Título: Our nig Autora: Harriet E. Wilson Valoración: JJJJL
Tercera parada de nuestra nave
del espacio tiempo particular. En esta ocasión, nuestro viaje es breve: nos
trasladamos un poco hacia el noreste, a Boston, donde en 1859 Harriet E.
Wilson, una nativa de New Hampshire, daría a la luz anónimamente Our nig, un texto que lleva la insignia
de ser la primera novela publicada por un afroamericano de cualquier sexo en
EE.UU. Con todo, ha habido cierta discrepancia acerca de este título, en primer
lugar, por la naturaleza del texto, que debe ser considerado más bien una
autobiografía novelada que una novela per
se, en cuyo caso la precedencia le correspondería a The Curse of Castle, de Julia C. Collins. Por otra parte, la Clotel de William Wells Brown fue
publicada en 1853, pero lo fue en Reino Unido. The bondwoman’s narrative, de Hannah Crafts también podría haber
precedido la obra de Wilson en composición, pero lo cierto es que nunca se
publicó (hasta 2002).
Harriet Wilson, que había nacido libre
en 1825 en Milford, New Hampshire, se encontraba en aquel momento en Boston,
Massachusetts, ciudad en la que pasaría la mayor parte de su vida, donde,
acuciada por la necesidad de conseguir dinero, se le ocurrió imprimir un texto
contando sus experiencias vitales como indentured
slave, una institución que podríamos identificar con una servidumbre “voluntaria”
a la cual se podían someter personas libres por diversas razones, y a la cual
se sujetaban los huérfanos, entregando trabajo a cambio de alojamiento,
manutención y educación. Todo muy bonito, en teoría, pero como de todo aquello
que reluce, debemos dudar de que sea oro.
Así, cuando llevaba por la necesidad
la madre de Wilson —una mujer blanca caída en desgracia a causa de un affaire y que había tenido a su hija con
un hombre negro— dejó en manos de una familia terrateniente a la niña de seis
años, llamados en Our nig “los
Bellmont”, quedó sujeta a ellos hasta su mayoría de edad, sometida a todos los
horrores que la perfidia humana es capaz de ingeniar —que, lamentablemente,
parecen ser muchos—.
Por desgracia para Wilson, el
libro pasó sin pena ni gloria. Una razón posible para ello es que los vientos
de la guerra inminente empezaban a soplar, y cada vez se extendía más el mito
del “Norte bueno” frente al “Sur malo”. El texto de Wilson, sin embargo, era un
disparo a la línea de flotación de esa leyenda desde su mismo subtítulo: Nuestra negra, o esbozos de la vida de una
negra libre en una casa blanca de dos plantas en el Norte, mostrando que las
sombras de la esclavitud alcanzan incluso allí. Desde el inicio, la autora
nos da las claves interpretativas de la obra: la cuestión racial, la
espacialización concreta —la casa— y genérica, o geográfica —el Norte—, y la
esclavitud.
Cada capítulo de la obra comienza
con una cita —la superioridad moral de la educación es una cuestión que no deja
de ser contemplada, a través de la figura de la maestra—, mostrándonos que la
autora era una mujer culta e instruida, cuando muchos blancos no lo eran
(cuestión que nos recuerda al George Harris de La cabaña del tío Tom). Con
un estilo sencillo poco o nada detallista pero aun así impactante,
profundamente emotivo —casi parece que estamos ante un cuento—, Wilson nos
muestra las aventuras y desventuras —más de las segundas que de las primeras— de
Frado, una niña de seis años dejada en manos de los Bellmont por una madre a la
que nunca vuelve a ver, remontándose en el primer capítulo hasta los
antecedentes de esta que la llevan a tomar tal decisión: Mag, la madre de
Frado, es una mujer blanca. Sin embargo, su hija se identificará siempre como
negra (raza de su padre). Mag es despreciada por la sociedad tras quedar
encinta de soltera. Tras huir del hogar paterno, y abandonada por todos,
acabará casándose dos veces, en ambas ocasiones con hombres de color. En el
primer capítulo de Our nig, se trata
espléndidamente la hipocresía y suficiencia de la sociedad a la hora de
condenar severísimamente a aquellos que se desvían de sus normas, incluso
cuando estas normas no protegen interés social alguno.
La cuestión a la que Wilson
apunta de esta manera, es al tratamiento como objeto sexual que sufrían las
mujeres esclavas, del cual ya hablamos en las reseñas precedentes: va a
presentar a una mujer blanca como sexualmente activa, frente a la actitud casta
de su hija, que aguardará hasta el matrimonio. Además, un motivo central de la
obra es la espiritualidad de la protagonista —la autora llegaría a convertirse
en una prominente figura de la Iglesia Espiritualista—, que va descubriendo
progresiva y fervorosamente, tratando de dar respuesta a una cuestión que la
literatura abolicionista —lo vimos en la obra de Beecher Stowe— se iba a
plantear recurrentemente, a saber, si los esclavos, y, por ende, los negros,
tenían alma, si podían ser piadosos, y si iban al cielo.
La gran diferencia con las dos
novelas que en las reseñas anteriores hemos tratado, es que ahora Wilson,
aparte de ser la primera mujer negra en tratar estas cuestiones, va a dar una
voz femenina a su protagonista. Y, además, una voz de niño. De este modo, desde
la inicial rebeldía típicamente infantil, iremos viendo la subyugación de
Frado, que irá interiorizando su falta de encaje en ninguna parte: su
aislamiento se refleja, en primer término, en la ruptura de toda relación
familiar: los Bellmont, incluso los más amables y humanos de ellos, nunca van a
conseguir plenamente trasladarle esa idea de pertenencia. En segundo lugar, el
espacio físico que se le asigna: un cuartucho miserable en una parte de la
mansión que nadie usa; la cocina —donde ni siquiera le estará permitido
sentarse mientras realiza sus tareas—; el campo con el ganado… En tercer lugar,
a través de la pérdida del nombre: enseguida, Frado empieza a ser denominada,
incluso por los miembros de la familia que la protegen, Nig —un apócope de “nigger”,
un término inglés empleado para referirse a los afroamericanos de forma
despectiva—. Como cuarto elemento, podemos citar la insensibilidad a la que los
blancos arrastran a los negros: Frado tiene prohibido llorar, incluso cuando
James cae enfermo.
Respecto a los personajes, hay
una cuestión peculiar, y es que, a diferencia de lo que ocurría en los dos
anteriores ejemplos,
donde los grandes malvados eran los hombres y sólo muy excepcionalmente las
mujeres eran presentadas negativamente, aquí van a ser la Sra. Bellmont y su
hija Mary quienes se comporten con una mezquindad indecible, llegando a hacer
de la primera uno de los personajes literarios más odiosos que he encontrado
jamás. Por el contrario, y en extraña inversión de roles, el Sr. Bellmont es
presentado como pusilánime —sólo extraordinariamente interviene, a pesar de ser
consciente de la situación de injusticia cometida contra Frado—. Igualmente
neutrales serán las demás mujeres de la casa, y sólo los dos hijos mayores
serán defensores activos de la desdichada criatura. El único ser hacia el que
Frado desarrollará una auténtica vinculación emocional permanente, será su perro
Fido, a través del cual Wilson resalta la nobleza del animal frente a la rudeza
humana.
En este texto, más identificable
quizás con la memoir que con la
novela, los sentimientos están a flor de piel, por causa, entre otras razones,
del lenguaje sin el menor arabesco empleado, como suele suceder cuando uno
relata eventos de su propia vida. También trata la amargura de quien ve con
claridad —a través de James— y considera a sus congéneres ciegos.
En definitiva, Wilson da, desde
una perspectiva racial y de género, una visión de la sobrecogedora injusticia a
la que estaban sujetos los negros frente a los blancos, a pesar de ser libres,
incluso en el norte; razón por la que la consideramos una escala obligada de
nuestro periplo.
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