Los seres humanos estamos hechos para romper
barreras. Caminar de pie, encender (¡y controlar!) el fuego … son solo dos
ejemplos inmediatos que se le pueden ocurrir a cualquiera. Nos gusta entender
las cosas, saber por qué las hacemos. El ser humano es pura potencialidad, más
que habilidad natural. Se proyecta en su potencialidad. Y, más que en ninguna
otra de sus potencialidades, el ser humano se proyecta en el lenguaje.
El ser humano tiene la capacidad natural para
hablar, pero, como casi todo en él, el lenguaje es aprendido. Estudios hechos
con gente aislada desde una temprana edad demuestran que un ser humano privado
de la educación convencional o del contacto con sus semejantes no rompe a
hablar espontáneamente y, lo que es más significativo, experimenta severos
retrasos en su desarrollo mental. Los seres humanos pensamos hablando. Y, si no
tenemos lenguaje, no podemos pensar.
Ahora bien; no deja de haber un componente
innato en nuestra capacidad de comunicarnos, mediatizado como pueda estar por
la sonoridad, sintaxis o gramática de nuestro propio idioma: hay un grupo de
vocablos que me resultan singularmente atractivos, aquellos que pertenecen a
grupos familiares o muy estrechos (y reducidos) de sujetos, a menudo basados en
un acervo experiencial común inaccesible (e incomprensible) para quien no
pertenece al grupo. Es decir, en ese ámbito el lenguaje se alza como un factor
identificador, de pertenencia, de la misma manera que un español puede saber de
inmediato si otra persona es o no española de origen solo oyéndola hablar
brevemente, por su acento, por la fluidez, por el vocabulario empleado, por la
construcción sintáctica … En mi casa, por ejemplo, existe el palabro “escotorromoñarse”, verbo intransitivo
de la primera conjugación que denota la idea de una caída aparatosa en la que
el sujeto (¡o más bien víctima!) se golpea repetidas veces, pero sin sufrir
lesiones de gravedad, tales como puedan ser arañazos, magulladuras sin
importancia, etc. Sin embargo, los hablantes de español convendrán conmigo en
que el verbo citado nunca podría significar, pongamos por caso, “amar a alguien
locamente”: hay una sonoridad en la palabra que lo impide, algo en ella
despierta de inmediato la idea de “darse un morrazo”. Naturalmente, el verbo “escotorromoñarse”
es un término inventado inexistente en castellano.
Sin embargo, quizás no siempre lo pensemos o
nunca hayamos reparado en ello, pero todo el lenguaje que hoy existe, todas y
cada una de las palabras y términos que componen una lengua en su aparentemente
inagotable riqueza, han sido inventadas alguna vez: en algún momento alguien
ideó por vez primera todos los vocablos, todas las declinaciones, toda la
estructura del idioma, y cada inventor del lenguaje iba variando lo inventado
por sus antecesores y añadiendo a su vez cosas nuevas de su propia cosecha, muchísimo
antes de que llegaran los gramáticos y filólogos para diseccionarla con el afán
del entomólogo: pensemos que la justificación de la ortografía constituye la
tautología por excelencia (“equis palabra
se escribe así, o tal cosa se llama asá, simplemente porque se escribe así o se
llama asá”; como mucho podremos buscar razones etimológicas para
explicarlo, pero antes o después acabaremos topando con el mismo callejón sin
salida: en latín o griego se escribía así, simplemente porque se escribía así.
Así que, en definitiva, sin perder de vista
que el objetivo último de cualquier idioma es siempre la comunicación, es
decir, la unión (y nunca servir de obstáculo o elemento distanciador), tampoco debemos renunciar a imprimir nuestra propia
huella y emplear su plasticidad para mantenerlo vivo y evolucionando, como
siempre lo ha estado y siempre lo ha hecho. No hay que tenerle miedo a inventar
palabras, a alterar las que existen, a darles nuevo contenido, a rehabilitar
aquellas caídas en desgracia (la ola de lo “políticamente correcto” ha sido una
peste para el lenguaje, al basarse en la absurda idea de que las palabras
tienen un contenido intrínsecamente malicioso: las palabras no tienen voluntad
(aunque es muy probable que tengan alma), las palabras no son malas: las
personas son malas, las personas emplean el lenguaje con malicia, para zaherir
o molestar). Después de todo, como muy bien afirmaba Camilo José Cela, “el castellano cada no lo habla como quiere,
que para eso es de todos”.
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