Ese observador incansable que era Charles
Dickens acabó su gloriosa carrera con una firme candidata, en mi opinión, a
novela suprema, un volumen que supera el millar de páginas titulado Nuestro amigo común, en el que narra,
con técnica impecable que alcanza el virtuosismo en numerosos puntos (p. e., el
esbozo de la dura vida de Lizzie y Charley en solo unas pocas pinceladas
mientras la primera observa el fuego en el capítulo tercero), las peripecias de
una galería de personajes, cuyas vidas se entrecruzan e influyen a veces de
formas de las que ni siquiera son conscientes; tan disparatados que discurren
siempre al borde de la irrealidad, pero que el genio del autor salva siempre y,
lo que es más, hace plenamente creíbles (cualquiera que lea los diarios
nacionales podrá fácilmente reconocer en los especuladores y politicastros
representados en el texto arquetipos que corresponden a personajes de la
realidad cotidiana).
Son demasiado numerosos para tratarlos a
todos por menudo (estamos hablando de en torno a una veintena de principales),
pero podemos encontrar a todos los tipos y clases sociales (la gente que vivía
en condiciones deplorables en las riberas del Támesis, a las cuales me gustó
imaginar durante la lectura habitando a la gélida sombra del Tower Bridge, a
pesar de que este en realidad no se empezó a construir hasta un par de décadas
más tarde; las modestas clases medias y sus delirios de grandeza, representados
fundamentalmente por las mujeres Wilfer; y, en franca oposición, la pujante
burguesía de la City londinense, rodeada de lujo y ostentación): desde el pobre
que no pierde su dignidad ni siquiera una vez enriquecido, hasta un pescador de
cadáveres del Támesis (profesión que, aunque parezca mentira, existía, para
recuperar los cuerpos de los suicidas: como Ítalo Calvino muy bien señaló, en
el capítulo de apertura, al acompañar a Mr. Hexam en su pesca nocturna, nos
parece estar adentrándonos en el reverso del mundo), pasando por un abogado abúlico,
un político que logra salir elegido sólo gracias a su bobaliconería, un
taxidermista depresivo, o un profesor sociópata (una recurrente obsesión del
autor, como ya sabemos), entre otros.
Al hilo de esto último, la aproximación al
realismo de Dickens resulta muy singular, ya que a diferencia de los ejemplos
franceses o españoles, la representación de la realidad tal cual en Dickens cede
ligeramente el lugar al juego lingüístico, que tan del gusto ha sido siempre
del público británico, y es precisamente en el terreno de lo lingüístico donde
se da cabida al combate entre lo real y lo, no diré fantasioso ni muchos menos,
sino más bien hiperbólico, que constituye la espina dorsal de la literatura
dickensiana (aunque la realidad es ella misma hiperbólica abondo).
Los diálogos son vivaces, sin regodearse en
el preciosismo, sirviendo para definir muy bien la psique de los personajes, que, como queda
anunciado, están muy bien diseñados y resultan muy interesantes: es fascinante
la comicidad conseguida a través de la delineación de algo estrambótico de
dichos caracteres que, a pesar de resultar por veces un tanto surrealista,
jamás perjudica al realismo y credibilidad de los retratados (cfr. Cap. 11, p.
e.).
Otro punto cómico proviene de cómo los
sinvergüenzas arribistas que pululan por el libro (y son unos cuantos) se
engatusan unos a otros, beneficiándose y perjudicándose al mismo tiempo por
causa de sus engaños y medias verdades (pues este tipo de personas siempre se
creen más listos que nadie); siendo interesante cómo se las ingenia Dickens
para diseñar de tal forma a sus criaturas que resultan más ridículas que irritantes
precisamente aquellas que representan las convenciones sociales, en tanto que
son más simpáticas y agradables las estrafalarias y aquellas que las desafían
(siendo, independientemente de ello, muy cómicas unas y otras, y, a ratos,
también muy trágicas).
Asimismo me ha parecido una genialidad la
subversión de roles entre el personaje de Jenny Wren y su padre (al verse
forzada la niña a ser sensata muy por delante de su edad), así como el empleo
de las cosificaciones (“parachoques”, “artículo”) y metonimias (“analista”) en
sus descripciones psicofísicas, y la obtención de una socarronería notable a
través de la repetición de diminutivos.
El capítulo final sobre Betty Higden (sin
duda el personaje más digno de todo el libro, mismo si a veces su cabezonería
nos puede parecer fuera de orden: por momentos dudamos de que esté
completamente en sus cabales, pero hay algo muy íntimo y humano en su
determinación de permanecer autónoma e independiente hasta el final) es
sensacional, de un lirismo arrebatador y una ironía despiadada que roza el
sarcasmo.
Un apartado no menos sorprendente lo
constituye el que, así sea de forma colateral (relativamente), se introduzca el
asunto de la violencia de género y el acoso (historias de Lizzie / Headstone y
de Sophronia / Lammle; también en menor medida en el personaje de Eugene).
Quizás el punto más flojo de la novela
(aunque muy propio de la narrativa decimonónica, verdaderamente un tropo) sea
el no tan inesperado fingimiento del Sr. Boffin (junto con algún otro episodio
menor, como la condonación de la deuda de Twemlow, al no tener en cuenta,
aparentemente, los meses transcurridos desde el anuncio de la ejecución del
crédito, que se dice inminente, y el perdón, ya que por el nacimiento de la
hija de los Harmon sabemos que ha pasado en torno a un año).
Con todo, considerando cierto aquello que se
dice de que no son los genios quienes van a juicio, sino nosotros, los lectores
u oyentes, lo inmediatamente anterior es tan nimio frente a la sobreabundancia
de virtudes del libro como pretender afrentar la pureza de un diamante porque
le ha caído encima una mota de polvo. ¡Un volumen para devorar, créanme!
JJJJJ
No hay comentarios:
Publicar un comentario