“On
couche toujours avec des morts”
-Léo Ferré, “Pépée”
He
tenido que dejar pasar unos días antes de poder escribir este texto.
Recomponerme de una de las peores semanas que recuerdo haber vivido.
El
pasado martes 23 de junio, murió mi perrita Duda.
Desde
unos días antes, la sospecha de que el animalillo apuraba sus
últimas horas empezó a asentarse en mi interior, como un engrudo
pegajoso en el que, cuanto más te revuelves, más te hundes.
Naturalmente,
guardaba la esperanza de que se tratase de algo solucionable.
El
problema con la esperanza es que, de hecho, es capaz de engañarte
para que te creas que puede ser realidad.
Visita
al veterinario.
Diagnóstico
inapelable. Múltiples riesgos.
Mejor
que la criatura no sufra.
En
estas circunstancias, cualquier cosa que hiciera que no fuera
aliviarla no la estaría haciendo en beneficio del perro, sino de mí
mismo.
Le
estaba rascando la garganta, como a ella le gustaba. Nada más
ponerle el anestésico, apoyó su cabeza sobre mi mano y no se volvió
a mover. Ni siquiera cerró los ojos. Se quedó mirando al vacío,
como cuando se acostaba con la cabeza entre las patas y se quedaba
mirando al infinito, como hundida en cavilaciones profundas.
Tener
animales es estar estar preparado para verlos morir. Hay que tener
eso muy claro desde el principio. Pero la constatación de un hecho
no lo hace menos doloroso.
Tener
perros es como tener hijos y que se te mueran delante. Seguramente,
los padres lo creerán de otro modo, pero como nunca he tenido hijos,
es una comparación que puedo hacer lícitamente.
A
lo largo de mi vida he tenido siete perros, cada uno especial por
razones particulares.
Estuvo
Yeti —a quien no recuerdo, porque era muy pequeño—.
Estuvo
Run el terremoto —al que calificaban de “malo” y “mordedor”—.
Estuvo
Braisa la obediente —que quizás por ser medio Gran Danesa era
naturalmente proclive a la disciplina germana—.
Estuvo
Dancer el pizpireto —que murió ahorcado en un trágico accidente—.
Estuvo
Minoka la aristocrática —que desobedecía cualquier orden sin el
menor rebozo y con la mayor displicencia—.
Estuvo
Cosita la impaciente —que tenía muy claro qué quería, cuándo lo
quería, y cómo hacerse entender para conseguirlo—.
Y
estuvo Duda, la especial.
Cada
uno de mi perros tenía algo distintivo, razones particulares que lo
distinguían de todos los demás. Pero de la misma forma que hay
personas que, sin saber muy bien por qué, se te meten dentro, con
algunos perros pasa lo mismo.
Muy
probablemente sea cierto que el peor de los perros es mejor que el
mejor de los hombres. Aunque sólo sea porque el peor de los perros
nunca actuará con malicia, y hasta el mejor de los hombres es capaz
de hacerlo.
Duda
tenía las mejores virtudes de todos mis otros perros. Pero además
tenía algo único, que se concentraba en la expresión de sus ojos.
Algo que día a día se fue intensificando sin parar, hasta el último
minuto. Cuando te miraba con aquella fijeza suya tan característica,
podías sentir como si viese en el interior de tu alma. La atención
con que observaba todo, su curiosidad, como si entendiese lo que
veía, o pretendiese entenderlo.
La
vida es una cosa rara. Simple, tal vez, pero rara. De mis tres
últimas perras, la que menos sentí fue a Minoka, quizá porque
además de epiléptica, siempre fue un perro frágil. A lo largo de
los años, oímos tantas veces que estaba en las últimas, que de
alguna forma nos acostumbramos a la inminencia de lo inevitable.
Minoka pasó quince años estando en las últimas.
En
cambio, Duda la intrépida, Duda puro músculo, Duda de los mil motes
cariñosos, mi Duda de ojos de canica, pasó de una dinámica
juventud a una cada vez más evidente decadencia en cuestión de
semanas, con tan sólo diez añitos. El cáncer es una enfermedad
traicionera y cruel.
Mi
historia con Duda no empezó con buen pie. Me parecía que dos perros
en un piso era de sobra. Además, el carácter dominante de Duda, que
la hacía tener algún que otro encontronazo con Minoka y Cosita —que
la rechazaron desde cachorro—, me sobresaltaba, por contraste con
el actuar apacible de las otras dos. Tardé algo de tiempo en empezar
a ver el resplandor que irradiaba. Y, sobre todo en los dos últimos
años, al morir Minoka y Cosita y, después, quedarnos ella y yo
solos en casa, descubrí que Duda era un perro tranquilo, obediente,
confiable, con el que se podía hablar: se sentaba frente a ti (mejor
si mientras tanto le hacías carantoñas, de las cuales nunca se
cansaba, especialmente en la tripa), y te observaba con las orejas
alzadas, colando aquí y allá de cuando en cuando algún gruñidito
como una interjección, como una respuesta sucinta. A veces pienso
que los perros son encarnaciones de la psique de sus dueños.
Después
de ponerla a dormir, al volver a casa, lo que más me impactó fue el
vacío casi sonoro de su ausencia. Ver las cosas de Duda que ya no
pertenecían a nadie y que Duda nunca volvería a usar. Recalibrar
mis costumbre porque ya no estaban determinadas por las suyas —a
veces me pregunto si somos nosotros los que entrenamos a un perro o
es el perro el que nos entrena a nosotros—.
Miré,
también, con una extrañeza si cabe aun mayor, los cientos de
volúmenes de mi biblioteca. Grandes obras del pensamiento, llenas de
reflexiones profundísimas, de observaciones de una sagacidad
extrema. Y ninguno, ni uno sólo, contenía aquello que yo más
ansiaba, lo que ansía todo el mundo: el secreto de cómo traer de
vuelta lo que fue y dejó de ser.
¿Qué
es esta materia inorgánica que un día toma conciencia?
¿Está
aquí sólo para saber de la pérdida —de los otros— y de la
extinción —de sí propia—?
¿A
qué propósito cruel sirve? ¿O para qué, si no hay propósito?
Ahora,
tiempo, y olvido. No el no acordarse, sino el olvido. Ese olvido que
se va escurriendo entre las oquedades de las mil nimiedades
cotidianas...
Y
a medida que el tiempo y el olvido vayan tejiendo su obra de
naufragios y telarañas, el dolor se irá volviendo cicatriz.
Y,
al final, el recuerdo apacible y, como reza la canción, “el
amor es la historia detrás de todas mis cicatrices favoritas”.
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