Perfecta y redonda como una «o»
hecha con un canuto es En la orilla,
la sublime novela que el valenciano Rafael Chirbes (que se descubre como un
hombre muy atento a la realidad y conectado a ella) dio a la estampa en 2013 y
que no sorprende —en absoluto— que, con encomiable criterio, haya cosechado una
sucesión de galardones: Premio de la Crítica, Premio Nacional de Narrativa,
Mejor Libro del Año según el suplemento Babelia…
Aviso para navegantes: si lo que
le interesa es la literatura de mera evasión, o las historias cargadas de
positividad, huya de este libro como de la peste. En cambio, si lo que le
interesa es la verdad de las cosas envuelta en perspicacia, humanidad y estilo
impecable, En la orilla es un libro
que no debe pasar por alto. No cometa el mismo error que yo y deje transcurrir
diez meses desde que llegue a sus estantes para leerlo.
A lo largo de casi 450 páginas
este libro despliega un largo monólogo interior sobre cómo nos persigue el
pasado con sus fantasmas, en el que el septuagenario Esteban revisa su oscura
existencia en un auténtico ajuste de cuentas, salpicado con breves
intervenciones de algunos de los personajes que van apareciendo en su largo
recuento (aunque no deja de ser curioso que nunca oigamos a los jugadores de
dominó, y muy en especial a Francisco, al cual sólo vemos a través de los ojos
de Esteban, en una versión que no deja de parecernos un alter ego mejorado del protagonista; algo que ocurre también con el
tío Ramón), hasta componer una vasta geografía del descorazonamiento. Un
aspecto importante respecto al protagonista es que en él apreciamos
conmiseración por sí mismo, incluso desprecio, pero poca autocrítica, sin
embargo; y es quizá por eso que le contemplamos siempre con una mezcla de
sentimientos que es uno de los grandes aciertos de Chirbes: hay que ser todo lo
buen escritor que él es para conseguir hacer interesante un libro donde en
realidad ninguno de los personajes nos cae bien del todo. Esteban no cae muy
bien porque, en realidad, no hay nada en él para admirar: es un antihéroe. Como
dice su creador, más que nada “da penita”, cuando afirma cosas como «Mi única
propiedad es lo que me falta (…), tengo lo que carezco», o su sobrecogedora
calificación de su propia existencia, al afirmar que después de su été indien su vida han sido «cuarenta
años de largo invierno».
Pero, a su forma reposada y un
punto estoica, es una novela dura, intensa, que no dudaría en calificar de
novela social; una acerada crítica, por la vía de mostrarlo descarnadamente,
del mundo, o más bien del comportamiento, que condujo a que el paraíso
neoliberal saltase por los aires en 2007, y así, nos muestra desde la
ostentación hedonista de los ricachones de nuevo pelo hasta las ilusiones
materialistas de los empleados de la carpintería familiar regentada por Esteban,
siempre con un amargo cinismo sobre la artificial condición humana frente a la
de la naturaleza (que va actualizando el tópico clásico del locus amoenus hasta cristalizar en una
versión posmoderna del ubi sunt
principalmente presentada en la tercera parte, “Éxodo”; y por último
investigando en aquel clásico homo homini
lupus plautino, y las consecuencias a las que conduce: ¿aboca la
inteligencia al mal, a la codicia, a la ambición?¿Es la sociedad la que empuja
a ello?¿La naturaleza humana?¿La cultura?).
La novela está plagada de ese odio
que, como decía Marguerite Duras, solo puede verse entre padres e hijos. En
buena medida, es una historia sobre el rencor, pero también sobre la
reconciliación con el pasado, aunque sea simplemente reconociendo la derrota.
Sobre aquella generación perdida de España (¿es que acaso aquí no ha habido una
sucesión de ellas?) que se sacrificó en la esperanza de que pudiera tener la
siguiente un mejor futuro. Nosotros, los lectores-mirones, desarrollamos cierto
nivel de compresión hacia el padre en el momento en que aparecen los mensajes
que escribía en los calendarios, aunque nunca lleguemos a simpatizar con él,
entre otras cosas por esa ausencia de mensajes “privados”: se centra siempre en
sus ilusiones perdidas, la familia contemplada siempre como una rémora
precisamente por su insistente borrado: no aparece, no existe.
Diseña Chirbes, con apabullante
esfuerzo totalizador, un panorama omnicomprensivo de la realidad (corrupción,
dificultad de integración, tercera edad, urbanismo desbocado, relaciones
familiares, maltrato, sustituibilidad
del ser humano, repugnancia de lo natural/físico frente a lo ideal,
sostenibilidad del desarrollo…), a través de un estilo sólido y sobrio, pero detallista
y de una notabilísima perspicacia, con capacidad para mostrar sugiriendo, a
través de palabras cuidadas pero sencillas (que es siempre la mejor manera de
explicar cualquier cosa); es la enorme naturalidad del discurso la que lo hace
parecer un largo monólogo interior. Emplea una técnica “de rastrillo”, que en
sucesivas pasadas va ahondando y pormenorizando en los mismos hechos, hasta que
acabamos teniendo una imagen tridimensional de los personajes y los
acontecimientos descritos.
Quizás si hubiera que aislar un
tema o premisa (aunque, por lo dicho, ya queda claro que se trata de un libro
que habla de todo y lo comprende todo) diría que trata sobre la fatuidad de lo
aparente, y sobre desaprovechar las oportunidades a pesar de tener unas ansias
de vivir que queman, y del precio que se paga por ello.
Los símiles no son lo menos
importante del texto, pues los hay bastante abundantes: con gran
maestría y habilidad dibuja el autor un paralelismo entre la situación de la
posguerra y la actual. También entre la caza y el trato entre humanos. Otro
aspecto que debe destacarse es el uso de fuertes contraposiciones o contrastes,
oscilando con solo líneas de diferencia entre lo más excelso y lo más prosaico.
En definitiva un volumen extraordinario
que es imposible que decepcione, junto con Las
uvas de la ira lo mejor que he leído en años.
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