Permitidme hacer memoria y contaros una batallita. Conocí
brevemente a Ramón Loureiro (Sillobre, 1965) cuando a este le tocó la no muy
interesante tarea de entrevistarme con ocasión de cierto premio literario que
tuvieron a bien concederme, allá por principios de 2005. En aquel momento, el
autor todavía tenía solo dos novelas publicadas (Morgado y O corazón portugués)
y estaba lejísimos de gozar del favor de la crítica que luego alcanzaría. A mí,
desde luego, su nombre no me sonaba, ni del derecho ni del revés, cuando me
pidió amablemente por teléfono si podría acercarme a la redacción del periódico
en el que trabaja para unas cuantas preguntas. Acepté, asistí, respondí lo
mejor que supe a lo que se me preguntaba, y me marché.
Unos días después, de vuelta en la misma redacción para una
entrevista radiofónica, precisamente aguardando en la sala de espera a que
llegase mi turno y leyendo el periódico susodicho, me topé con una foto a toda
página de Ramón Loureiro, anunciando la próxima presentación de su novela As galeras de Normandía, que tantas
alegrías – supongo – le iba a dar y que le iba a situar, sobre todo a partir de
la aparición un par de años más tarde de su adaptación castellana (el autor
explicó en una charla reciente que no se trata de una traducción al uso, sino
que reescribió la obra en castellano) ya de forma incontestable en el radar de
la crítica como uno de los mejores escritores actuales de las literaturas
hispánicas. En un comentario que acompañaba a la fotografía, explicaba Loureiro
que la idea primaria de la que había surgido la obra era una historia que su
madre le contaba de niño, sobre un príncipe de dos cabezas, una de las cuales
decía la verdad, en tanto que la otra siempre mentía, como resultado de lo cual
se dedicaban a disputar constantemente. Como es lógico, de inmediato me sentí
atraído.
Asistí a la excelente y emotiva presentación en una noche tan
gélida que forzó al escritor a hacer alusión expresa a ella y agradecer la
nutrida presencia de público a pesar de ese hecho. Durante su charla, Loureiro
explicó los mimbres de la obra, las ideas que le llevaron a escribirla, y
anunció que tal vez – quién sabía – nunca volviera a publicar otro libro,
añadiendo que, si así fuera, tampoco lo lamentaría, porque todo cuanto era capaz
de expresar narrativamente estaba contenido en aquella novela. Ya fuera porque
estaba medio tocado o por pura coincidencia, el caso es que acto seguido caí
enfermo de “un virus” que me mantuvo postrado y con fiebre alta durante un mes.
Impedido para otras ocupaciones, me dediqué a leer, siendo uno de los libros
que devoré en aquel tiempo, a pesar de un dolor en los ojos que apenas me
dejaba ver, As galeras de Normandía,
que me cautivó desde la primera línea (el hecho de que empezara con una
conjunción, como retomando una historia interrumpida, me pareció fascinante) y
se convirtió de inmediato en una de mis obras favoritas (además de que estoy
persuadido de que contribuyó activamente a mi recuperación).
Con ocasión de un evento
literario el pasado diciembre, en una breve conversación con el autor, este
tuvo la bondad de explicarme que no es exactamente que los muertos convivan o
compartan espacio con los vivos en su ficticia Terra de Escandoi (nombre de
sonoridad netamente gallega), dualidad (cuerpo-alma) heredada del mundo
helénico, sino que, como luego elaboraría más extensamente durante su charla,
por un lado está el cuerpo, por otro el alma, pero entre ambos hay una tercera
instancia, que denominó “espíritu vital” y que bien podría explicarse como el
reflejo que los vivos – o los muertos – dejan en este mundo cuando ya no están
con nosotros. Defendió Loureiro, además, que esta visión tripartita del ser
humano no es, como sostienen algunos, una herencia de la cacería salvaje germana, sino un elemento autóctono de la cultura
atlántica desarrollada, entre otros lugares, en lo que hoy es Galicia.
La obra de Ramón Loureiro ya ha sido defendida y ensalzada
por autoridades cuya mera mención debiera servir por sí misma de aval
(García-Posada, Basanta y Losada a la cabeza de ellas): todo lo que aquí se
diga ya habrá sido dicho, y con más elocuencia, por tales especialistas. Pretendo
hablar, sobre todo, de León de Bretaña (EDAF,
2009), pero esta reseña quiere ser también una invitación a leer las demás
obras del autor y, muy en especial, Las
galeras de Normandía, con la que guarda estrecha relación y con algunos
episodios de la cual está evidentemente conectada, hasta casi parecer
reelaboraciones de los mismos – en realidad, por muchas historias que cuente,
un escritor siempre cuenta una misma historia, dicha de diversas maneras –.
En León de Bretaña,
donde nos reencontramos con viejos queridos personajes ya amigos, no pasa nada
y pasa todo. Apenas hay acción – lo que sucede, básicamente, es que un muerto
resucita y va a ser coronado Rey de la Última Bretaña – y, sin embargo, la densa
riqueza del alambicado estilo del autor hace parecer que estemos presenciando
una historia que ha durado largas edades. Aunque, tal vez, así sea en realidad,
y esta novela, sobre todo, sea una novela sobre la memoria, que, como la
imaginación, se extiende hasta el infinito, y sobre conservar lo que es injusto
que se pierda, que es la labor última del Arte. Este efecto – el de que “pasen”
muchas más cosas que las que la mera acción anuncia – se consigue gracias al
poder actualizador de la palabra (como si el acto de nombrarlas hiciera reales
las cosas; como es cierto, por otra parte), a la potencia poética y evocadora – perdón por el pleonasmo – del
texto, que, dicho sea de paso, no le pone las cosas fáciles al lector: se trata
de una lectura de alta exigencia, que hay que examinar con cuidadosa atención –
casi reelaborándola y reconstruyendo sus fragmentos dispersos, poblados de
voces que se interrumpen unas a otras y que es difícil saber a quién pertenecen
en cada momento –, en la que lo más innovador – aunque no lo único – es ese particular
uso del lenguaje, con frecuentes galleguismos (“ (…) esta novela que es incisos sobre incisos”, p. 141), así como
la peculiar mixtura de los elementos narrativos más variopintos, tanto
populares como académicos, y las múltiples intertextualidades.
Quienes leen a Loureiro, ya habrán podido comprobar que posee
un estilo narrativo muy personal (en el que no es imposible rastrear
influencias de Cunqueiro, Torrente Ballester o Cela, entre otros) que se repite
en todas sus obras e incluso en muchas de sus columnas periodísticas, con una
enorme complejidad sintáctica y una tendencia a truncar la narración, que va y
viene como las olas, reapareciendo con algo distinto, con algo cambiado en cada
ocasión, como un tema musical sencillo que va siendo objeto de elaboradas
variaciones. Digamos, pues, que, en Loureiro, la parte del poeta-bardo se sobrepone
a la del narrador-cuentacuentos. Es notable el detallismo, en cuestiones que
otorgan magia y, al mismo tiempo, realismo. Ya hemos dicho que en León de Bretaña las reglas narrativas experimentan
un tratamiento muy inusual; de este modo, también la cronología salta por los
aires, de manera que a veces los hechos posteriores son contados antes que los
precedentes, y complicándose en extremo incluso saber cuánto tiempo ocupa la
acción (no obstante, se mantiene como “cronómetro” aproximativo el proceso de resurrección
y coronación de León): algunos hechos que se narran lo mismo pueden durar unos
pocos minutos que varias horas, lo mismo unas semanas que varios meses.
La novela – y la obra de Loureiro – entronca directamente con
el folclore y el contexto mítico gallegos, así como con la tradición literaria
gallega, pero en absoluto cabe calificarla de novela costumbrista, sino que se
sirve de tales elementos para hablar de cuestiones universales e intemporales
(qué ocurre tras la muerte tal vez la más importante de entre ellas), y de
otras que no podrían ser más del día (los incendios provocados, la corrupción, y
hasta la ubicua burbuja inmobiliaria aparecen aquí reflejados). Un elemento
destacado, pero que me limitaré a mencionar porque su estudio más minucioso
sería inagotable, es el valor simbólico, aquí principalmente a través del gallo
que sirve a modo de sacrificio. Si, como decía Saramago, la mejor manera de
explicar algo es siempre la metáfora, lo ficticio en la obra de Loureiro sirve
de faro iluminador a lo real, plagado de dolor y elementos escabrosos, de modo
y manera que, si no a resolverlo, sí alcanza al menos a desempeñar un papel
lenitivo que lo haga soportable.
Es como si la narrativa loureiriana fuese el fruto de
observar la realidad a través de una
sucesión de valleinclanescos espejos deformantes que ofrecen una imagen de la
misma desfigurada e hiperbólica, en ocasiones hasta lo grotesco, pero nunca
ajena a su naturaleza auténtica, que, paradójicamente, sirve para verla con claridad
y sencillez tal como es, ya que, como el autor afirma, “la literatura nos acerca al misterio de existir”.
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