Autor: Francisco Casavella
Título: Lo que sé de los vampiros Año: 2008
Ed(s): Booket / Destino
Págs.: 565 Lugar:
Barcelona
Valoración: JJJJJ
La
prematura muerte de Francisco Casavella en 2008 nos hurtó el
desarrollo de un enorme autor con una escritura extraordinaria. Pocas
semanas antes, había ganado el Premio Nadal con Lo que sé de los
vampiros, su última novela, una
historia en la que no pasa nada y, en realidad, pasa todo. Podríamos
decir que, concentrándose en unas pocas décadas, aquellas que
comprenden el paso del antiguo régimen a la edad contemporánea,
comprime la historia del mundo, en la que pareciera que todo es ir a
peor —desde un pasado supuestamente mejor que en realidad nunca ha
existido—, en que todos luchan contra todos por prevalecer; todos
con los mismos vicios.
Perfecta
combinación entre lo narrativo y el estilo de calidad, a nadie debe
asustar su título: no encontrará un sólo vampiro de afilados
colmillos en el texto. Y, sin embargo, está plagado de ellos, de los
vampiros más chupópteros
y terroríficos que
puedan hallarse: cualquiera de nosotros. Todos nosotros. El género
humano. Un vampiro no es más que un aprovechado, alguien que busca
el propio beneficio a través de la dominación ajena. Alguien
que encarna la realidad de cómo el hombre explota siempre al hombre,
y llama progreso a correr desnortado, repitiendo aquello mismo que
censura, y provocando con su acción precisamente lo que temía o
pretendía evitar y sin
aprender nunca nada, puesto
que
«(...)
no hay nada como imaginar desgracias para crear las condiciones que
las hagan realidad».
En
esta historia, el protagonista, Martín de Viloalle, partiendo de la
muelle molicie de su existencia de hidalgo provinciano, del
confuso alelamiento de quien mira con extrañeza el ir y venir de los
demás, enredados en sus apariencias y contubernios destinados a
carroñear las más
mínimas cuotas de poder, acabará,
a impulso de su temperamento
inquisitivo, por
emprender un viaje, más interior que físico, hacia el
descubrimiento de que uno vale tanto cuanto la opinión que los demás
tengan de él; hacia la constatación de que nos sustentamos sobre la
desgracia ajena, no importa la causa. Y,
en esa medida, se planteará, por un lado, lo ilusorio de los ideales
—como formas puras de difícil aplicación en la realidad—, y,
por otro, la dificultad de mantenerse leal a los mismos.
Con
un excelente estilo, rico de imágenes simbólicas y metáforas —si
bien el desarrollo psicológico de los personajes, exceptuado el
protagonista, es más bien nulo—,
Casavella reflexionará sobre cuestiones tales como el aburrimiento,
la venganza o el fingimiento como fuerzas motrices, o el triunfo de
la sinvergoncería y la picaresca
«(...)
nadie ha hallado nunca el secreto de la inmortalidad, pero desde
luego está bien clara la fuerza del tedio, de que con argucias
decorativas, con mentiras heroicas, neguemos lo que es en sí mismo
inevitable, nuestra condición vacía de significado, la ausencia de
un destino».
la
esterilidad del esfuerzo individual; la pugna razón – fe,
conocimiento – superstición, ilustración – decadencia...
Consigue dar credibilidad al conjunto soltando detalles muy
específicos que le evitan tener que sobrecargar el texto con largas
explicaciones, y echando mano
del sano disparate, del cuerdo delirio ya tan tradicional de la
literatura castellana que casi podría decirse que, en cierta medida,
se ha vuelto consustancial a ella.
Otro
tema central de la novela es la cuestión de la identidad
—representada a través de la figura del gemelo y los hermanos
muertos—, la meditación sobre la angustia de no saber quién se
es, de vivir un vida predeterminada, que los demás han diseñado
para uno. Y, así, la única
decisión que Martín verdaderamente toma a lo largo de su
existencia, la toma por todas las razones equivocadas: son quizás el
orgullo y el escapismo los que le impulsan
más que nada.
No
es ajena la obra a las consideraciones sobre el valor del Arte en la
interpretación y modificación del mundo, y, en este sentido, me
parece muy sintomática la pasión de Martín por el dibujo, ya que
el autor elige para su personaje una vocación —denominada por él
sus «garbanzos del alma», es decir, aquello de lo que se nutre—
consistente, precisamente, en representar el mundo, en observarlo y
retratarlo, pero siempre desde una actitud más bien pasiva.
Repetidas serán las veces en
que el protagonista considere la contradicción entre el arte
idealizado y la caricatura —exageración hasta lo grotesco, sí,
pero de un rasgo real—, es
decir, un arte representativo de unos valores ideales, pero también
inexistentes salvo en la imaginación, y otro carente, tal vez, de
valor estético y, sin embargo, con un realismo mucho más activo.
Por tanto, ¿cuál es la
labor del artista? ¿Ser un mero cronista de la deformidad del mundo,
de lo grotesco? ¿De lo estúpida e insignificante que es la realidad
sin la imaginación? Valga decir, sin la capacidad de interpretarla:
tratará, por ejemplo, de los
cambios que sufre la Historia a partir de la
percepción/interpretación que de ella se hace en cada momento, lo
que conduce a meditar sobre la posibilidad del conocimiento
verdadero.
«“Ley del Vampiro”: El hombre se enmascara para no avergonzarse del mismo azar de ser hombre, de su mínima importancia, de que sólo es deudor de la nada. Por ello se traiciona a sí mismo. Bebe la sangre de los antiguos, no para alimentarse, sino para reafirmarse y reconfortarse en su idea de hombre según convenga. Y esa conveniencia hace que el hombre se vuelva vampiro. Y si el hombre no sabe a ciencia cierta de su pasado, si lo ha corrompido engañándose, ¿cómo aprenderá de sus lecciones?, ¿cómo razonará su presente?, ¿cómo aventurará su futuro? […] seguirá perdido en el Tiempo y en el Espacio. Ése es el cómico y trágico equilibrio del mundo. Días con sus noches. Hombres con sus vampiros. Lo imprevisto, inevitable».
Hay
que decir que la visión del mundo que se desprende de Lo
que sé de los vampiros es más
bien negativa, apesadumbrada, escéptica en cuanto a la posibilidad
de cambio real, pero, al mismo tiempo, en absoluto derrotista. Sin
embargo, también es de destacar la notable labor de Casavella a la
hora de suprimir cualquier resquicio de evaluación o enjuiciamiento
de los personajes por parte de la voz narradora —lo que, aparte de
teñir la obra de un moralismo
irritante y trasnochado, habría cambiado en gran medida el sentido
de la propuesta—.
Lo
que sé de los vampiros presenta
la contradicción entre el idealismo y el pragmatismo, encarnada en
su protagonista y aque al que prodríamos considerar su mentor. Así,
el personaje del arbitrista
Welldone va a representar la imposibilidad de hacer planes —puesto
que los “vampiros” siempre acaban dando al traste con ellos—, a
pesar de lo cual, insiste en que debe intentarse. Por el contrario,
Martín tomará una actitud, no ajena a la existencia de ideales que
pudieran tener cabida en otro mundo, pero mucho más contemporizadora
con las circunstancias, puesto que aplicados en este, sólo conducen
al desastre. Lo que en
Welldone es acción y descaro, en Martín es obnubilación y dejarse
llevar; de ahí que el primero le diga más de una vez «yo
soy tú, y tú nunca llegarás a ser yo».
De
esta manera, Martín, así como Rosella, son figuras que
progresivamente se van adueñando de su destino y que, poco o mucho,
se ganan lo que tienen (respeto incluido), sin tener que darlo por
sentado, como sus situaciones de partida habrían sugerido, y como
sucede a muchos integrantes de su entorno.
Es
de considerar si se produce en él un proceso de auténtica
maduración o más bien de deterioro. Y
es que desde las elucubraciones iniciales sobre la inmortalidad, la
ira de Dios —vinculada aquí estrechamente con la ira del hombre—
como capricho ante la bajeza y envidia por la libertad/ignorancia, la
falsedad de la extraordinariedad del ser vs.
el sentimiento de la fragilidad y el aislamiento por la especialidad,
por la distinción frente a los otros
«La
piedra sigue golpeando y la expresión del rostro de aquel deforme
encogerá el corazón de Martín para siempre. Porque no sigue la
expresión del tonto los hábitos que llevan del éxtasis al
desengaño y al terror, sino que recibe el castigo de buen grado. El
sudor ensangrentado fosforece con calidad marmórea en el crepúsculo;
absorbe y genera nueva luz. Empieza el bobo a mostrar las encías
descarnadas, a cada pedrada la sonrisa destella, más humana al fin
que el gesto frenético de su dios»
Martín
parecerá irse sumiendo en un pragmatismo cada vez más corto de
miras. En cambio, un periplo de toda una vida será necesario para
permitirle comprender plenamente lo que Welldone trataba de
trasladarle
«—Siento
la libertad, Baptiste. Y Francia es la libertad. Creo que he formado
parte de un logro. Y temo por su entereza. Pero ahora solo quiero
solapar ese temor y apurar el gozo del día, ciudadano, que eso
también es libertad. Quizá no me ha hecho más feliz la libertad,
pero me ha dado más coraje y más aplomo. Que lo que tenga que
suceder, suceda...»
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