BOOKTUBE, ESE GRAN DEMONIO ROJO
En alguna ocasión he dicho, para alarma
de algún amigo, que, con tal de que la gente lea, por mí como si leen los
artículos de la Superpop —publicación
que, por cierto, ignoro si sigue existiendo—. Es obvio que una afirmación como
esta no puede seguirse al pie de la letra: soy perfectamente consciente —aunque
no me parece por completo incontrovertible el aserto— de que la lectura, por sí
misma, no tiene poderes mágicos que le mejoren a uno moralmente, o le ayuden a
formarse como persona por arte de birlibirloque. Esa capacidad catártica, metamorfoseadora, de la lectura, tiene
lugar solamente cuando se realiza sobre obras que reúnan unos, por así decir, requisitos mínimos, que, a mi entender,
se cifran en la capacidad de tales obras para hacernos salir de nuestra
experiencia particular y arrastrarnos a la experiencia ajena, vivida, además,
no desde la visión de nuestros parámetros particulares, sino, precisamente,
desde los planteados por la propia historia.
Obras que se ciñan a ese criterio
hay, afortunadamente, miles, por no decir millones. A partir de ahí, entramos
ya en otro terreno, que es la excelencia artística, la habilidad con que el
autor componga su texto, la belleza del mismo… pero también hay que decir que,
a medida que ascendemos por esa escalera, más subjetiva se vuelve la
apreciación. Es importante tener claro que, cuando fulano o zutano diseñan su “canon
de obras imprescindibles”, lo hacen desde su personal experiencia como
lectores. A mí no me sirve de nada que me digan que la referencia inexcusable
en tal o cual género, o repertorio, o época, es X, si esa referencia no me
llega, si no me dice nada, si no consigo establecer un diálogo con esa obra.
Cosa que pasará siempre que el texto concernido no logre entroncar con mi
experiencia particular, en primer término, para poder luego sacarme de ella. Es
como intentar comunicarse con alguien en un idioma que desconoce: la
conversación, el intercambio, será imposible, por muy buena voluntad que pongan
ambas partes, y por muy sustancioso que sea el mensaje que se pretenda
transmitir. Sencillamente, el código no funciona. O, mejor dicho, es
inadecuado.
A quienes nacimos en la era del
cambio entre lo analógico y lo digital, todavía nos maravilla de cuando en
veces encontrarnos con recursos que para el resto de la gente parecen darse por
sentado. Aún me asombra poder encontrar en cuestión de segundos información
sobre cuestiones que antiguamente llevaba arduas horas de trabajo localizar
—aventura que, no obstante, tenía su recompensa: el sentido de triunfo que se notaba
al desentrañar la más mínima pepita de conocimiento era de proporciones
épicas—, bien sentado, además, que se estuviese buscando en el lugar apropiado.
Muchas veces, sencillamente, la información no estaba disponible, ergo no existía. Ni siquiera en las
bibliotecas. Esto es algo que sabemos bien quienes nos hemos criado en pueblos
pequeños.
Hace unos meses descubrí, por
pura casualidad, un fenómeno de la red cuya existencia ignoraba. El “movimiento”,
común a muchos países y existente desde ya hace unos años, se llama Booktube, y
lo integran personas, normalmente muy jóvenes, interesadas por la lectura, que
graban vídeos para YouTube hablando de los libros que les han entusiasmado. A
mí me recuerda a un club de lectura a escala multinacional (de hecho, algunos
de sus integrantes organizan o participan en lecturas conjuntas). Así de
simple.
Pues bien. Semejante iniciativa,
lejos de ser universalmente celebrada y aplaudida, ha recibido, de hecho, numerosas
y acendradas críticas, y parece que solo recientemente ha empezado a variar el
sentido del discurso. Antes de proseguir, quiero sentar lo siguiente: tal como
puede comprobarse en el interesantísimo estudio Hábitos
de lectura y compra de libros en España 2012, desarrollado para la
Federación de Gremios de Editores de España con el patrocinio del Ministerio de
Educación, Cultura y Deporte, los jóvenes de entre 14 y 24 años no solo leen,
sino que son quienes más leen. Leen principalmente libros literarios. Lo hacen,
además, de forma ampliamente mayoritaria. Y lo hacen por placer, no por
obligación.
Hace unas semanas, la escritora, profesora,
traductora y crítica literaria Ana Garralón publicó un artículo, titulado “Retrato
del reseñista adolescente”, donde censuraba este fenómeno. Quiero aclarar,
en primer término, que creo que Garralón lleva razón en algunas de sus apreciaciones, pero que falla estrepitosamente en
la forma de articularlas; y en segundo, que el presente texto no pretende ser
una respuesta a aquel propiamente hablando. Pero sí lo emplearé de base, porque
creo que condensa muy bien los “argumentos” que usualmente emplean los antibooktubers. El primer fenómeno que
llama la atención de la autora, es la aparente falta de bagaje cultural de los
reseñistas, y el hecho de que
«muchos booktubers confiesan haber sido poco
lectores cuando comenzaron, o no tienen ningún pudor en mezclar en sus canales
de YouTube videos de recomendaciones de libros con consejos de belleza, moda y
salud.»
Bien, eso parece normal: sería
verdaderamente portentoso que alguien hubiera sido muy lector antes de
empezar a leer. Usualmente, y exceptuado el caso de algunos privilegiados que
los han recibido por ciencia infusa, se considera normal que la progresión en
la adquisición de conocimientos vaya de menos a más. De hecho, el fenómeno
inverso es señal inequívoca de que ahí hay un problema grave.
Por lo que toca a la mezcolanza
de vídeos, eso me parece que tiene más que ver con las habilidades de gestión
de los canales que con cuestiones literarias. Yo también soy un gran fan de la
distribución temática —por pereza, más que otra cosa—, pero su ausencia,
censurable cuanto pueda ser en cuanto al orden y la claridad, no invalida per se el contenido.
Otro baldón con el que han de
cargar los booktubers es el de que no
pisan una librería manque los maten,
y que realizan sus compras vía internet: hecho desmentido, y es una lástima que
no contemos con datos más actualizados, en la página 91 del estudio antes
relacionado, donde se observa expresamente que “las librerías, que mantienen el descenso que se produjo en el 2011,
siguen siendo el canal más utilizado para la compra de libros no de texto en la
población de 14 o más años. Las cadenas de librerías vuelven a crecer en el
2012”.
Entrando ya en materia,
«¿Y qué es lo que reseñan, cuáles son sus
gustos literarios? Los booktubers se justifican diciendo que muchos libros
pasan inadvertidos y el comentario en video rescata esos títulos para darles
difusión, pero la realidad es que prácticamente todos hablan de los mismos
libros.»
Pues claro, precisamente en eso
consiste este movimiento, en establecer una red de relaciones literarias. Y
eso, por fuerza, al cabo de un tiempo, tenderá a homogeneizarse. Pero, ¿es que
acaso los críticos literarios de antaño no aspiraban también a que los lectores
de sus críticas leyesen los libros que ellos concienzudamente desmenuzaban? ¿No
tendía eso a uniformizar el mercado literario? ¿No se ve, de hecho, uniformizado
previamente por la industria editorial, por los libros que deciden publicar y
los que no? Es cierto que se echa en falta más variedad de títulos en las
recomendaciones, sobre todo en lo que toca a los clásicos, elecciones más
arriesgadas, textos más enjundiosos; pero lejos de creer que esto se deba a falta
de conocimientos, y menos aún, a falta de capacidades, creo que simplemente se
debe a falta de experiencia. Tiempo al tiempo. Todo llegará. Es la evolución
natural que seguirán sus gustos: poco a poco, irán incorporando otros títulos y
otros universos. Pero ¡atención! Es que tampoco pasa nada si no lo hacen: no
existe semejante cosa como “los libros que debes
leer antes de morir”. Los libros que debes leer, son aquellos que te ayuden a
crecer a ti, moralmente y como ser humano. No recuerdo quién era el que decía,
con más razón que un santo, que nadie ha hecho tanto en contra de la lectura
como la escuela. Las lecturas obligadas y, sobre todo, las lecturas ajenas a
los intereses de los alumnos, me parecen algo peligrosísimo y terriblemente desmotivador
y desincentivador. No se me ocurre
nada más tortuoso que pasarse horas y horas con la cabeza hundida trasteando en
un libro que nos repele. Y cuando hablo de sus intereses, me refiero a los que
ellos mismos señalan como tales, no a los que alguien, en algún despacho,
decide incorporar al canon. Porque,
nuevamente, allí donde hay un canon, hay alguien que pretende imponer una
opinión. ¿Que les gustan John Green, las sagas y trilogías, la fantasía[1]? ¡Pues démosles eso! Su
natural curiosidad, puesta de manifiesto en el hecho mismo de que se decanten
por la imaginación como pasatiempo, les llevará después a querer rastrear de
dónde viene el acerbo cultural que existe hoy en día.
«Lo que los booktubers valoran en los libros
son tramas que atrapen y enganchen, libros gordísimos que no pueden pararse de
leer, momentos “supercinematográficos”, ritmos trepidantes. Cuanto más rápido
se lea una historia, mejor, (…). Y no digamos cuando el libro les hizo llorar
toda la semana.»
¿Y cuál es el problema aquí? ¿Se
sugiere acaso que los libros buenos, interesantes, importantes, son aquellos
que no tienen una trama que atrape y
enganche? ¿Los libros delgados en los que no
pasa nada? ¿Los que no emocionan?
Exceptuado El río de los castores,
que leí con unos doce años, jamás he llorado con un libro. Pero me parece
fascinante que uno pueda sentirse tan conmovido por lo que lee que le mueva a
las lágrimas. Me parece que da prueba de una calidad humana notable.
«(…) las categorías “críticas” que sirvan
para valorarla [la lectura]
van a verse reducidas a la mínima expresión. Para esta comunidad si un libro es
cortito se lee “rápido”, pues elementos como el flujo de conciencia, el
monólogo interior, la prosa retórica, la intertextualidad o el experimentalismo
(…) están fuera de su radio de
entendimiento (…).
Es común que el comentario no traspase la
capa superficial del argumento, pero sospecho que eso sucede porque el libro no
tiene una segunda capa siquiera. Teniendo en cuenta que hay vídeos que duran
quince minutos sorprende que los booktubers no hagan reflexiones sobre
narradores, tiempo, espacio, figuras literarias... en fin, todo eso que la
crítica por escrito se cuida de observar y valorar».
Este es otro de esos puntos donde
creo que Garralón acierta más en la idea que en la forma de expresarla. Sobre
todo porque parece sufrir una extraña confusión: en ningún momento estos
jóvenes —a diferencia de otros—, se las dan de entendidos: y, en tanto que es
cierto que sería genial que empleasen más vocabulario técnico y fuesen más
específicos en sus juicios, no conviene olvidar el formato ante el que estamos:
no se trata de ediciones críticas, ni de estudios introductorios, sino
simplemente de una nueva forma de vehicular el boca-oreja de toda la vida, de
contar que un libro te ha gustado y por qué. Pensar que, en términos generales,
los lectores adolescentes van a interesarse por el flujo de conciencia, el
monólogo interior, la prosa retórica, la intertextualidad o el experimentalismo
(que además es muy discutible que no se hallen presentes en muchos de los
libros que leen), es pensar en las musarañas; y ojo, no porque escapen a su “radio de entendimiento”, sino porque son
ajenos a su experiencia vital. Tampoco a mí me interesan la mayoría de los
libros que ellos recomiendan, pero no porque sean malos, o estén mal escritos,
o porque me parezcan pobres sus reseñas, sino porque ya no tengo dieciséis años
—“Huye sin percibirse, lento, el día, / y la hora secreta y recatada / con
silencio se acerca, y, despreciada, / lleva tras sí la edad lozana mía.”— y, en
consecuencia, mi experiencia vital me inclina a interesarme por otros asuntos.
Así de simple. Y, sin embargo, en apariencia, tan difícil de entender para
algunos.
Lo peor del texto de Garralón, y
por ende de quienes comparten opinión con él, es que entronca directamente con
un despotismo ilustrado que un autonombrado círculo de expertos[2] —y pocas palabras hay en
el mundo que me den más repelús— profesan. Mezclan churras con merinas y acaban
pareciendo más molestos por la forma que por el contenido, de modo que parece
irritarles sobremanera ya la juventud, ya la atención al aspecto físico, ya el
entorno de los vídeos, ya su dinámica, ya su desparpajo… ¿Es que acaso desaliño
indumentario equivale a mayor inteligencia, a conocimiento más profundo, a
mayor talento? Nadie pretende suplantar a nadie, pero quizás la figura clásica
del crítico literario como hacedor y deshacedor de reputaciones literarias esté
llegando a su fin: no hay peor crítica que ignorar un libro y no darle
audiencia. En cuanto a lo otro, ya lo iremos trabajando poco a poco.
Canales recomendados:
·
El coleccionista de mundos:
·
Esto no es un spoiler:
·
Wisecrack:
https://www.youtube.com/user/thugnotes
[1] Tal vez
algún día escriba algo sobre por qué creo que esas cosas son atractivas, ¡y no
solo para los jóvenes!
[2]
Desde el momento en que uno se presenta o es presentado como experto en algo,
se produce una presunta superioridad intelectual de quien ostenta la condición
frente a todos los demás que no la tienen, circunstancia que ahoga cualquier
posibilidad de reacción, pensamiento, opinión o diálogo: “Yo soy el experto, ergo yo sé lo que está bien y lo que
está mal. Si no concuerdas conmigo, es porque no eres un experto, es decir,
eres un ignorante”. Sin embargo, una estupidez, dicha por un experto, sigue
siendo una estupidez.
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