Desde las primeras páginas no
cuesta mucho imaginar por qué El desierto
de los tártaros, del escritor italiano Dino Buzzati, novela aparecida en
1940, ha ejercido un hechizo o fascinación sobre generaciones de lectores. Minucioso
estudio sobre la amargura de haber malgastado la vida en un empeño estéril, El desierto de los tártaros nos cuenta
la vida del teniente Giovanni Drogo en el destino que le asignan nada más salir
de la academia – una fortaleza remota en un paraje desolado prácticamente ajena
al mundo – y cómo la inacción de su existencia externa contrasta vivamente con
la inquietud y el ansia de su vida interior.
Empezando por destacar su prosa
pulidísima, elegante, justa pero nunca seca, trabajada pero sin adornos
superfluos, y siguiendo con su fiel y sutil retrato de la psique humana,
podríamos decir que se trata de un libro que apunta obsesivamente a una misma
idea: es una reflexión sobre el conformismo, sobre la insatisfacción vital,
sobre las ilusiones perdidas y aquellas otras nunca concretadas, sobre la
obsesión, sobre el deseo de gloria y trascendencia frente a la constatación de
la mediocridad, sobre las tareas infructuosas, que se agotan en su propio
cumplimiento – en este sentido, la crítica a la rigidez de la vida castrense es
central –, sirviéndose a sí mismas de justificación… ¿Qué pasa cuando, a base
de esperar los años buenos, los grandes acontecimientos, se da uno cuenta de
que lo mejor de la vida ya ha quedado atrás? No deja de ser una cruel ironía,
pero completamente justificada dentro de la lógica del libro, que al final el
gran enemigo de Drogo acabe siendo la desidia.
Ya se ha dicho muchas veces – y es
algo de conocimiento común – que todas las obras mantienen relación las unas
con las otras. Aunque es raro encontrar un libro que recoja una única
influencia, en el caso de El desierto de
los tártaros me parece obvio que la novela con la que más dialoga es El castillo de Franz Kafka – algo ya
muchas veces destacado, por otra parte –: de alguna manera, podríamos decir que
cada una es con respecto a la otra el anverso de la misma moneda: en El desierto nos parece poder acceder a
la vida de ese castillo al que el agrimensor K. jamás logra acceder, sin ser
capaz, tampoco, en cambio, de abandonar el pueblo aledaño. Por el contrario,
Giovanni Drogo, sabiendo en el fondo que lo que más le conviene es regresar a
la ciudad, parece magnetizado por las rutinas insanas de una fortaleza de la
que no es prisionero pero de la que nunca logra despegarse. En ambos casos, los
dos personajes representan el cumplimiento ciego del deber aun en contra de la
más mínima lógica.
Así pues, ¿qué simboliza la
fortaleza? ¿Qué los tártaros? La primera representa la costumbre, la comodidad
de lo conocido, pero también el veneno de la rutina, del sinsentido. Los
tártaros, ellos, son la aventura, la ilusión, la oportunidad elusiva pero
siempre ansiada. De la contraposición de ambos extremos – o, más aún, de su
mutua exclusión –, nacerá una voracidad arribista que no respeta ni a los
muertos ni a los amigos (pérdida de un trozo de territorio por la absurda
obstinación de Monti contra Angustina; ocultación de las peticiones de traslado…).
A propósito del personaje secundario recién mencionado – Angustina –, y ya para
acabar, no parece imposible suponer que sus actuaciones están regidas por una
cuidadosa premeditación que acaba conduciéndole al éxito.
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