos son a menudo terreno abonado para los hallazgos afortunados. En ellos
se pueden encontrar a veces tesoros olvidados pero valiosos, y en el depósito
de la Biblioteca de Narón pude encontrar una copia de la novela que hoy nos
ocupa, cuyo sugerente título, Lloran las
cosas sobre nosotros, está sacado de un verso de Antonia Pozzi. Y en la
contraportada de la primera —y, según creo, única— edición de esta obra figura
una somera información sobre Romá, lo que, por contraste con la aparente inexistencia
online de la autora, parece mucho.
Rosa Romá nació en
Valencia, en 1940. Estudió psicología aplicada e idiomas, y fue asidua
colaboradora en radio, televisión, revistas y suplementos literarios. Además
participó en el programa cultural Página
Diez, y fue coautora de numerosos guiones radiofónicos y televisivos —dato
este que nos interesa retener, por cuanto guarda estrecha relación con la
estructura de la obra que hoy reseñamos—. Es autora de una biografía sobre Ana
María Matute (1971), las novelas La
maraña de los cien hilos (1976) y Lloran
las cosas sobre nosotros (1979), el ensayo Mujer: realidad y mito (1979), y otros títulos —no he podido
averiguar a qué género pertenecen— como La
ciudad de los deseos (1986), Bajo los
tibios ojos de mi madre Amapola (1998), así como la novela corta Espejismos (2007). Por la pequeña
presentación de Alfonso Martínez-Mena que precede a la novela que nos ocupa,
sabemos que la escritora concibió varias novelas inéditas, y manifiesta aquel
su extrañeza por que Romá no haya sido más prolífica en sus publicaciones.
También por él sabemos que su primera novela, La maraña de los cien hilos, gozó de una acogida crítica muy
favorable, a causa de la factura técnica de la obra.
Pues bien. La situación
de partida de Lloran las cosas sobre
nosotros es sencilla: un joven que está visitando un edificio en ruinas que
recientemente ha causado una desgracia, auxilia a una anciana que sufre un
desvanecimiento en las inmediaciones y que resulta tener mucha información
acerca de los propietarios de aquel inmueble, una prominente familia local para
la cual había trabajado muchos años. A partir de ahí, ante el interés del
joven, se establece una larga conversación entre el este y la anciana, a la que
posteriormente se suman otras personas.
Lo primero que llama
la atención de este texto es su estructura: como saben todos los escritores —y
también los lectores, que deben sufrirlo—, la prueba de fuego de cualquier novelista
son los diálogos; y en esta obra, Romá toma la arriesgada decisión de eliminar
al narrador, construyendo un monumental diálogo de 244 páginas y distribuido,
casi teatralmente, en tres “etapas”, el cual se interrumpe por algunas breves
cartas dispuestas estratégicamente, cuya técnica impecable sólo puede
entenderse habiendo salido de una autora acostumbrada a escribir guiones, como
ya mencionamos.
Se trata, por tanto,
de una “novela dialógica” donde los participantes en esta conversación asumen
al mismo tiempo el papel de narradores referenciales y fragmentarios, por así
llamarlos, al dar información acerca de los diversos integrantes de la familia
Durango, pero sin describir apenas sus acciones. Esto da lugar a la mejor
simultaneidad que he visto en una novela, donde la acción presente,
correspondiente al diálogo —en el que también los hablantes dejan entrever
información acerca de sí mismos, y dan pie al lector a hacer suposiciones sobre
ellos—, se superpone con las pinceladas sobre los eventos pasados que
constituyen el corazón de la novela.
De ahí que varios
sean los problemas a los que Romá debe enfrentarse, el primero y más importante
de los cuales es: cómo construir tensión narrativa en una obra donde no existe
narración per se ni nada que se
parezca a la clásica “introducción-nudo-desenlace”. La autora sale triunfante
de la prueba, y para lograr que su texto funcione, no sólo dosifica astutamente
la información para ir creando curiosidad —el mismo marujeo que los vecinos
sintieron siempre por la familia “protagonista”, si es que cabe hablar de tal
término en estas páginas—, sino que es la estructura del propio diálogo la que
suplanta la estructura de la narración. Y así, la conversación con Mercedes,
correspondiente a la segunda etapa, sirve de sustrato teórico-ideológico al
material “narrativo” expuesto en la etapa anterior. Con todo ello, Rosa Romá
consigue una reproducción perfecta del funcionamiento de la rumorología, como
un puzle fragmentario, donde la renuencia a hablar de alguno de los personajes
cimenta la curiosidad del lector, al dejar pasar mucho rato entre que hace una
deducción y que esta se confirma o se desmiente, invitándole a seguir adelante
en la lectura para ver si ha acertado o no en sus conclusiones.
Esta eliminación del
narrador tradicional permite a la escritora mantenerse en un terreno de “ecuanimidad
autorial” y no deslizar ni el más mínimo asomo de enjuiciamiento o valoración de
los personajes, sino que son los propios dialogantes quienes expresan su visión
subjetiva y parcial —uno de los temas centrales de la obra es la confrontación
entre opinión y verdad—, que se completa o varía tanto por la interacción de
los diversos hablantes como a través de las reformulaciones que la memoria
opera a lo largo del tiempo, por las sucesivas cábalas que se han hecho. Unos
personajes le enmiendan la plana a otros, y alteran la impresión que sobre
ellos —y sobre el objeto de su conversación— tenemos.
Es cierto que un tono de cierto ateísmo/antireligiosidad y antifranquismo sobrevuela la historia, pero en general no se hacen valoraciones en el texto, como ya dije, lo que constituye una de sus mayores novedades y virtudes. No obstante, el lenguaje empleado permite a veces entrever opiniones que, con todo, no pueden ser adscritas a la autora necesariamente, ya que un mismo tema es formulado varias veces con ambivalencia, sino a los personajes hábilmente diseñados: se denomina “sublevación” al golpe de estado del 36, o cuando la anciana expresa con sorna:
“(…) los padres de don Luis tan educados y tan
liberales, no querían saber nada con los curas, luego sí, luego hasta se
pusieron santos y crucifijos por toda la casa, y todos eran devotos y
rezadores, ya ve usted, no hay nada como pasarlo mal para aprender a bailar al
son que a uno le tocan.”
Sin embargo no es
por ahí por donde van los tiros de la escritora: el tema que verdaderamente
preocupa a Romá en Lloran las cosas sobre
nosotros es la ruptura del diálogo intergeneracional, con observaciones que
podrían haber sido hechas ayer mismo y tendrían tanta vigencia como tenían en
1979. El choque intergeneracional se representa, en primer lugar, a través de
los diversos registros lingüísticos que se recogen en el texto, que en algún
momento incluso dan lugar a dificultades de comprensión, ya por su
coloquialidad, ya por su cultismo.
Pero la premisa sobre
la que pivota toda la obra es la prerrogativa de los hijos para enjuiciar los
actos de los padres, y la incapacidad para establecer un diálogo fructífero
para todos los participantes, encastillados, tanto los más jóvenes como los más
ancianos, en sus posiciones, a pesar de que “dialogar
no es imponer nada”, como afirma uno de los personajes. A partir de la
conversación particular se entabla una reflexión de alcance general sobre este
tema:
“Eso es lo que nunca he comprendido de ustedes.
Piensan que el silencio, esconder la verdad, es un remedio para conservarnos
inocentes, para que seamos felices, y lo único que consiguen es alejarnos más,
hacer insalvable esa barrera que nos separa.”
En relación con este
asunto central, se irá dibujando un tapiz de tres sociedades distintas, tres
generaciones —la que vivió la guerra y las dos posteriores— que se superponen
en un mismo punto del tiempo —el fin del franquismo y el inicio de la
transición, que coinciden con el momento de composición de la obra—, y que dan
lugar a la contraposición entre tres formas distintas de entender el mundo:
temas como la hipocresía, la confrontación entre reflexión y acción, la
esterilidad de las revoluciones “de salón” frente a la tozudez de la realidad,
las confrontación con las nuevas visiones de las relaciones familiares, las
apariencias, las relaciones conyugales o afectivas, la homosexualidad, la
contravención de las propias ideas para obtener un beneficio, la explotación,
la sinvergoncería de quienes se presentan rectos ante la sociedad pero actúan
cuestionablemente por detrás para enriquecerse, la discriminación educativa de
las mujeres, las consecuencias funestas de la presión y las expectativas sobre
los hijos, la pérdida del idealismo que enseña a no ver la realidad como un
oposición de blanco y negro, el riesgo del cambio por el cambio, sin un
contrapeso que lo equilibre…
“Comprendo bien lo que vosotros queréis, aunque
la juventud exige demasiado, la juventud es tajante, cáustica con sus mayores,
y no los aceptan, claro, de eso a la destrucción no hay más que un paso.”
En
resumidas cuentas, un texto de un virtuosismo técnico-formal, pero de fondo
también muy relevante y bien pensado cuyo olvido no puede más que lamentarse en
un mercado editorial donde a menudo se mantienen a flote, incluso con ventas masivas,
títulos que probablemente ni siquiera deberían haberse publicado en primer
término.
No hay comentarios:
Publicar un comentario