Título: Los muertos de aquel
verano Autor: Carlos Casares Editorial: Alfaguara
Año: 1987 Páginas: 126 Lugar: Madrid Valoración: ♥♥♥♥♥
Los
muertos de aquel verano, autotraducción de la obra del escritor
gallego Carlos Casares Os mortos daquel
verán, segunda pieza de una trilogía, más conceptual que narrativa, iniciada
con Ilustrísima y finalizada con Deus sentado nun sillón azul, desarrolla
los temas del pensamiento dogmático, el fanatismo, la violencia y la intolerancia
—comunes, por otra parte, en la obra del autor—.
El primer elemento que conviene
destacar es de carácter formal: la narración adopta la forma de una inquisición
policial, contrastando de forma muy notable la aridez de la prosa forense con
la intensa carga emocional que se trasluce, a veces tan sólo se supone, en las
acciones y deposiciones de los personajes —y que no excluye momentos
sanguinarios y de auténtica crueldad—. Elección que responde, por un lado, al
deseo de conseguir el efecto de esa impasibilidad burocrática frente a la
injusticia que precisamente se presenta en la novela, pero, por otro, es
también un elemento que atiende a una característica de la narrativa del autor
admitida por él mismo, a saber, la sintetización, incluso excesiva, de la
materia narrativa.
Naturalmente, el verano al que se
alude en el título es el de 1936 —inicio de la Guerra Civil española—, y es
desde este mismo título donde empieza esa buscada y efectiva ambigüedad del
texto, sin que podamos decidir exactamente si con él se alude al hecho concreto
narrado o bien, en un sentido más amplio, y empleado este meramente ad exemplum, se presenta una crítica de
toda la dinámica —cifrada en la inacción y el colaboracionismo— que condujo al
enquistamiento del conflicto y, eventualmente, tras tres años de guerra, al
triunfo final del golpe de Estado. Lo que nos conduce, a su vez, a la cuestión
de si estamos o no ante un ejemplo de literatura programática; a lo que cabe
responder, a mi juicio, negativamente, pues si bien resulta bastante clara la
adscripción ideológica izquierdista del texto y, presumiblemente, de su autor,
no lo es menos que, en lo que concierne al material narrativo, nunca tiene
lugar un intercambio entre posturas ideológicas enfrentadas, ni mucho menos se
produce el ensalzamiento proselitista de ninguna de ellas —a evitar todo lo
cual contribuye espléndidamente el empleo del estilo narrativo antes
mencionado—. Más bien, el texto responde, en todo caso, a un ideal humanista,
que persigue el deseo de mostrar la deriva totalitaria y mortífera que
inevitablemente tendrá lugar a partir de la implementación de cualquier
orientación política basada en el desprecio y la violencia. Y a ello no empece
el que en el caso concreto aquí tratado se concrete en el levantamiento
falangista, porque ello responde a la mera veracidad histórica.
Así pues, Los muertos de aquel verano se estructura en diez informes que un
anónimo funcionario remite a una Jefatura, a instancias de la cual investiga la
actividad de una (supuesta) organización clandestina que pretende destruir, a
base de rumorología, la buena consideración de una serie de (supuestamente) probos
ciudadanos que, casualmente, resultan ser entusiastas del levantamiento. La
cuestión social no deja de ser (re)presentada, de modo que algunos de estos
ciudadanos son burgueses/empresarios, en tanto que los primeros se identifican
con trabajadores, etc. Para evitar la quiebra del cuidadoso equilibrio con que
el autor dispone su material narrativo presentando una escisión demasiado
nítida entre clases pudientes-explotadores y trabajadores-explotados, incluye
también entre estos últimos a un profesional liberal, un boticario cuya muerte
—nada revelamos con esta mención, pues se encuentra en la primera página— se
halla en el epicentro del conflicto de la novela: si se trató de una
desgraciada e inoportuna muerte accidental —uno de los eufemismos políticos
donde los haya para los regímenes totalitarios/dictatoriales— o de algo más, y,
especialmente, los motivos que pudieron haber conducido a la segunda
posibilidad, será el hilo argumental que Casares desarrolle con objeto de
explicar el funcionamiento adulterado de una (parte de la) Administración que
jugaría un papel esencial en la instauración del nuevo orden.
El empleo de este peculiar
narrador, no desconocido pero sí infrecuente, tiene la virtualidad de que, a
pesar de la redacción en tercera persona pretendidamente neutra, la presencia
interpuesta de este funcionario sirve de filtro a los testimonios vertidos en
primera persona por los interrogados, que no se citan de forma literal, sino
indirecta, siendo en algunos puntos evidente la parcialidad del interrogador en
la interpretación de las expresiones y palabras usadas. De hecho, algunas
referencias a su propia persona —el “funcionario informante” y el “funcionario relatante”—
se formulan en términos que dejan traslucir claramente la conciencia que de sí
mismo tiene el susodicho como pieza activa en el tamizado de los testimonios de
los declarantes.
Es interesante destacar, también
desde el punto de vista formal, que en lo que atañe al tiempo de la novela —una
cuestión sobre la que Casares tenía un parecer bastante crítico e indiferente,
refiriéndose a él en alguna ocasión como una cuestión “subsidiaria”—, si bien
todos los informes, obviamente, se refieren a hechos pasados de amplitud
temporal mucho mayor —se remontan hasta catorce años atrás—, se ha producido
una curiosa y sin duda deliberada alteración en el orden de presentación, que
sí sigue una aparente linealidad cronológica y ocupa en torno a mes y medio;
así, el quinto informe, que debería haber sido el primero, se traslada al punto
central de la narración, cuando ya hemos oído hablar —¡y mucho!— del
interrogado en esa ocasión, lo que contribuye a realzar su participación en los
eventos expuestos, por lo demás muy señalada. Los hechos narrativos, por el
contrario, no son presentados cronológicamente, sino en espiral: para empezar,
se abren con el interés que sobre una muerte manifiesta cierta Jefatura; y, a
partir de ahí, son comentados en sucesivas pasadas por diversos declarantes que
se contradicen entre sí, y que a veces incluso corrigen sus propias
declaraciones anteriores —sospechamos en algún punto que no de forma
absolutamente voluntaria—. De esta manera, la unicidad de narrador no consigue
extinguir la polifonía de fondo y la multiplicidad de perspectivas y opiniones,
que se cifran esencialmente en dos concepciones del mundo contrapuestas a todos
los niveles, tanto en lo práctico y lo social, cuanto en lo moral y metafísico.
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