La noche de agosto
confundía el mar y el cielo negros en una misma vastedad, de la que se
apartaba, tal el principio de un mundo increado, la línea grisácea de la playa.
Por ella, desnudo bajo el ropaje blanco, andaba yo a solas, aunque los amigos,
nadando mar adentro, me llamaban para que les siguiese. Y entre todas sus
voces, yo distinguía una fresca y pura.
El mar guardaba aún en su seno el calor del día, exhalándolo
en un aliento cálido y amargo que iba a perderse por el aire nocturno. Entre la
sombra de la playa anduve largo rato, lleno de dicha, de embriaguez, de vida.
Pero nunca diré por qué. Es locura querer expresar lo inexpresable. ¿Puede
decirse con palabras lo que es llama y su divino ardor a quien no la ve ni la
siente?
Al fin me lancé al agua, que apenas agitada por el oleaje,
con movimiento tranquilo me fue llevando mar adentro. Vi a lo lejos la línea
grisácea de la playa, y en ella la mancha blanca de mis ropas caídas. Cuando
ellos volvieron, llamando mi nombre entre la noche, buscándome junto a la
envoltura, inerte como cuerpo vacío, yo les contemplaba invisible en la
oscuridad, tal desde otro mundo y otra vida pudiéramos contemplar, ya sin
nosotros, el lugar y los cuerpos que amábamos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario