Autor: Xosé Carlos Caneiro Título: Ébora
Ed: Xerais / Espasa Calpe Lugar: Vigo / Madrid
Año: 2000 / 2002 Págs: 459 / 456
Ed: Xerais / Espasa Calpe Lugar: Vigo / Madrid
Año: 2000 / 2002 Págs: 459 / 456
Valoración: JJJKL
Quizás todas las culturas del
mundo, pequeñas o grandes —entiéndase más o menos extendidas, tanto geográfica
cuanto demográficamente—, gocen de una intrínseca riqueza. ¿No es esa, al fin y
al cabo, la esencia misma de la cultura, enriquecer? En todo caso, no deja de
ser digna de celebración la pujanza de las letras gallegas, promovidas desde
hace más de siglo y medio por una sucesión ininterrumpida de talentos
intelectuales y artísticos que nada tienen que envidiar ni a la calidad ni a la
fortuna de ninguna otra lengua del mundo.
Así, en el año 2000, Xosé Carlos
Caneiro, al que algunos apodan el enfant
terrible de las letras gallegas —una de esas etiquetas que lo mismo puede
no significar nada que significarlo todo—, dio a la estampa una de sus obras
más celebradas, Ébora (existente en
traducción homónima al castellano, en Espasa Calpe), que recibió el XIX Premio
Blanco Amor, y el IV Premio Eixo Atlántico.
Ébora
constituye
una densa y sabrosa novela con tintes de comedia negra —más que de novela
negra, a pesar de la hilarante y delirante fusión con elementos propios de las
novelas detectivescas y de aventuras, persecución policial incluida, en manos
de un policía, Aurelio Arias, que en realidad sueña con ser profesor de
Historia—, revestida de una espléndida escritura, con elementos que recuerdan a
Torrente Ballester, guiños quijotescos, y constantes reflexiones sobre la
contraposición entre realidad y ficción, o tal vez más bien, entre realidad y percepción; revelándose el volumen como
digno heredero de esa literatura del disparate, en el mejor sentido del
término, que tanto —y tan bien— se ha cultivado por estos lares, y que da
lugar, en este caso, a una narración realista-fantasiosa típica del ser
gallego.
Adorna el texto una gran riqueza
léxica, que despega en imaginativos vuelos de invención, con tendencia a la esdrujulización de términos. La premisa
fundamental que vertebra Ébora es la
defensa de la imaginación o fantasía como protección contra la vulgaridad y
pequeñez de la realidad, puesto que,
“As
cousas fermosas só poden ser eternas dentro do ventre dunha novela.
(…) Todas as cousas fermosas e
eternas pertencen á irrealidade”.
El libro trata, además, una
inmensa variedad de asuntos, como la liberación, el conocimiento en sí, o la
búsqueda de un yo sin cortapisas sociales que permita entender el mundo
eficazmente,
“Quizais
era preciso erguer unha nova teoría libertaria para refutala. Por exemplo:
argüír que todos estamos equivocados dende o momento que abrazamos calquera
credo ideolóxico, político, social ou relixionario, que a verdade navega entre
a néboa fumegante do coñecer, que só dende a total oposición a calquera tipo de
tautoloxía un pode chegar a vislumbrar algo parecido á certeza”.
Y es que Ébora es también, e incluso más que ninguna otra cosa, una
meditación sobre la utopía, sobre el gobierno ideal —aquí identificado con lo
que los teóricos denominan “democracia directa” (como si cualquier cosa que no
lo sea mereciera verdaderamente el nombre de democracia) en comunión con el
entorno natural y cualquier tipo de vida—, y sobre la educación ideal —cifrada
en ese credo libertario enunciado en el párrafo anterior, y con una defensa a
ultranza de las Humanidades y el Arte como mecanismos más efectivos para la
educación del espíritu, frente a las demandas mercantilistas (y, por ende,
reduccionistas) de los sistemas actuales: alerta sobre el tecnicismo, la
productividad, la pérdida de valores y de una actitud estética, en el libro
representada por la obsesión por la invención de palabras: existe aquello que
puede nombrarse, y solo aquello que puede nombrarse puede ser pensado, de ahí
que “só pode suceder na realidade aquilo
que antes se escribiu nun libro”—.
De acuerdo al texto, Ébora es
“(…) un
espello dunha parte da humanidade es as súas virtudes, a parte que ficou
incólume logo dos desastres acontecidos no paraíso e as súas corruptelas, as
guerras que o asolaron e que a Biblia non relata, as traizóns e envexas que
deron lugar á súa destrucción, Ébora é, polo tanto, o único paraíso que os
homes e mulleres do planeta poden encontrar, o único semellante a aquel no que
Adán e Eva viviron felices”.
De forma acorde con la concepción
de Caneiro de la Literatura como ejercicio de estilo y valor metafórico, emplea
diversas técnicas y dos historias superpuestas y complementarias, con un
narrador en tercera persona pero que también emplea con liberalidad el discurso
interior, flujo de conciencia, o stream
of conciousness. Y este es, precisamente, a mi entender, el punto más débil
de la novela: decía Virginia Woolf, en Una
habitación propia, que a pesar de tener menos talento natural que Charlotte
Brontë, Jane Austen la sobrepasaba como escritora porque jamás irrumpía en sus
textos, nunca veíamos nada de ella —ese self-effacement
tan alabado, y tan impresionante, de los sonetos de Shakespeare—. En Ébora, hacia el final del libro, parece
darse una identificación entre el narrador y uno de los personajes. En cambio,
también distinguimos al autor en
algunos momentos apoderándose de la voz narradora, con sus fobias y sus filias
e incluso cierto tono moralizante ocasional, hecho que a este lector, a pesar
de que en gran medida comparta unas y otras, le parece que interfiere, como
pieza extraña, con el desarrollo orgánico del mundo que se describe. Peccata minuta, en todo caso, para un
libro con sobrados méritos: por mucho que lo dijera la buena de Virginia, y por
mucho que personalmente concuerde con ello, en ningún lado está escrito, que yo
sepa, que deba ser así, y, por tanto,
se trata de una opción artística perfectamente lícita. De hecho, la irrupción
del autor en la narración ha dado lugar a no pocos momentos gloriosos de la
Literatura, El Quijote y Niebla incluidas.
Por otra parte, un cierto exceso
o exageración de los elementos constitutivos hasta aquí apuntados lastra un
poco el libro en su parte intermedia. Pero el autor se da cuenta enseguida y
corrige el rumbo, dando lugar a un último cuarto glorioso.
Es Ébora, pues, una novela sobre el poder de la imaginación para
modificar la realidad: contada tal cual, la peripecia daría para poco; en general,
los hechos no son tan raros. Lo esencial es la
forma de vivirlos. Al mitificar fantasiosamente su retorno al pasado, los
personajes lo convierten en algo magnífico. Y es la contradicción entre el
mundo “real” —sea eso lo que sea: no existe tal cosa como la realidad, sólo la percepción de lo que suponemos realidad—
y ese intento de trasplantar a él la imaginación “ebórica” lo que da lugar a la
confrontación que sirve de motor a la historia: la imposibilidad de alcanzar la
felicidad, la satisfacción, el sosiego, conformándose a esa cosa externa a uno
y sin significado que es “la realidad”. También es este mismo elemento el que
origina algunas de las escenas más cómicas del volumen.
“Cada
libro é un fracaso. Un pouco menos de vida vivida. Quén puidera ser autor e
escribir varias vidas, para habitalas intensamente, para non deixarse ir na
barca que Caronte prepara dende que nacemos. Morte vivida. Pútrida morte. Pero
é mentira. Andrómenas que os escritores y escritoras afirman para sosterse.
Porque escribir era ir morrendo. Só iso. Un xeito de habitar a nada. Sempre
despoboada, estéril, inútil, inane”.
En lo tocante a los personajes,
no se incide especialmente en su desarrollo, sino que cumplen más bien una
función simbólica, respondiendo algunos incluso a arquetipos clásicos de la commedia dell’arte, pero subvertidos:
así, el protagonista, Libardino, es un caballero andante, un quijote moderno
que, como aquel, juega, a medias en broma, a medias en serio, con los límites
siempre borrosos de la realidad y la ficción. Su primera aventura será
liberarse de su mujer, representada como una harpía o dragón. Se topará con un
tipo llamado Mefisto, que afirma ser hijo de Mefistófeles y tener 4700 años de
edad (cifra que coincide con el nacimiento de la Literatura)… y la historia y
los personajes continúan de esta manera en un inagotable juego de intertextualidades
y simbologías que sería demasiado premioso analizar aquí en detalle, diestramente
manejado por el autor.
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