Existe
un proverbio que dice que “nadie escarmienta en cabeza ajena”. Lo
cierto es que es mentira, una patraña. O más bien, la afirmación
está coja, le falta algo. Aseverar una cosa semejante vale tanto
como decir que, simplemente porque nunca me he roto un hueso o
recibido un balazo, no puedo saber si quiero romperme una pierna o
que me disparen. Pero, de hecho, eso supone negar una de las
capacidades más básicas del ser humano, a saber, el pensamiento
abstracto; la capacidad de extraer conocimientos con validez práctica
de razonamientos ficticios o hipotéticos. Así que la enunciación
más correcta sería algo como “sólo los necios no escarmientan en
cabeza ajena”.
Este
pensamiento se me ocurrió considerando la antigua confrontación
entre realidad y ficción, que es uno de los temas narrativos que más
me interesan. Desde hace mucho —no diré que desde siempre, porque
la línea divisoria era (y es) mucho menos clara en sociedades donde
el pensamiento mágico se practicaba de manera común—, incluso
ocasionalmente entre los escritores, se ha tendido a excluir la
ficción como parte integrante de lo que existe. Pero la verdad es
que la ficción es real, forma parte de la realidad, simplemente
porque procede de la actuación operatoria de los seres humanos. Ya
he afirmado en otras ocasiones que o todo es realidad, o
bien nada es real. Lo real, para
existir, necesita inexcusablemente de un ente con, por un lado,
capacidad cognoscitiva, y, por otro, conciencia de su propia
actividad cognoscitiva. Naturalmente, sabemos que lo que existe
seguiría estando ahí si —a falta de noticias de otras especies
con capacidades intelectivas similares a las humanas— el Hombre no
existiese, o si dejase de existir. La cuestión, es que ello
carecería de relevancia: los planetas, no saben que son planetas, ni
que están, ni que siguen una serie de leyes universales. Se necesita
la concurrencia de una inteligencia consciente de su propio actuar
para determinar que la piedra es, y en tanto que piedra, es distinta
del agua, y que bajo las condiciones atmosféricas terrestres se
presenta en un estado —el sólido— distinto del líquido, en el
cual se presenta el agua bajo las mismas condiciones. Y así
sucesivamente.
De
esta manera, podemos llegar a deducir que los frutos del intelecto
humano, estén o no extraídos de la constatación de los eventos
prácticos, tienen existencia propia, son reales, tienen validez
operatoria. Negarlo sería tanto como afirmar que la gravedad
newtoniana es un cuento sólo porque Newton no fuera capaz de hacer
que los objetos orbitasen a su alrededor. Pensemos
en especies extintas; un tiranosaurio no tiene, a día de hoy, una
existencia objetiva más real que una quimera o una esfinge. Un
diplodocus no es menos ficticio que un dragón
sólo porque se haya,
digámoslo así, “manifestado” en una concreta esfera de la
realidad —la objetiva, es decir, la de los objetos—.
Creerlo de otra manera
equivaldría a negar la posibilidad de conocer —¡y
aun de ser!— todo cuanto no
podamos experimentar directamente; conduciría a negar que China
existe sólo
porque nunca he estado en China. El
famoso chiste aquel de “sé
que existe un millón de pesetas, aunque nunca he visto ninguno”.
Aplicado
a la ficción —cuyo estatuto de realidad espero haber sentado, aun
a pesar de lo magro del razonamiento y lo sucinto de las líneas
anteriores—, todo lo
anterior cristalizaría en el siguiente corolario: los personajes
ficticios son también reales —“ficticio”, así, se
contrapondría a “objetivo” o “físico”, no
a real—; los eventos
narrativos de la ficción son también reales —se distinguirían
estos de los eventos “históricos”, pero no de los reales—. Y,
por tanto, de las circunstancias vividas —en el sentido más
literal del término1—
por aquellos, de sus reflexiones y decisiones, se pueden extraer
enseñanzas y conocimientos aplicables en la realidad operatoria. Es
decir, que no hay oposición entre ficción y experiencia: lo leído
en un libro de ficción, siendo tan real como la realidad “física”,
pasa a engrosar el caudal de experiencia del lector, y, por tanto,
tiene tanta validez y aplicabilidad como lo vivido en la realidad
objetiva. De ahí que nunca haya creído completamente a quienes
afirman leer exclusivamente por mera
evasión: desde
este punto de vista, es imposible huir de la realidad, y
la ficción se constituye
como una forma válida de
interrogarse hipotéticamente
sobre situaciones reales
y aprender sobre nosotros mismos, cuestionarnos nuestra propia
actuación.
1De
acuerdo al DRAE, el adjetivo “vivido” significa: “Que, en las
obras literarias, parece producto de la inmediata experiencia del
autor.”
Pues, aunque en algún momento me ha costado seguirte ; ), tiene sentido... O sea, si he entendido bien, podemos decir que nuestras "experiencias físicas" son tan reales como nuestras "experiencias ficticias" pues las dos existen. De unas hay conocimiento porque se pueden percibir por los "entes" que estén físicamente adaptados para "sentirlas" y de las otras porque existe el "ente" que las reconoce dentro de sí mismo y además las puede transformar en algo perceptible para otros.
ResponderEliminarLo has entendido perfectamente, Aure. La oposición que se daría sería entre operativo-no operativo, no entre real o ficticio: es decir, la realidad existe porque existen seres (humanos, en este caso) que construyen la realidad. Y esta lo engloba todo, incluido lo ficticio. Otra cosa es que lo perteneciente a la esfera de lo ficticio tenga capacidad operatoria, que es lo que lo distingue de lo real-objetivo: un personaje nunca ha podido, y nunca podrá, actuar fuera de los límites del espacio literario. En cambio, curiosamente, un ser real-objetivo sí puede ficcionalizarse a sí mismo (pensemos en Unamuno en "Niebla", por ejemplo) y tener capacidad operatoria dentro de un libro...
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