El mes pasado, tras tres años de espera
endulzada por la aparición, en junio de 2012, de la traducción ampliada al
gallego de la segunda parte, llegó por fin la cuarta parte de la innominada
serie (de cuyo primer
volumen ya hablé hace unos meses, buena parte de lo cual es aplicable en el
presente caso) que el escritor ferrolano Manuel
José Díaz Vázquez está desarrollando, convirtiendo en material novelado sus
recuerdos de infancia, pasados por el tamiz de la imaginación y el humor.
Es imposible agotar todos los significados
profundos de estos Apuntes y
memorias del peor estudiante del mundo (el gusto por la hipérbole es un
rasgo definitorio del estilo de este autor) en esta breve reseña que pretendo
centrar en cuatro ideas generales que, con un poco de suerte, inviten a la
lectura de la obra (que es el objetivo final de que cada mes seleccione un
libro acerca del cual hablo y el cual recomiendo), tal es su poder de
evocación, tal la riqueza de su escritura. El novelista, al mismo tiempo que
recuerda, va dando pinceladas de la realidad actual, de lo que hace y, por
ende, reflexiona sobre la creación literaria en sí y sobre la naturaleza del
lenguaje, sobre su relación intrínseca con el pensamiento y con la construcción
de este, pues, como él afirma, “(...) lo
fundamental se realiza en lo abstracto y lo intrascendente en la realidad”.
Así, esta que podríamos considerar profusión
de hilarantes notas, que constituyen en realidad un extenso monólogo interior y
en el que nunca falta una esplendorosa ilación, genera aquí y allá interesante metaliteratura
en la que asistimos o vislumbramos el proceso creativo, y que recuerda por
momentos a Gonzalo Torrente Ballester, cuando novelaba supuestos diarios de
escritores ficticios (o quizás no tanto: dicho sea de paso, Fragmentos de apocalipsis, obra suprema,
es la que personalmente recomendaría de este autor).
Otros elementos dignos de mención serían la
siempre esmerada justeza de la sorprendente adjetivación, tan natural que no
puede por menos de resultar llamativa, así como los juegos de palabras
prodigiosos, y los calambures en diversos grados de pureza, como “(…) la lista surrealista de
los reyes godos”, o “¡Váyase de una
vez, percebe! Pero él no se apercibía (…)”. También el gusto
por lo estrafalario, con una innata capacidad para convertir en maravilloso o
portentoso lo corriente o cotidiano, como puede verse, p. e., en la pág. 37, 2º
pár.: “No obstante, un mal día, ya
entrado en años, por poco no vuelven, porque mi abuelo, de temperamento
sanguíneo y carácter apasionado, hastiado de un mal actor que no daba pie con
bola, le gritó a este en plena representación, a oídos de todos los
circunstantes: “¡Eres un petardo!”, y
el petardo estalló en cólera y se fue en dirección a mi abuelo bajándose del
escenario al patio de butacas con intenciones nada buenas (…). Se armó una
colosal trifulca y el bueno del señor Marín, ¡quién lo iba a decir!, de usual
continente, pacífico y manso, blandió su bastón y le dio dos cogotazos al mal
actor, no por salir en defensa de su amigo (…) sino porque el mencionado le
había pisado un callo que tenía en el pie izquierdo durante la refriega (…) y
al grito de ¡alcornoque! comenzó a darle de sablazos descomedidos al petardo,
aunque, según cuentan las crónicas, solo atinó con dos, de los diecisiete que
descargó al aire y al azar. ¡Nunca se había visto al señor Marín tan excitado y
alborotado! Rejuveneció treinta años de golpe y se le cayeron trescientas
sesenta y ocho canas de un plumazo, pero aun así, era rematadamente viejo, como
salido de los primeros libros del Antiguo Testamento”.
Pero el elemento más destacado de este
escritor es su candoroso humorismo, el benigno sentido del humor que hace que
el innominado protagonista nos conquiste desde la primera página: sabemos que,
cuando toma una decisión firme e irrevocable, inexorablemente se aproxima el
desastre: la comicidad derivada de sus cursos de pensamiento absurdos, pero, a
pesar de ello, comunes, nos hacen su psique próxima y comprensible.
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