Siempre han existido teorías
sobre la estructura ideal de las obras artísticas (el canon escultural praxiteliano,
la unidad de tiempo y espacio del teatro grecolatino, la tan manida definición
escolar de la introducción, nudo y desenlace de la narrativa…). En realidad,
como cualquier ideal, aquellas
responden a la estandarización de unos elementos que se consideran
representativos, refinados, filosóficamente ricos…
Sin embargo, como toda
estructura artística cerrada, no hace prueba de validez irrefutable. De hecho
una historia puede empezar o terminar por cualquier parte. Incluso si empieza
con el nacimiento de un personaje y acaba con su muerte, ambos eventos traerán
causa de historias precedentes, y originarán a su vez otras. Como la vida
misma, vaya.
La narrativa suele dar
apariencia de círculo cerrado, pero, en realidad, es una ficción, una mera
apariencia adoptada por su funcionalidad. Nos gusta que las cosas tengan un
sentido. Incluso a día de hoy seguimos considerando una de las grandes
cuestiones vitales “¿Qué hacemos aquí? ¿Cuál es el sentido de la vida?”.
Seguimos sin poder digerir el dogma posmoderno de que tal vez la existencia
carezca de sentido.
Una historia, en cambio, empieza
y termina en cualquier punto aleatorio incluso cuando no lo aparenta. Parece
ser que el cineasta francés Jean-Luc Godard tenía la costumbre de entrar en las
salas de cine una vez empezada la película y salir antes de que acabara.
Entendía bien, por tanto, que lo importante de una historia no son su final y
su principio. Incluso las novelas más clásicas, consideradas fríamente, puede
comprobarse que comienzan en cualquier punto aleatorio. El Quijote comienza una vez a don Alonso se le derrite el celebro de tanto leer. No sabemos nada de su vida
hasta los cincuenta años, salvo algún trazo aisladísimo aquí y allá [1]. ¿Y por qué no empezar a
narrar una vez que ya se ha puesto en camino? Ya hay un problema –el casamiento
adecuado para que no acaben convertidas en unas solteronas acuciadas por la
miseria– en casa de los Bennet cuando Orgullo
y prejuicio arranca con su famoso aserto universal. Vemos la divertida dinámica
matrimonial de los señores Bennet, pero poco o nada sabemos de su juventud. Normalmente,
el punto que un narrador elige para situar el inicio de su historia es aquel en
que acontece lo que podríamos llamar el
desencadenante o el catalizador:
aquel evento de relevancia tal que da la
impresión de poner en marcha el enredo que posteriormente se explica. Al
fin y al cabo, como ya sostuve en la primera parte de esta serie, al lector no
hay que contarle todo, sino solo lo esencial para que siga la historia,
prescindiendo de lo que por sí mismo puede recrear o suponer.
De hecho, el comienzo in media res es un recurso muy común, o
bien empezar una historia cuyos desencadenantes son descubiertos y narrados,
precisamente, en un momento posterior (es decir, que la historia había
comenzado antes que el libro, por así
decirlo, siendo el objetivo de este, de hecho, el conocimiento de tales
desencadenantes, que es lo que justifica su existencia misma). Entre los
volúmenes de las series –¡e incluso entre los capítulos y partes de un mismo
libro!– de novelas suele haber eventos
que no se narran, saltos temporales.
Y otro tanto ocurre con el
final. Pensemos en la conclusión clásica de los cuentos: “… y fueron muy felices y comieron perdices”, que parecía anunciar
una existencia oscura y sin interés, repetitiva hasta la náusea. O el casto
beso final del héroe y la heroína en el cine clásico, sin permitirnos saber qué
acontece luego: ¿una separación? ¿Una muerte? ¿Una vida con sus altibajos?
Todo esto responde a la
necesidad de mantener la atención del lector a lo largo de la historia, de
forzarle a creer que lo narrado constituye unos hechos extraordinarios y, por
supuesto, los más extraordinarios de toda una vida. Pero las vidas son
procesos, concatenaciones fluidas de eventos que traen causa de otros
anteriores, y son a su vez causa de los que les suceden, no sumas de
compartimentos estancos sin relación entre sí.
“No estaba nada claro que cualquier
fragmento de nuestra vida fuera precisamente una historia cerrada, con un
argumento, con principio y con final.
El
punto y aparte era algo intrínseco a la literatura, pero no a la novela de
nuestra vida. A él le parecía que cuando escribimos, forzamos el destino hacia
unos objetivos determinados. «La literatura», me dijo, «consiste en dar a la
trama de la vida una lógica que no tiene. A mí me parece que la vida no tiene
trama, se la ponemos nosotros, que inventamos la literatura»”. [2]
De esta manera, en mi opinión
lo que da sentido a una historia es su desarrollo,
tanto de personajes como de trama: la premisa de partida puede ser todo lo
interesante que se quiera, el final tan apoteósico como la imaginación del
autor sea capaz de pergeñar… si no hay un desarrollo que sirva de nexo entre
una y otro, la historia nacerá muerta. Es el desarrollo el que hace que principio y final cobren sentido. Por bajar de nuevo al terreno práctico,
experimentos cómo Crónica de una muerte
anunciada trabaja sobre esta hipótesis, probando su validez: desde el
principio sabemos quién es la víctima y quién el asesino. Todo el resto del
texto se orienta a explicarnos los eventos que han conducido a ese desenlace;
es decir, es un proceso, un desarrollo.
Así pues, tan lícito es comenzar una
narración con el recurso clásico de la descripción del medio geográfico y
natural en que se va a desenvolver una historia, cuanto hacerlo en mitad de un
diálogo; tan definitivo acabar un libro con el más abierto de los finales como
cerrarlo con una muerte.
[1]
Que podría perfectamente interpretarse desde la óptica de la locura del
caballero como juego. Y lo que es más importante: Alonso, una vez ya convertido
en caballero andante, reinventa su vida pasada a través, precisamente, de la
narración, atribuyéndose hechos y lances ficticios.
[2]
VILA-MATAS, Enrique, Doctor Pasavento,
ed. Anagrama, Barcelona, 2005.
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