¡Qué peculiar es la vida! Precisamente
hace solo un par de días me preguntaba, viendo una entrevista con Alice Munro,
si la Academia sueca tendría alguna vez oportunidad de otorgarle un merecido
Nobel a Ana Mª Matute –aunque uno puede morir en cualquier momento durante toda
su vida, a ciertas edades esa posibilidad se incrementa–. Ahora, ya sabemos la respuesta.
Tuve la gran fortuna y el inmenso
placer de conocer brevemente a Ana Mª Matute –la Matutita– en el Año Quijote,
en el marco de un ciclo de conferencias sobre el tema. Era –es– una de esas
personas que impresionan nada más conocerlas: más allá de la mujer de cuerpo y
voz diminutos, grandes bolsas bajo los ojos y aspecto quebradizo, había en ella
algo especial, una pizca de magia tal vez; había en ella gracia, y diría que,
de alguna manera, era una mujer resplandeciente: irradiaba luz, calidez,
bondad, sencillez, humildad… Si no temiese la vulgaridad del comentario, diría
que es lo más cerca que he estado nunca de eso que los creyentes llaman
santidad.
En aquella ocasión, tocó
multiplicidad de temas: su infancia y los cuentos que oía; las experiencias
durante la guerra y el descubrimiento de una realidad grotesca de la que los
niños eran minuciosamente apartados en aquel entonces –como hoy, me figuro–; su
temblor de piernas al comunicarle Ignacio Agustí la publicación de su primera
novela, siendo aún menor de edad; el papel que El Quijote había jugado en su propia vida y en su formación como
lectora y escritora; sus relaciones familiares –“recuperé a mi hijo, al que me habían arrebatado miserablemente”,
adujo como una de las razones que la empujaron a mantener un silencio
novelístico de veinte años, puesto que como decía otra recientemente
desaparecida, Mercedes Salisachs, “se
puede escribir con dolor, incluso con mucho dolor; lo que no se puede es
escribir con preocupaciones”–; la novela en la que estaba trabajando, Paraíso inhabitado, que esperaba
publicar en breve, salvo que le diese “parón”,
lo cual calificó de lo más terrible que puede ocurrirle a un escritor –y que
finalmente debió de sufrir, porque la obra se demoraría aún cuatro años más – …
A medida que aquella mujer que
practicaba el asombro y la ingenuidad a diario pero que, como ella misma decía,
no tenía ni un pelo de tonta, iba hablando, en un silencio sepulcral en el que
no se oía ni una mosca, solo roto por las carcajadas que causaban sus
frecuentes ironías, fue descendiendo sobre el auditorio un hechizo, y fue
haciéndose patente la serena firmeza, la contundencia tranquila de aquella octogenaria
menuda, que permitió entender su supervivencia en el mundo editorial durante
más de seis décadas y la dignidad con la que afrontó su papel de mujer y madre
en una época muy complicada para ser ambas cosas.
La Matute habló y habló hasta
casi quedar sin resuello, durante más de una hora, y aun así tuvo la
generosidad de responder, sonriente y sin dudarlo, a las preguntas que el
público tuvo a bien formularle; y aun después accedió, con infinita paciencia,
a firmar libros y sacarse fotos –guardo de aquella ocasión, como oro en paño,
un ejemplar firmado en tinta morada de La
torre vigía, una de las obras más bellamente escritas y que más me han
emocionado–.
Me gustaría haber escrito este
texto en otra circunstancia –con la concesión, por ejemplo, de ese merecido
Nobel que ya nunca tendrá, aunque eso tampoco es demérito ninguno–, una reseña
extensa sobre Olvidado rey Gudú, ese espléndido
y maravilloso cuento de mil páginas que la habría hecho acreedora, aunque nunca
hubiera escrito ni una sola página más, a todo el reconocimiento que obtuvo:
una novela que bajo una solo aparente sencillez oculta toda la complejidad del mundo.
O, ya puestos, invitar a la lectura de su trilogía fantástica –y fantástica
trilogía, puesto que en este caso el orden de los factores sí altera el
resultado–: compuesta por las dos obras citadas y Aranmanoth, que siempre me han parecido la misma historia contada
de tres distintas maneras. La Historia de la Literatura colocará en su debido
lugar a una de las voces más singulares de la literatura española, y
reivindicará su papel como pionera.
Ahora Ana Mª se ha ido, y el
mundo, tan falto siempre de ella, alberga un poco menos de luz. Quizá se la
hayan llevado los duendes, tan amigos ellos de extraviar cosas. O tal vez haya
sido el Trasgo, ese mismísimo Trasgo que tanta importancia tuvo para la
Historia del Reino de Olar, y que tan caro lo pagó. O puede que, en fin, haya
decidido adentrarse por aquel camino que descubrió paseando por un bosque en
Noruega, y que alertaba al caminante, en una bifurcación: “¡Cuidado! Por este camino hay hadas”.
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