Escrita por un jovencísimo y
brillante John Kennedy Toole principalmente en 1963, La conjura de los necios es una de las mejores novelas que he leído
en los últimos tiempos. Aparecida en 1980, más de una década después de su suicidio,
le valió al autor un Pulitzer póstumo. No puede decirse que se trate de una
obra autobiográfica, pero su relación con eventos de la vida de Kennedy Toole y
con gente que este conoció es patente y estrecha. De hecho, a medida que su
mente se deterioraba por el avance de la paronoia, la depresión (no es de
descartar alguna alteración neurológica) y el alcoholismo, el autor acabó
obsesionado y dominado por sus personajes, llegando a parecerse a su
protagonista (dejó de afeitarse, ganó mucho peso y su aspecto se volvió
desaliñado), en el cual creo que, desde una perspectiva puramente intelectual
al principio, se veía reflejado.
Lo que más me llama la atención
de esta obra es la atención al detalle con que está escrita, de tal modo que
actos o comentarios aparentemente irrelevantes dispuestos aquí y allá, al final
cobran sentido (sobre todo en el estupendo y revelador capítulo decimotercero),
logrando así que sea mucho más que una mera recolección de situaciones
disparatadas. Es cierto, como se quejaba cierto editor, que durante buena parte
del libro uno duda sobre la finalidad de este, de cuáles son las motivaciones
que mueven a los protagonistas; pero, tras reflexionar sobre ello, me parece
que esa forma de afrontar la cuestión es errónea: más que descubrir la
motivación de la novela, lo que se nos presenta es a un grupo de personajes que
son de determinada manera y que, siendo como son, se ven envueltos en una serie
de situaciones: ver cómo reaccionan es
la motivación de la novela, precipitándose los unos a los otros en situaciones
a cada cual más absurda. En este sentido, los únicos personajes en los que se
aprecia algo de evolución a lo largo del volumen son el Sr. Levy y, sobre todo,
la Sra. Reilly, que experimenta una suerte de epifanía.
Es un libro muy divertido
(aunque, para mí, no hilarante), en el que se despliega una ácida crítica de
múltiples temas, desde el falso intelectualismo hasta la vacuidad de la cultura
pop (esa falta de “teología y geometría”,
léase de espiritualidad y proporción,
que denuncia el protagonista), pasando por diversos clichés sociales. Como
resumen, podemos decir que se trata de una farsa estupenda, muy bien trabada,
de un estilo muy depurado que hace querer seguir averiguando (al leerlo en
traducción, una de las cosas que se pierde es el hábil uso de los dialectos de
Nueva Orleáns, alabado por los conocedores) y muy ingeniosa, con un narrador en
tercera persona multiperspectiva.
La historia está protagonizada
por Ignatius J. Reilly, un hipocondríaco zampón holgazán intelectualoide quijotesco y malicioso, bien analizado por su no
tan distinta némesis, Myrna Minkoff, en la correspondencia que intercambian
durante la novela (permitirnos la lectura de esta, así como de los escritos de
Ignatius, es uno de los mayores aciertos, pues en ellos encontramos pepitas de
sinceridad entreveradas aquí y allá), “con
la cabeza llena de ideas erróneas y de juicios de valor abismales”,
palabras que él dedica a cierto personaje secundario, pero que le son
totalmente aplicables. En su disparar contra todo y contra todos, a veces
incluso acaba incidiendo en los auténticos problemas y consideraciones
fundamentales; p. e., cuando censura la patologización de las conductas
afirmando, a propósito de los hospitales psiquiátricos: “Intentarían convertirme en un subnormal enamorado de la televisión y
los coches nuevos y la comida congelada (…). El único problema que tiene esa
gente, en realidad, es que no les gustan los coches nuevos ni los
pulverizadores capilares. Por eso los meten allí. Porque atemorizan a los otros
miembros de la sociedad. Los manicomios de este país están llenos de almas
cándidas que sencillamente no pueden soportar la lanolina, el celofán, el
plástico, la televisión y las circunscripciones”. Pero, en el fondo,
Ignatius no es más que un niño grande al que no han dejado crecer (como se ve
claro cuando se pone a hacer fintas al aire con su sable de plástico en la
fiesta de Dorian al no hacerle caso nadie), detalle del que se da cuenta el Sr.
Levy, cuya opinión está mediatizada, no obstante, por su complejo paterno (en
su papel tanto de hijo como de padre) y el rencor que siente hacia la
insufrible Sra. Levy. De ahí que piense “aquella
mujer no le daba ni una oportunidad a su hijo. Era casi tan mala como su
esposa. No era raro que Reilly fuera el desastre que era”. Y por eso la
Sra. Reilly afirma: “Lo aprendiste todo,
Ignatius, todo, salvo cómo debe comportarse un ser humano”. Ese es, creo,
el quid de la obra: una crítica al falso intelectualismo, a la ausencia de
valor de los conocimientos si no van apoyados sobre una formación humana.
El desmedido carácter hiperbólico
del protagonista contrasta con el tono general de la novela, que no lo es
tanto. Hay un aspecto que me parece muy digno de destacarse, y es la capacidad
de Ignatius para convertir en algo maravilloso, a través de la palabra, sus
vivencias, hasta transformarlas en auténticas aventuras en cada reelaboración,
por muy quijotescas que puedan ser estas.
En cuanto a Myrna Minkoff, un
personaje central de la novela que, sin embargo, únicamente hace una aparición
estelar, pero cuya presencia es esencial. En general, la vemos siempre a través
de los ojos de Ignatius e, incidentalmente, a través de sus propias cartas,
aunque tiene unas ideas opuestas a las de Reilly siente gran admiración
intelectual por este. Cosa que no sorprende, pues ambos son, en el fondo,
iguales: la Srta. Minkoff no es más que una burguesita de izquierdas que
financia sus estereotipadas cruzadas sociales con el dinero de su padre y que
se erige en salvadora de quien no quiere ser salvado, como cuando afirma, a
propósito de una nueva amistad de color, “Hablo
de problemas raciales con ella continuamente, planteándoselos incluso cuando
ella no tiene ganas de discutirlos”.
Por lo que toca a los
secundarios, son bastante numerosos y muy bien perfilados, más desarrollados
unos que otros, pero todos y cada uno esenciales en mayor o menor medida para
la trama principal, como si el autor pretendiera mostrarnos que un idiota es
inocuo en tanto en cuanto no se junte, directa o indirectamente, con otros
idiotas (epíteto que, en el mundo de La
conjura de los necios es aplicable casi a cualquiera). Hay en la historia
un profundo contraste entre cómo los personajes se ven a sí mismos y cómo los
ven los demás. Tampoco falta una censura de la incapacidad del arte y sociedad
norteamericanos para ver la realidad, resultando paradójico que sea un “paleto”
como Ignatius, que solo una vez ha salido de Nueva Orleáns, quien ejecute esta
sátira, a través de las delirantes escenas en las que radica, sin embargo, una
crítica visceral de nuestro mundo.
Con gusto hablaría horas y horas
de esta novela, que además da para ello (sobre todo estaría bien analizar las
relaciones entre los personajes), pero espero que lo hasta aquí esbozado baste
para interesar a los lectores por este libro extraordinario. ¡Nadie perderá el
tiempo con él!
No hay comentarios:
Publicar un comentario