Autor: Manuel José Díaz Vázquez Editorial: TerraIgnota Ediciones Año: 2015
Valoración: ♥♥♥♥♥
El
laboratorio del (in)genio.
Tras una larga pausa, debida,
primero, a las vacaciones, y, después, a cuestiones personales, ¡por
fin recomienza la actividad en este blog! Y, aunque ya sé que
correspondería la nueva entrega de la serie Nueve mujeres y un
solo destino, esta tendrá que esperar, al menos, hasta el mes
venidero.
En cambio, hoy voy a hablar de
un título muy especial, La ironía del afilalápices, de
Manuel José Díaz Vázquez, editado por TerraIgnota
Ediciones, perfecto para regalar estas Navidades, sobre todo a
personas que no dispongan de mucho tiempo para sumergirse en lecturas
demasiado extensas, ya que el carácter fragmentario e independiente
del volumen permite leerlo incluso sin seguir un orden concreto. Su
hilo conductor es, en realidad, esa misma ironía de la que se habla
en el título. Y no podemos olvidar, como resaltaba la poeta Aurora
Varela en la presentación, que “afilalápices” y “sacapuntas”
son sinónimos, y eso es lo que hace Díaz Vázquez aquí: sacar
punta.
Aunque la primera descripción
que viene a la mente al pensar en La ironía del afilalápices es
la de recolección de “anécdotas”, de hecho es muchísimo más
que un libro de anécdotas: es, como he dicho al principio, el
laboratorio del genio. Hay muchísimos autores, yo creo que todos y
que casi se trata de algo inevitable, que escriben diarios, y en
particular diarios que podríamos llamar “literarios”, unos con
intención de que estos vean la luz (pienso ahora en los de Andrés
Trapiello, o en los Cuadernos de un vate vago de Gonzalo
Torrente Ballester, por citar un par de ejemplos), otros simplemente
porque en eso consiste el método de trabajo de un autor: anotar y
anotar y anotar incansablemente... Carmen Martín Gaite tenía unos
cuadernos, que fueron póstumamente editados bajo el título
Cuadernos de todo en los que anotaba desde recetas de cocina
hasta cuentos, pasando por ideas para novelas, noticias y recortes,
reflexiones... Pues bien, en este “género”, si es que podemos
llamarle así, es donde se inscribe este volumen: y es que se trata
de un libro singular: lo que el autor hace ahora es darnos acceso a
su taller, al funcionamiento de su mente de escritor, a la fragua de
sueños de Vulcano, a cómo se van entretejiendo esos mimbres
invisibles que están detrás de toda historia, sosteniéndola y
dándole la consistencia de la realidad.
Díaz Vázquez ha publicado ya
cuatro novelas1,
que muchos de los presentes conocerán, y estarán por tanto
familiarizados con las características de su narrativa. Normalmente,
es imposible agotar todos los significados profundos que esta oculta,
pero me permito destacar algunos aspectos: el gusto por lo
hiperbólico, que me parece un rasgo definitorio del estilo del
autor; su poder de evocación; la riqueza general de su escritura: la
siempre esmerada justeza de la sorprendente adjetivación, tan
natural que no puede por menos de resultar llamativa; así como los
juegos de palabras prodigiosos, y los calambures en diversos grados
de pureza... Pero sobre todo, y más que ninguna otra cosa, el gusto
por lo estrafalario. Pero no lo estrafalario entendido como lo raro,
ni mucho menos como lo grotesco, sino por la innata capacidad de su
autor para convertir en maravilloso o portentoso lo corriente o
cotidiano, y viceversa, lo extraordinario (lo “extravagante”,
como diría él) en cotidiano, baste como ejemplo el cuento sobre el
cuervo Nerón.
Y hablando de cuervos (porque
hay ilustres antecedentes... a lo mejor hasta existe, lo desconozco,
un subgénero de literatura córvida), precisamente me permite esto
entroncar con uno de los elementos más apabullantes de La ironía
del afilalápices, que es la prodigiosa cultura, y sobre toto la
prodigisa memoria literaria del autor: las citas se suceden en
cascada en este libro, no diré que hasta agotar al lector, porque
están dispuestas de forma lo suficientemente hábil y dosificada
como para evitar ese efecto, o mejor dicho, ese defecto, pero sí
hasta conseguir sorprenderle. Y en particular, el gusto por la
literatura canónica no puede ocultarse en un volumen que se abre ya
con algo tan clásico como una captatio benevolentiae que
incluye llamadas al provecho y demás. Pero, como no podía ser
menos, se trata de una captatio maliciosa, irreverente,
construida al revés, justamente con la intención de que nos
detengamos en los detalles de la existencia sin más intención, a
menudo, que libar de ellos lo que de gracioso puedan tener (como ya
advertía el misterioso autor del Lazarillo de Tormes).
Díaz Vázquez, además, es un
poeta de lo pequeño, y aquí, al mismo tiempo que recuerda escenas
de su niñez o toma nota de algún aspecto del actuar humano, va
dando pinceladas de la realidad actual, de lo que hace y, por ende,
reflexiona sobre la creación literaria en sí y sobre la naturaleza
del lenguaje, sobre su relación intrínseca con el pensamiento y con
la construcción de este, sobre la honestidad humana... Incluso entre
lo fantasioso se deslizan pizcas de realidad (si es que la fantasía
no es más verdad que la realidad misma, una cuestión que daría
para mucho debatir y que se volvería la de nunca acabar), lo que
prueba que el autor tiene los pies en la tierra y una perspectiva
crítica sobre lo que en ella sucede.
Así, esta que podríamos
considerar profusión de hilarantes notas, de greguerías muy
afortunadas que constituyen en realidad un fragmentario monólogo
interior, genera aquí y allá interesante metaliteratura en la que
asistimos o vislumbramos el proceso creativo, y que recuerda por
momentos al Gonzalo Torrente Ballester que novelaba supuestos diarios
de escritores ficticios.
Pero el elemento más
destacado de este escritor es su candoroso humorismo, el benigno
sentido del humor. Me comentaba, antes de la presentación de libro,
que le parecía que algunas de las notas daban para reflexiones mucho
más extensas, a lo que contraponía yo que, en realidad, cualquier
tema da para extenderlo lo que se quiera... Cosa distinta es saber
hacerlo con gracia o con provecho. Al leer el libro, he reparado en
lo que quería decir, y tengo que afirmar, sin embargo, que la
cuestión me parece bien resuelta, ya que después de plantear algún
dilema, casi al modo de un filósofo clásico, lo que hace es
concluir, prácticamente al modo del Sancho Panza con el que en algún
punto se compara, con alguna sentencia de sentido común fruto de la
bonhomía decantada en estas páginas, que nos devuelve de golpe a la
tierra y nos hace pensar que, por mucho que un hombre agite los
brazos, sigue siendo un hombre, no un pájaro, y no puede ni podrá
nunca volar.
1Queso
fresco con membrillo, A las vacas de la señora Helena no les gusta
el pimiento picante, La calavera de Yorick
y Apuntes y memorias del peor estudiante del mundo.
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