Título:
Pandora despierta Autor: Pau Varela
Editorial:
El astronauta imposible Año: 2014
Valoración:
♥♥♥♥
Pandora
despierta,
o la fascinante desolación del yo
Claro,
primero estaría la cuestión de determinar el género al que Pandora
despierta
pertenece. Pero
lo de los géneros es algo que nunca he sabido determinar muy bien.
¿Qué elemento(s) constituye(n) un género, o es/son
indispensable(s) para considerar un libro como perteneciente al
mismo? Hasta donde se me alcanza, la mayoría de las grandes obras
—las
que pueden servir de vara de medir para todas las demás—
caen siempre bajo la elusiva etiqueta de “difícil de clasificar”
o “combinación de múltiples géneros”. Además, admito desde ya
mi absoluto desconocimiento del vasto dominio del género aquí
en
cuestión: he leído —y con gran placer en la inmensa mayoría de
los casos— libros de ciencia ficción, pero no soy ni mucho menos
un conocedor.
En
principio, pues, Pandora
despierta
se encuadraría dentro de la ciencia ficción, pero ¿qué debe tener
un libro para considerarse como tal? ¿Acción a raudales y una
sobrecarga de datos científicos? Entonces, la novela de Pau Varela
no pertenece al género. ¿Alienígenas más
o menos antropomorfos y/o
mundos postapocalípticos y/o ambientaciones futuristas? Entonces
Pandora
sí pertenece al género. Sin
embargo, por lo dicho al principio, dadas mis dificultades para
entender qué constituye un género literario más allá de la
explotación de una fórmula, y la constatación de que las grandes
obras no suelen responder en
realidad
a ninguna fórmula concreta, he llegado a dividir, a lo largo de los
años, los libros que leo en dos grandes categorías:
buenos y malos.
Dejando
al margen las críticas que quepa hacer a esta dualidad platónica y,
por lo mismo, probablemente simplista, ahí sí que entonces ya no me
caben dudas de
ningún género
—léase
esto con intención humorística, y que tiemble Dani Rovira—:
Pandora
despierta
pertenece claramente al grupo de libros buenos. Muy buenos, de hecho.
Y
ello por varias razones.
Para
empezar, a
la evocadora ambientación —cada
uno tiene su teoría de por qué, pero el hecho es que imaginar naves
extraterrestres flotando ominosas sobre el skyline
de una ciudad en
ruinas
sigue ejerciendo una inexplicable fascinación sobre nosotros—
se
suma una
economía de medios que,
amén de envidiable, encaja perfectamente con la psique del personaje
protagonista,
que además es el narrador:
un
estilo florido habría resultado absolutamente inverosímil; pero, a
pesar de ello, la escritura del autor es de una factura exquisita, y
no ajena a frecuentes frases afortunadas —como cuando compara los
aviones derribados con ángeles defenestrados, p. e.—. La técnica,
por emplear un término pictórico, es impresionista: la composición
de lugar se consigue mediante la exposición de tres o cuatro grandes
rasgos —tipo “calle desierta con coches calcinados y edificios
semiderruidos”—, y
en las descripciones suele recurrirse más a la explicación del
impacto emocional en el protagonista que a la sucesión de adjetivos.
La
gran baza de Pandora
despierta
es el estudio introspectivo de Óscar, un
veinteañero que, si bien de entrada en algún punto nos
hace temer que pueda acabar
convertido
en un cliché con patas —empezando por el
clásico
“he defraudado a papá”—, el
autor diseña con notable habilidad para trasladarnos lo que podría
ser entrar
a la madurez después de haberlo perdido absolutamente todo. Cuando
el libro se abre,
Óscar,
a pesar de un
humor desenfadado que abarca desde el trazo grueso hasta otras
observaciones más finas, vive
en la desolación absoluta: a un nivel simbólico —aunque
siempre es muy arriesgado meterse en estos berenjenales, porque
se me antoja que lo simbólico a menudo trata de fagocitar a lo real,
como si lo real no pudiera ser suficientemente explícito o
importante o significativo
por sí mismo—,
el escenario que se describe bien podría ser alguno de los círculos
del infierno de Dante, y los “visitantes” una encarnación del
remordimiento, una
presencia permanente y
amenazante
pero casi
invisible. La
destrucción externa parece representar la interna, e incluso la
escena “gástrica” de final podría representar la necesidad de
procesar los acontecimientos de nuestras vidas.
Ya
que esa es, en mi opinión, la auténtica virtualidad del “género
catastrofista” —del que me declaro fan convencido:
dame explosiones, dame caos,
dame apocalipsis, y yo te lo compro—: empujar
a la Humanidad al borde de la extinción siempre ha sido uno de los
medios más efectivos para emprender un estudio de su naturaleza
radical, una inquisición sobre lo más esencial de lo que significa
ser Humano.
Nada más efectivo que dar rienda suelta a ese enemigo
común
para desintegrar todo ese molesto revestimiento llamado, a grandes
rasgos, cultura, y quedarnos sólo con el animal pequeño y
asustadizo, en el fondo no
tan distinto del que pintarrajeaba las paredes de las cavernas y se
creía que los truenos eran obra de algún dios enfurecido.
Así
pues, toda la novela puede
ser leída como
un viaje de instrospección,
autodescubrimiento y
redención —probablemente
la mayor aventura que puede emprender un ser humano—;
como
una especie de verbalización freudiana de los traumas para poder
escapar de ellos, o, mejor dicho, para poder afrontarlos. Y
en esto sobresale el autor: va “coloreando” progresivamente el
estilo, desde la indolente frialdad del principio, cuando nos
encontramos a Óscar sumido en la mera supervivencia de la máquina
humana, hasta el
candor del
final, casi beatífico.
Por
otro lado,
la imaginería religiosa y
elementos “sacramentales” quedan patentes, y no son en ningún
momento ocultados por el autor, que incluso llega a incluir en en el
título del último capítulo del libro el término “catedral”:
tenemos
su peculiar e innovadora visión de la sagrada familia, o
incluso de la santísima trinidad,
la salvación por el amor, la tentación, la
confesión,
el descenso a los infiernos... Todos
los elementos, en definitiva, que han
venido constituyendo la Literatura desde que existe —ya están en
el Gilgamesh, de hecho—.
Al
tratarse de un narrador en primera persona, en tanto que tenemos
acceso a las minucias de su
pensamiento, no
ocurre lo mismo con los demás personajes, puesto
que uno sólo puede tener acceso a su actuar externo, pero no tanto a
lo
que piensan.
Sin
embargo, el autor se las ingenia para que, a partir de
las impresiones que generan en Óscar, vayamos tomándoles cariño y
formulando nuestro parecer sobre ellos, al
tiempo que la evolución del protagonista nos hace interrogarnos
sobre nuestro propio ser, que es, en definitiva, la intención de la
buena literatura. Lo
único que lamento es que Varela no haya sido algo más minucioso en
el estudio de las emociones germinales que poco a poco se van
abriendo paso en Óscar, y,
sobre todo, en el desarrollo de al menos los otros dos personajes
principales.
Para
ir acabando, y entrando ya de lleno en el terreno puramente
especulativo, creo que en este libro Varela ha sido víctima de uno
de los grandes enemigos del escritor, un
síndrome muy difícil de sacudirse de encima y al que cada autor
reacciona de formas muy variopintas:
me parece que se ha enamorado perdidamente de sus personajes, lo
cual, narrativamente, resulta
en este caso en
una sucesión de “resurrecciones” que da cierta previsibilidad al
tramo final de
la obra.
Sin embargo, anoto esto
como mera impresión de este lector,
porque si la realidad tiene el privilegio de ser tan poco realista
como le plazca, no debemos imponer obligaciones más rigurosas
a la ficción.
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