I
Había sido un crudo invierno, y
sólo recientemente la nieve, no ya de las elevadas cumbres, que parecían
lanzarse hacia arriba en no se sabe qué suerte de delirio geológico como si
tratasen de arañar el mismo cielo con la punta de sus dedos, sino incluso de
los más profundos valles, había comenzado a derretirse, acrecentando los ríos y
formando por todas partes riachuelos de caudal considerable, de modo que en
muchas regiones del país hubo serios problemas con las inundaciones.
Precisamente un artículo sobre este
asunto estaba leyendo sir Henry en el periódico mientras el carruaje avanzaba
traqueteando cuesta arriba (aunque sin duda hubiese avanzado mucho más gustoso
cuesta abajo) por el camino recientemente abierto entre la nieve. De vez en
cuando, levantaba los ojos del papel para echar un vistazo al exterior, muy
nevado aún, no pudiendo evitar, cada vez que lo hacía, un escalofrío que hacía
sonreír maliciosamente a su acompañante, lord Halifax, quien, sin aparente
transición entre uno y otro estado, había pasado la mayor parte del viaje, a
pesar de los continuos tumbos del vehículo, o bien dormitando apaciblemente, o
bien fumando en su pipa de negra madera, de la cual emergían con lentitud
densas volutas de humo que lo inundaban todo.
Dado que sólo soportamos un
prolongado silencio si consideramos a las personas que nos acompañan como
amigas y tenemos con ellas un elevado grado de confianza, ya se entiende que
sir Henry y lord Halifax eran viejos amigos, pues apenas faltan dedos en las
manos para contar las palabras que uno y otro se habían dirigido durante el
trayecto.
Sin
embargo, es posible, tal vez, que si nos viésemos conminados a referir a un
tercero las particularidades del carácter de alguien a quien creemos conocer
bien, descubriésemos con frecuencia nuestra total incapacidad para contar a esa
persona algo de verdadera importancia, algo que trascendiese la mera
descripción física y el relato de la simple actuación externa; algo, en
definitiva, que no se quedase en fórmulas tan convencionales como “posee un
horrible carácter”. Sólo con un trato paciente se puede llegar, tras muchos
años, a este tipo de conocimiento, si bien algunos afirman lo contrario, y este
es el tipo de vínculo que unía a aquellos dos caballeros.
Se habían conocido casi cuarenta
años antes del momento en que los encontramos ahora, en la Universidad, cuando
sir Henry empezaba a estudiar Leyes, estableciendo así una nueva tradición
familiar (pues su hijo había seguido el mismo camino, y también el hijo de su
hijo), y lord Halifax comenzaba el estudio de la Filosofía y la Historia,
rompiendo así una tradición familiar ya antigua (pues su padre, y el padre de
su padre, y también el padre de este, y seguramente todos los padres de su
linaje anteriores al suyo propio, habían rechazado sistemáticamente todo
estudio y conocimiento que no versase sobre qué rentas percibían, de quién las
percibían, o qué relaciones sociales les resultaría beneficioso cultivar). Sir
Henry había socorrido a lord Halifax (en aquel tiempo ni uno ni otro eran
todavía ni sir ni lord) en cierta ocasión en que el segundo resbaló en un
charco rodando escaleras abajo y recibiendo al final de su descenso un
portentoso batacazo: durante la convalecencia de lord Halifax, sir Henry lo
visitó asiduamente, lo mismo que podría no haberlo hecho, pues ningún vínculo
les unía, y durante aquel tiempo (y posteriormente) tuvieron oportunidad de
compartir muchas horas amenas y también muchas horas tristes, que son casi
siempre la raíz de una entrañable amistad.
II
Después
de haber ascendido durante un bruen trecho, el carruaje transitó por lo que, de
no haber estado cubierto de nieve, sin duda habría sido una vereda que
transcurría a través de una llanura en las alturas, lo que equivale a decir que
enseguida, como en efecto sucedía ahora, el carruaje se aprestaría a descender.
-Pronto llegaremos, Henry –dijo lord
Halifax, y estas eran las primeras palabras que sonaban en el interior del
vehículo en un largo lapso de tiempo-.
Lord Halifax poseía una de esas
extrañas voces de varón que son agudas sin ser femeninas y débiles sin resultar
nunca inaudibles.
-Pues
me alegro, Samuel, porque este cuerpo mío ya no es lo que era. Tengo la espalda
rígida y un frío condenado en las piernas –y al tiempo que decía esto con su
potente y grave voz se arrebujó entre sus pieles de viaje y colocó la manta de
cuadros escoceses bien ceñida a sus piernas, pensando en el pobre postillón,
con quien las bajas temperaturas debían de haber acabado hacía ya mucho-.
-¡Ya
ves, amigo mío! El inocente espíritu siempre se ve atrapado entre las miserias
del cuerpo –sentenció lord Halifax por toda respuesta-. Pero si logras resistir
unos minutos más, no te quepa duda de que Mildred nos obsequiará a nuestra
llegada con un buen chocolate caliente y unas pastas, haciendo gala de sus
calurosos y proverbiales recibimientos.
Sir Henry, al oír hablar a lord
Halifax de su esposa, no pudo evitar que un doloroso recuerdo de la suya
cruzase por su mente, el recuerdo de su muerte prematura al dar a luz a su hijo
... ¡Díos, qué poco tiempo había tenido ella, qué poco tiempo habían tenido
ambos! ... Una vez más, de forma misteriosa, sir Henry se sintió ligado a Agnes
más allá de la muerte ... Con una imperceptible sacudida de la cabeza alejó
todos aquellos pensamientos: sin duda, existen cosas en las que es mejor no
pensar.
Sin embargo, como siempre que
pensaba en ella, no pudo evitar que un poso de tristeza y amargura se quedara
en el fondo de su corazón ...
III
Mientras
estas cosas sucedían en el carruaje, abajo, en el valle, en la mansión de lord
Halifax, el tumulto era intenso. Un ir y venir de gentes, un incesante taconeo
de zapatos, un permanente frufrú de telas, y, en medio de todo aquel caos,
Mildred, como una directora de orquesta, dando instrucciones.
-Haga el favor de encender todas las
chimeneas.
-¿Todas, señora?
-Todas. La casa debe estar caldeada
cuando el señor y sir Henry lleguen, seguro que vendrán helados. Coloque las
flores en los jarrones. ¿Está listo el chocolate?¿Y las pastas? Deben estar
listas para servirlas en el preciso instante en que yo se lo pida ... ¡Abre
esas cortinas, niña, que esta casa parece un ataúd! Ahora ya hace mejor tiempo
...
En fin, la pobre Mildred llevaba un
largo tiempo esperando aquel día, pues en el valle habían pasado todo el
invierno incomunicados, de forma que ni siquiera pudo pasar con su esposo las
Navidades ... ¡Qué días tan tristes y aburridos habían sido los de aquel
invierno! Pero bueno, ahora eso pertenecía al pasado y todos los detalles
debían estar a punto cuando él llegase ... Si Mildred hubiese mirado por la
ventana en aquel momento, habría descubierto que allá, a lo lejos, se divisaba
un negro carruaje que descendía trabajosamente hacia el valle ... Pero no miró,
pues, a pesar de todo, había algo que le preocupaba mucho más que todos los
preparativos ... ¿Cómo le diría aquello a lord Halifax? Sin duda le causaría un
terrible dolor ... Al fin y al cabo, ella era su sobrina, y tanto ella como él
eran para ellos como los hijos que nunca habían tenido ... ¡Y además en
aquellas circunstancias! ...
La pobre Mildred había tenido mucho
tiempo aquellas semanas para pensar una y otra vez en aquel asunto, y cuanto
más pensaba en ello menos sabía cómo afrontar el decírselo a su esposo. En fin:
habría que plantar cara a las dificultades, pero antes de eso...
Mildred entró en la biblioteca, que
olía intensamente a papel viejo. Al fondo se encontraba un gran escritorio
donde lord Halifax trabajaba. A los lados, del suelo al alto techo, enormes
estanterías repletas de libros. En una de las paredes se incrustaba una enorme
chimenea en la que crepitaba un cálido fuego. Y allí, en una de las esquinas,
se encontraba lo que Mildred iba buscando, su viejo clavicémbalo de tipo
español, con sesenta y una teclas y doble registro. Se sentó ante él, tardó un
segundo en elegir la pieza, y se puso a tocar una alegre composición de
Couperin, Les barricades misterieuses, mientras dejaba que su mente se
deslizase suavemente por los senderos imaginarios.
Cuando el carruaje accedió al camino
empedrado que conducía a la mansión, sus ocupantes oyeron ... sí ... cada vez
menos distantes ... crecientemente audibles a medida que se aproximaban al
edificio ... las claras notas del instrumento. Cuando se hallaban a pocos
metros de la escalera de acceso, mientras el vehículo giraba la rotonda que
había frente a ella, el sonido del clavicémbalo cesó. El carruaje se detuvo, y
el mayordomo, un hombre de avanzada edad pero aún atlético y tieso como un
palo, que se hallaba en primer lugar de la hilera de sirvientes que aguardaban
la llegada de su señor, abrió la portezuela. Hubo un ligero movimiento en el
interior del vehículo y un delgado pie se apoyó en el estribo y saltó luego a
tierra. A continuación, la misma operación fue realizada por otro pie más
grueso. Así lord Halifax y sir Henry se hallaron frente a la gran mansión en el
campo del primero, no pudiendo ninguno de los dos, el que la había visto
cientos de veces y el que no la había visto nunca, recorrer con la mirada la
fachada de oscura piedra cubierta en algunos puntos por una hiedra color verde
botella.
En ese mismo momento, la gran puerta
de madera de roble que se hallaba en lo alto de la escalera se abrió de golpe y
de detrás de ella emergió una mujer no muy alta, ataviada con un hermoso
vestido del color del cobre y con un chal color pistacho sobre los hombros. Era
gruesa y el color de su pelo, entre gris y blanco, denotaba que aquella mujer
ya había dejado atrás la juventud hacía tiempo. Era Mildred, que se lanzó
corriendo escaleras abajo.
-¡Samuel! ¡Querido Samuel! –exclamó,
abrazando efusivamente a su esposo-.
-¡Oh, Mildred, cuánto te he echado
de menos! –correspondió lord Halifax con la voz pastosa por la emoción-. Dime,
Henry, ¿no es la mujer más hermosa que has visto jamás?
Sir Henry se vio en un aprieto, pues
aunque Mildred no había sido particularmente fea en su juventud, ahora esta
quedaba muy atrás, e incluso entonces no se distinguía notablemente por su
apariencia física. Sir Henry se planteó uno de los interrogantes más antiguos,
que hombres y mujeres llevan formulándose desde que el mundo es mundo: ¿es
lícito mentir a los amigos por su propio bien? Sir Henry concluyó que hay cosas
que jamás deben decirse, ni siquiera a los amigos.
Pero ya Mildred, que no en vano era
considerada como “una desvergonzada” y “una deslenguada” por algunas damas de
la alta sociedad, se había aprestado a deshacer el entuerto que había causado
su esposo.
-¿Ah, sí?¿Y a cuántas mujeres has
mirado tú, Samuel Halifax, para concluir que yo soy más hermosa? –preguntó
sarcásticamente-. No debes poner en esos aprietos al pobre Henry –le saludó y
le abrazó afectuosamente, al tiempo que preguntaba “¿Cómo va todo?”-, si no
quieres que un día te diga la espantosa verdad que tú no quieres o no puedes
ver: que soy vieja y fea.
-¡Tonterías! –exclamó lord Halifax
haciendo un gesto con la mano como si intentase espantar aquellos
pensamientos-.
Después de una carcajada general,
lord Halifax, Mildred y sir Henry comenzaron a ascender por las escaleras, pero
antes de que hubieran dado tres pasos, Mildred exclamó “¡Samuel!” de tal forma
que sonó como “¿No te olvidas de algo?”.
-¿Qué, querida? –preguntó lord
Halifax con tono sorprendido-. ¡Oh, Dios mío! –exclamó inmediatamente después
sin transición alguna; y volviéndose hacia el postillón-: ¡Lo siento, joven,
pero me olvidaba de usted! Haga el favor de acompañarnos –dicho lo cual dio
media vuelta y subió las escaleras con su esposa agarrada a su brazo-.
El
pobre postillón ya debía de haber oído en otras oportunidades invitaciones
semejantes, y el resultado no había
debido de ser muy agradable, pues el terror se pintó en su rostro, si bien fue
sustituido por una profunda sorpresa cuando entró en la mansión: por lo poco
que él sabía de ellos, había palacios menos lujosos que aquella casa. El
interior se hallaba lleno de esculturas, cuadros y otras obras de arte; las
paredes estaban decoradas con filigranas y todo tipo de adornos y colores que
él sólo había visto en las iglesias.
-¡Entre, joven, pase, pase! –apremió
lord Halifax, golpeando suavemente con su bastón la pantorrilla del muchacho y
empujándole con la otra mano hacia una estancia que resultó ser el comedor-.
Una vez allí le obligó a sentarse ... ¡en la misma mesa que ellos!
Se estaba muy a gusto en aquella habitación; el aire estaba
agradablemente caldeado, y el postillón pronto dejó de tiritar a causa del
intenso frío que lo había tenido temblando todo el viaje, si bien siguió
sintiéndose profundamente cohibido por la situación.
-Nosotros vamos a tomar chocolate caliente y pastas –le interpeló
Mildred-, ¿le apetece a usted lo mismo o prefiere tomar otra cosa?
“No he debido de oír bien, el frío me ha revuelto el sentido”, pensó el
postillón, así que preguntó:
-Perdón, señora, ¿cómo dice?
Mildred le repitió la pregunta, y el postillón pudo comprobar que había
oído correctamente.
-Gra – gracias, señora –tartamudeó, su cara más roja que la librea que
vestía-, no es necesario que ...
-El joven también tomará chocolate –determinó Mildred dando orden a una
doncella de que sirviese de inmediato las bebidas y las pastas, que estuvieron
servidas en el tiempo que la doncella invirtió en ir y volver de la cocina-.
-Pe – pero señora, yo no ...
-¡No seas estúpido, muchacho! –le interrumpió lord Halifax al tiempo que
ponía ante él una bolsita de terciopelo morado con la suma por el transporte
que habían pactado de antemano y una cantidad extra que el joven no descubriría
hasta algún tiempo después pero que le supondría una alegría inmensa-. No
quiero tener que devolverte a tu familia en una caja.
-Gra – gracias, se – señor –respondió el muchacho, y estas fueron las
últimas palabras que pronunció en todo el tiempo que permaneció en aquel
comedor, que no fue mucho, pues se marchó en cuanto hubo terminado aquel
reconstituyente chocolate, que agradeció muy encarecidamente -.
Por su parte, el resto de los presentes se dedicaron a dialogar tan
amigable y animadamente como sólo pueden hacerlo las personas que se conocen de
largo. Hablaron sin orden ni concierto sobre las cosas más variopintas, como
suele suceder en semejantes ocasiones: de asuntos personales, laborales y
sociales, de las particularidades del trayecto, del horrible invierno, de cómo
habían entretenido las horas ...
Sin embargo, en un momento de la conversación, el rostro de Mildred
experimentó un brusco cambio: cuando su esposo le preguntó por su sobrina.
La sobrina de lord Halifax era hija de su hermano, el Capitán Halifax,
que había fallecido en acción de guerra cuando la niña era aún pequeña. Como no
tenía madre, pues esta había muerto a causa del parto, la niña quedó huérfana,
y desde entonces se hicieron cargo de ella sus tíos paternos, que, no habiendo
tenido hijos propios, la criaron y quisieron como si ella lo fuese.
Mildred no pudo evitar que los inconfundibles signos de la tortura del
alma se pintasen en su rostro, esa tortura que a todos nos acecha cuando día
tras día nos vemos, en perjuicio de nuestra paz, obligados a pensar
obsesivamente en un mismo asunto que no resulta en absoluto de nuestro agrado.
Lord Halifax le preguntó con tono cauteloso:
-Mildred, querida, ¿qué ocurre? ¿Te sientes indispuesta?
Sir Henry, sin saber por qué, tal vez por ese mecanismo innato que nos
previene de la desgracia, temió oír la respuesta, y su pecho se vio inundado
por un sentimiento muy turbio y amargo contra lo que quiera que rija el
Universo, si es que el Universo es en realidad regido por algo y no es un pozo
de caos movido por no se sabe qué suerte de maquinaria desenfrenada.
-No me sucede nada, Samuel –respondió Mildred tristemente-. Se trata de
Mary.
-¿De Mary?
-Sí, pero no quiero que te disgustes.
-¡Mildred, me estás asustando! ¿Es que le ha pasado algo a Mary?
Mildred dudó qué palabras usar para comunicar aquello.
-¡Vamos, Mildred, habla!
-¡Samuel, tranquilízate, haz el favor! –intervinó sir Henry-.
-No le ha pasado nada a Mary ... directamente –habló al fin Mildred, tras
recobrar su talante de mujer práctica que no se arredra ante las dificultades-.
-¿Entonces a quién? ¿A
Robert?
Mildred asintió.
-¿Qué le ha sucedido?
-Ha ... muerto.
Si no hubiese estado sentado, lord Halifax habría perdido el equilibrio;
lo que no pudo evitar es que la copita de jerez que tenía en la mano se le
cayese al suelo: al estrellarse, miles de gotitas doradas que refulgían a causa
del fuego de la chimenea saltaron disparadas en todas direcciones ... y
desaparecieron, con tanta fugacidad como la vida misma.
-¿Y cómo ... eh ... esto ... cómo ha ... sido? –balbució de modo casi
ininteligible lord Halifax: miles de ideas acerca de la muerte del marido de su
sobrina, que para él era como otro hijo, se formaban en su mente para
desaparecer de inmediato en la niebla de la confusión en que se hallaba
sumido-.
-Ha sido ... asesinado –respondió Mildred, abrazando a su esposo y
echándose a llorar, después de contener tanto tiempo la emoción-.
Sir Henry no estuvo seguro entonces de si su amigo había dicho “¿¡Qué!?”
en voz alta o si él mismo se lo había imaginado. De modo impulsivo, se acercó a
lord Halifax y le dio unas leves palmadas de apoyo en un hombro.
Después de que unos pocos minutos transcurriesen en esta actitud, con
lord Halifax mirando hacia delante si ver, como observando a través de Mildred
las profundidades del abismo que parecía a punto de engullirle, lord Halifax
habló, con una voz sin entonación:
-¿Podríais ... me gustaría ... dejarme solo? Necesito ... necesito
pensar.
Mildred y sir Henry hicieron caso del ruego de lord Halifax y salieron de
la estancia.
IV
Ya en su dormitorio, sir Henry
se acercó a la ventana sin fijarse siquiera en lo que le rodeaba. Miró hacia
fuera. La luz del sol de la primera primavera inundaba todos los rincones del
jardín de forma desinteresada, desapasionada. La fuente vertía un tímido chorro
de agua que descendía lamiendo la piedra antigua. Sir Henry se volvió bruscamente
y en pocas zancadas atravesó la estancia en dirección a la jofaina que se
hallaba en un hermoso y antiguo mueble de madera oscura al lado de la puerta.
Sir Henry hundió las manos en el agua y estrelló su contenido contra su cara;
sintió la reconfortante frescura del líquido recorriendo cada milímetro de su
piel reseca. Se irguió, aspiró larga y profundamente, aún sin secarse: el agua
descendía por su cuello; en las yemas de sus dedo se formaban gotas que pendían
momentáneamente y luego caían al suelo, donde quedaban detenidas e inertes como
mirando al cielo.
Pasó unos segundos así.
Repentinamente, agarró la
jarra que contenía el agua limpia y a punto estuvo de estamparla contra la
pared. Tenía un profundo e intenso deseo de hacerlo, pero luego pensó que no
tenía sentido destrozar los objetos en aquella situación, no tanto porque
fuesen ajenos o valiosos, pues lo mismo hubiera hecho si fueran suyos, como
porque no importaba cuántas jarras rompiese o cuánto gritase; daba igual;
ninguno de aquellos actos le aliviaría de los sentimientos confusos que le
invadían: la rabia, la impotencia, el horror ... ¡Nada, ninguna potencia en el
Universo, devolvería la vida a Mr. Stanhope! Pensó en el pobre Samuel: nada,
quizás tampoco el Tiempo, aliviaría el dolor que en aquel momento sentía. De
esto podía estar seguro, puesto que aun ahora, tantos años después de su
partida, cuando pensaba en Agnes él mismo podía revivir con toda claridad el
dolor de los primeros días sin ella, esa desesperación infinita que en nada se
agota, que nada aleja, que lo invade todo ...
Imperceptiblemente, a causa de la distracción de pensar en otras cosas,
sir Henry había ido aflojando la presión de su mano: antes de poder ser
plenamente consciente de lo que sucedía, la jarra se deslizó, saltando hecha
añicos de loza y agua cuando se estrelló contra el suelo. Sir Henry se sintió
como si su mente acabase de introducirse en un cuerpo ajeno, desconcertado;
durante unos minutos se quedó mirando a los trozos, como formulándoles una muda
pregunta: una vez que ya no formaban un todo, ya no eran una hermosa y útil
jarra, sino unos cortantes pedazos de material sin ningún sentido. “Como la
vida”, se dijo, “como la vida”.
Se echó sobre la cama con objeto de descansar la espalda un momento, pero
cuando volvió a abrir los ojos, con esa sensación de desorientación que se
experimenta cuando nos despertamos en un lugar donde no lo hacemos
habitualmente, la hora de la comida había quedado atrás.
V
Se dirigían a
Lytton Hall, el hogar de Mary, la sobrina de lord Halifax, que su marido,
Robert Stanhope, había heredado de su tía Marjorie, quien, habiéndose casado
con un empresario ferroviario, Steven Lytton, nunca había tenido hijos.
El carruaje
avanzaba bamboleante por la vía principal del pueblo cubierto aún de nieve,
acompasado por el alegre tamborileo de los cascos de los caballos sobre el
empedrado. Viajaban en silencio. Sir Henry observaba por la ventanilla los
rostros algo desconfiados de los pueblerinos, las estalactitas de hielo
pendientes de los aleros de las austeras casas de colores oscuros, la discreta
iglesia, en la cual el desproporcionado tamaño del campanario hacia pensar en
un pecado de vanidad, las callejuelas pobres y sucias que serpenteaban entre
los edificios de reducida altura, las damas y caballeros algo más adinerados
que no desaprovechaban las oportunidades de hacer ostentación de su buena
fortuna ...
Lord Halifax,
silente, miraba al negro suelo del coche, algo encorvado hacia delante, con las
manos una sobre otra encima del bastón vertical y la barbilla sobre aquellas.
Mildred paseaba sus ojos otrora verdes y ahora de color indefinido por
diferentes sitios dentro y fuera del carruaje sin prestar atención a ninguno de
ellos; de cuando en cuando soltaba un lento y prolongado suspiro.
El pueblo, que
era de discretas dimensiones, quedó atrás enseguida. El carruaje torció a la
izquierda, introduciéndose en una senda que semejaba un túnel, ya que las copas
de los árboles de ambos lados se enredaban tupidamente sobre ella. De allí a
poco, los árboles desaparecieron para dejar paso a un campo de hierba de color
verde desvaído. La vereda comenzó a ascender ligeramente rodeando una colina.
Antes de
abandonar la mansión, Mildred les había explicado cuanto ella sabía sobre el
asunto: alguien había entrado en la casa y había disparado contra Mr. Stanhope;
después había saltado por la ventana de la biblioteca al estanque, lo cual le
había salvado de matarse. Todo cuanto pudieron ver quienes llegaron allí fue
una sombra que se escabullía sendero abajo.
De improviso,
tras el último repecho del ascenso y la última curva del camino, apareció la
vieja y enorme mansión. Incluso alguien que desconociese por completo el miedo
habría sentido un escalofrío al verla, pues se parecía en todo a las casas que
figuran en los relatos de terror: un jardín de árboles secos y retorcidos
cubierto de hojarasca y nieve sucia, con un intenso aspecto de desolación ajena
a la vida intensificado por la presencia de las esculturas de la rotonda
esculpidas en el inerte mármol blanco, la puerta principal, de madera
oscurecida por el paso del tiempo, como la piedra desnuda de la pared, el
estanque de aguas pútridas.
El carruaje se
detuvo y sus ocupantes descendieron de él sin que nadie saliese a recibirles.
En otras circunstancias que no fueran las presentes alguien podría haber
preguntado “¿Seguro que no nos hemos equivocado de sitio?”. Ascendieron por las
pequeñas escaleras de piedra, llamaron con la aldaba y aguardaron mientras el
eco se perdía lúgubremente en el interior del edifico.
Pareció pasar una hora hasta que el
taconeo de unas pisadas femeninas se fue haciendo progresivamente audible.
Diversos sonidos tuvieron lugar al otro lado de la gruesa y oscura puerta, como
si se estuvieran retirando grandes cerrojos; unos instantes después, la puerta
comenzó a abrirse, al tiempo que los goznes dejaban escapar un lamento que
revelaba lo poco acostumbrados que estaban a aquel ejercicio. La hoja se detuvo
en cuanto quedó el espacio justo para que pudiese pasar una persona; nada del interior
resultaba visible excepto la absoluta oscuridad, que parecía absorber
insaciable la luz del exterior. De pronto, de aquella negrura emergió un rostro
que contrastaba profundamente con ella, tanta era su palidez.
-Bienvenidos.
Pasen, por favor –casi susurró la voz-.
Era una voz de
anciana, si bien el rostro estaba coronado por una abundante cabellera negra
recogida en un apretado moño que aumentaba hasta límites desconocidos la
expresión de severidad de aquel rostro desagradable en el que ningún rastro de
simpatía podía hallarse a pesar de la cordialidad de sus palabras.
En cuanto
hubieron pasado, con gran dificultad, por la abertura, la anciana cerró la
puerta tras ellos con idénticos sonidos a los que se habían producido al
abrirla, y la más absoluta de las tinieblas se adueñó de todo. Necesitaron
varios segundos antes de poder, de forma más intuitiva que real, distinguir
algo allí dentro. La atmósfera era rancia, el aire tenía ese sabor viciado que
se percibe cuando una habitación no ha sido ventilada durante mucho tiempo. El
silencio era completo. “Más que una casa en la que se guarda luto”, pensó sir
Henry, “parece el interior de un nicho”.
Lord Halifax
pidió a la anciana, que semejaba una sombra en la sombra, que les condujese a
la presencia de su sobrina. ¿Cómo la había llamado, Miss Pound? A pesar de su
erguida, envarada posición, la mujer no
podía ocultar su edad, pues la delataban la pronunciada curva de la parte
superior de su espalda y los cortos pero rápidos pasos con que caminaba.
Durante el trayecto, subieron unas
escaleras y bajaron otras, y torcieron varias veces a derecha e izquierda, sin
que sir Henry pudiese reproducir mentalmente el plano de su recorrido. Se
maravillaba de que por el camino, durante el cual la oscuridad, aunque parecía
imposible, se hizo todavía más intensa, nadie se hubiese matado al tropezar en
un peldaño o con cualquier objeto olvidado fuera de su lugar o perteneciente al
mobiliario.
Tardaron un par de minutos en llegar
a su destino, no si un ligero percance por el camino, que tuvo lugar cuando un
furtivo rayo de luz procedente, al parecer, de ninguna parte, iluminó un
retrató que se hallaba junto a sir Henry de tal modo que aquel lo creyó una
persona real: ¡a duras penas pudo ahogar un grito de espanto, tan amenazadora
era la expresión de quien resultó ser el fallecido señor Lytton! La decoración,
desde luego, no contribuía a relajar el ambiente: antiguas armaduras
polvorientas portadoras de armas que por sí mismas infundían temor, y otros
objetos por el estilo que sir Henry prefirió no mirar con demasiada atención.
La anciana se detuvo frente a una
puerta, llamó levemente y entró. Accedieron a una estancia inundada de una luz
que ahora les resultó cegadora. Sin embargo, no se trataba de la luz del día,
pues los pesados cortinajes se hallaban cuidadosamente echados, sino que
procedía de una monumental lámpara de velas que pendía orgullosamente del techo
decorado con pinturas que alguna vez debían haber tenido vistosos colores e
incluso debieron ser hermosas, a diferencia de su estropeado estado actual,
causado por las emanaciones de la combustión de las velas de la lámpara y los
diversos candelabros que se hallaban dispuestos por la habitación, así como de
la chimenea en la que ardía un vigoroso fuego naranja.
Hacía un calor muy intenso, desagradable, pegajoso. La estancia estaba
profusamente decorada y llena de muebles de diferentes estilos y colores que no
casaban en absoluto entre sí.
El grupo avanzó hacia uno de los asientos, ocupado por una persona, según
pudo distinguir sir Henry, aunque no podía ver su rostro, oculto por las tres
personas que le precedían. Cuando llegó el momento de ser presentado, sir Henry
avanzó hacia el asiento con cierta distracción causada por la alta temperatura,
con la sonrisa automática que se dibuja en los rostros en tales situaciones.
-Henry, esta es mi sobrina, Mary; Mary, este es sir Henry Bellingham, el
amigo del que te he hablado tantas veces.
Cuando sir Henry se acercó para saludar y dar el pésame a la viuda,
durante unos breves instantes que parecieron una eternidad, se detuvo en seco.
Si es cierto que algunos ángeles habitan en la Tierra, aquella criatura que se
hallaba frente a él debía ser uno de ellos. La joven Mary superaría en poco los
veinte años; su tez era intensamente pálida, pero las mejillas tenían ese color
discretamente rojizo del rubor leve que recuerda al color del horizonte en un
atardecer soleado, o a las rosas y la sangre sobre la nieve. Su delgadez no
excesiva era profundamente acentuada por el negro y sencillo vestido que cubría
todo su cuerpo y no dejaba visible más que una estrecha franja del busto y las
manos. Entonces, sir Henry reparó en que se había quedado paralizado ante ella,
que aguardaba con una de sus aéreas manos extendida hacia él. El caballero la
tomó y la besó, murmurando unas fórmulas de cortesía. En ese momento, sus ojos
se encontraron con los de ella, y sir Henry pudo observar su expresión serena,
la humildad de la cabellera recogida en una larga trenza que caía sobre el
hombro izquierdo con un río de noche.
Desde aquel momento en adelante, todo cuanto hizo fue puramente
automático, pues no podía apartar la mirada de aquel ángel, ni prestar atención
a otra cosa que no fuera su voz suave y melodiosa. En un momento dado, hasta le
aconteció la fortuna de poder oír su risa, y sir Henry creyó entonces que sus
oídos habían podido percibir un lejano eco, apenas unos compases, de la música
que los dioses oyen en su lejano retiro.
La conversación versó sobre lo que no podía dejar de versar: la muerte de
Mr. Stanhope. Mary había sido la que había oído el disparo, la que primero había llegado al dormitorio, a tiempo para
percibir por la ventana abierta el ruido del estanque, la que vio una sombra
escabullirse por el jardín ...
VI
Anochecía cuando salieron
de Lytton Hall. Ya en el carruaje, lord Halifax preguntó a sir Henry:
-¿Qué te ha parecido? –lo cual era, desde luego, una pregunta muy
abstracta-.
En aquel instante pasaban por delante del estanque de aguas putrefactas,
y una idea se abrió paso en la mente de sir Henry. La respuesta que dio fue
desconcertante:
-Me ha parecido que alguien miente.
-¿Qué ...? Henry, creo que no te entiendo.
-Sobre el asesinato. Alguien miente. Hay un dato que está terriblemente
equivocado, a menos que se haya modificado con deliberación. Si te paras a
pensarlo unos segundos, descubrirás que el asesino no pudo saltar desde la
ventana de la biblioteca al estanque.
Lord Halifax guardó silencio unos segundos, pensando. Al cabo habló.
-¿Pero por qué?
-¡Por Dios, Samuel! ¿Acaso
has olvidado el crudo invierno que apenas acaba de terminar? Es de suponer que
el agua del estanque de Lytton Hall se comporta de modo similar al resto de las
aguas del planeta, y que, por lo tanto, habrá permanecido en forma de hielo
todo el invierno, y sólo muy recientemente se habrá descongelado. Si el asesino
de Mr. Stanhope hubiese saltado desde la ventana de la biblioteca al estanque
sin duda se hubiese matado, o al menos se hubiese hecho un daño suficiente como
para no poder salir corriendo del modo en que se nos ha dicho que lo hizo.
Lord Halifax quedó muy desconcertado por aquella pertinente observación
en la que no había reparado a pesar de lo obvia que era, pero no dijo nada de
momento, pues sir Henry continuaba hablando.
-A menos, claro está, que el asesinato no se produjese en las fechas
indicadas, sino más recientemente, extremo completamente absurdo que no
conduciría a nada, pues Mildred puede confirmarnos que el entierro tuvo lugar
algo antes de la mitad del invierno.
-Sí, así es. Es más; lo que acabas de decir hace un momento también puedo
confirmarlo, pues recuerdo que precisamente resultó casi imposible asistir al
entierro, porque hacía un tiempo terrible, muchísimo frío, nevaba intensamente,
los caballos apenas podían arrastrar el carruaje por la nieve, las patas se les
hundían, y en más de un momento creí que todos íbamos a perecer congelados.
-Por tanto, debemos concluir que algo falla en lo que nos han dicho sobre
el asesinato.
-¿Pero por qué razón nos querrían engañar’
-Tal vez porque, y nunca he deseado más equivocarme, el asesino no llegó
a salir de la mansión ...
-O bien escapó por otro medio y los habitantes de Lytton Hall dedujeron
que lo había hecho saltando al estanque.
-Lo cual no tiene mucho sentido, ya que ellos mismos debieron reparar en
algún momento en que el estanque estaba congelado, y por tanto resultaba
imposible saltar a él sin matarse.
-En ese caso, ocurre algo muy extraño.
-Sí, realmente extraño.
-Henry, ¿crees que Mary podría estar corriendo peligro?
-No lo sé, Samuel, no lo sé.
Ninguno de los ocupantes del carruaje volvió a hablar aquel día.
VII
Los días, como ha sucedido
siempre, se fueron sucediendo con parsimonia, el desolado y frío invierno
dejando paso al renacimiento vital de la primavera, durante los cuales la mente
de sir Henry fue un torbellino, invadida como se hallaba por miles de ideas que
podrían englobarse en tres corrientes de pensamiento distintas y de muy
diversos sentidos que circulaban velozmente por su imaginación sin que él
supiese muy bien cómo acomodarlas. Por una parte, estaban aquellas
irregularidades en las declaraciones de los habitantes de Lytton Hall; por
otra, aquel sentimiento emergente hacía tantos años aparentemente extinguido
que reaparecía ahora de la mano de Mary: sir Henry lo había conocido una vez,
hacía tiempo, y quien lo conoce una vez no lo olvida nunca. De forma que en las
sucesivas visitas a Lytton Hall que tuvieron lugar en aquellas semanas tuvo
tiempo de reconocerlo como lo que era: amor. Pero en tercer lugar, se hallaba,
en confrontación con este último, el recuerdo de Agnes, sombra perpetua en la
mente de sir Henry que no se resignaba a desaparecer, y que él mismo tampoco
quería dejar ir.
Cada una de las visitas fue
acompañada de algún notable cambio; así, sir Henry tuvo tiempo de conocer a
Mary con una energía renovada, en su papel de señora de una gran mansión: nuevo
servicio fue contratado, las cortinas dejaron paso a la luz con la misma
intensidad con que antes la habían repudiado, las pútridas aguas y los musgos
del estanque fueron removidos, las extensas superficies de polvo de las
numerosas estancias desaparecieron, y un cierto aire de renovación inundó la
casa; incluso, si bien no llegó a abandonar el luto, lo cual hubiese
constituido un enorme escándalo en aquel que era, pensaba sir Henry, el más
chismoso de todos los pueblos, Mary sustituyó su austero vestido negro por
otros vestidos de igual color pero mayor elaboración. Todos estos cambios se
hallaban en estrecha relación con sir Henry, pues este no desaprovechaba las visitas a Lytton Hall para colmar de
atenciones a Mary, impelido por aquel sentimiento emergente que albergaba en
secreto, aunque, por supuesto, de ello nada decía a Mary, que se comportaba con
sir Henry como con un amigo íntimo, pero nada más. Paseaban juntos por los
jardines, comentando los chismes del pueblo, los cambios efectuados en la casa,
los proyectos de Mary, entre los cuales destacaba uno que a sir Henry le
resultaba particularmente atractivo, por razones egoístas, si era sincero
consigo mismo: Mary había tomado la determinación de pasar en año en la ciudad,
y tan sólo los veranos en Lytton Hall, lo cual supondría una cercanía enorme
para él y ella.
VIII
Pero los acontecimientos,
innecesario es decirlo, siguen sus propios designios y no rinden pleitesía a
ninguna suerte de Parcas, de modo que un día, la última semana de primavera,
cuando la promesa del verano era ya un hecho consumado, sir Henry, que ya había
prolongado más de lo previsto su estancia en casa de lord Halifax, decidió dar
un paso que le cogió por sorpresa a él mismo. Era como si otro espíritu
distinto del suyo hubiese tomado posesión de su cuerpo y hubiese decidido por
él, de forma que bastante temprano (entiéndase con respecto a los horarios que
marcan la educación y el buen gusto en lo referente a la realización de
visitas) ordenó que preparasen un
carruaje para ir a Lytton Hall, cosa que no sorprendió a nadie, visto que lo
había hecho con gran frecuencia en las últimas semanas. En realidad, todo el
mundo sospechaba el motivo de las idas y venidas de sir Henry, excepto, al
parecer, la ingenua Mary, que sólo por su juventud quedaba disculpada de
ignorar tan elemental conocimiento de la naturaleza humana y los mundanales
negocios.
No eran aún las diez y
media de la mañana y sir Henry ya había llegado a su destino. Repentinamente,
sir Henry fue consciente de que los torturadores pensamientos que albergaba
últimamente acerca de su fallecida esposa había sido espantados por la luz del
sentimiento que albergaba hacia Mary: de Agnes no le quedaba ahora sino el
recuerdo de los momentos alegres y felices. Recordó una frase de Lucrecia
Borgia que, de alguna forma, le resultó un tanto siniestra: “No hay que
preocuparse por el porvenir, no entristecerse y sólo retener del pasado lo que
deja de sabroso”.
Incluso a esta temprana
hora, el sol veraniego brillaba refulgente en el despejado cielo azul, y de la
crudeza terrible del invierno no quedaba más que la triste memoria. Mary estaba
paseando por el jardín, en el que ya no había árboles secos, pues habían sido
talados y sustituidos por hermosos arbustos y parterres de flores olorosas de
colores muy vistosos. La joven se acercó al carruaje avanzando lentamente, con
una flor amarilla entre los dedos.
-¡Buenos días! Veo que eres
aficionado al sano hábito de madrugar –saludó Mary haciéndose visera con la
mano para evitar el daño del sol mientras miraba a sir Henry, que se estaba
apeando del carruaje.
-¡Buenos días! En efecto;
desde pequeño mis padres me enseñaron que cuanto más temprano se levanta uno
más tiempo tiene para hacer las cosas –sonrió sir Henry-.
-¿Y qué cosas pueden ser
tan urgentes que te traigan a Lytton Hall a una hora tan temprana?
Hubo un momento de
indecisión que se esfumó rápidamente.
-Fue el deseo de hablarte
el que me empujó a venir a hora tan intempestiva; espero no haberte molestado
–añadió sir Henry con sincera preocupación-.
-¡Qué va! Pero me tienes
intrigada: ¿de qué asunto deseas hablarme con tanta urgencia?
-¿Te parece que nos
sentemos?
-Como gustes –respondió la
joven, divertida-.
Al compás del agradable
sonido que sus pisadas producían en la blanca grava, se acercaron a un banco de
piedra que había emergido de entre la maleza tras mucho tiempo de olvido.
-Debo advertirte de que el
asunto del que deseo tratar contigo en un tanto delicado ...
-Habla tranquilamente y con
franqueza –dijo la joven, creyendo que sir Henry exageraba en sus cuidados-.
-No soy amigo de decir las
cosas de ninguna forma que no sea la más directa, de modo que en esta ocasión
me guiaré igualmente según es mi costumbre. Ya sabes, pues te he hablado mucho
de ello, que desde que mi difunta esposa, Agnes, me abandonó, no he vuelto a
considerar nunca la posibilidad de casarme ...
La joven no comprendió,
pues no podía, las implicaciones de lo que sir Henry le estaba diciendo, de
modo que creyendo conocer el resto del discurso, interrumpió a sir Henry:
-¡Qué feliz me siento por
ti, amigo mío! ¿Quién es la afortunada? –inquirió la joven, sinceramente
alegre-.
Sir Henry experimentó un
momento de turbación intensa ante aquella espontaneidad; apenas pudo murmurar
inconexamente:
- ... yo ... ciertamente ... la esperanza, tenía ... tenía la esperanza ...
-¿Cómo dices? Me temo que no te he ...
-¡Se
trata de ti! –exclamó sir Henry interrumpiéndola, no pudiendo contenerse más-.
-¿Cómo es posible? ¿De mí?
-Mary, escúchame, te lo ruego –dijo
sir Henry ante el intenso rubor de ella-; desde el primer momento en que te vi
comencé a albergar sentimientos que creía hace tiempo olvidados; tuve que ser
sincero y confesarme a mí mismo que te amaba; espero no haberte ofendido con mi
actitud, pero se trataba de algo que necesitaba compartir contigo.
-Me maravillo, señor, de vuestro
comportamiento. ¿Habéis hablado de esto con lord Halifax? ¿Qué piensa él al respecto?
–Mary estaba sumamente agitada-. Pero ... no ... aunque ... ¡no, nunca será
posible!
Y con estas palabras la joven se
puso en pie y echó a correr hacia la casa. En pocos segundos, su imagen había
desaparecido en su interior. Sir Henry no juzgó oportuno correr tras ella, así
que ordenó al postillón que le condujese de regreso a la mansión de lord
Halifax. Antes de marcharse, dedicó una triste mirada a la flor amarilla que
Mary había llevado unos instantes antes en sus manos, y que ahora yacía tirada
en el suelo.
IX
Mientras la paz reinaba en el resto
de aquel hogar, y cada uno se dedicaba a sus quehaceres (lord Halifax y Mildred
comían charlando amigablemente sin sir Henry, que se había disculpado con ellos
pretextando un dolor estomacal), en el dormitorio de sir Henry se libraba una
batalla, o, más bien, estallaba una tormenta: si ello fuera posible, una
borrasca habría tomado el lugar del techo y el Diluvio Universal tendría lugar
en aquella estancia ¿O tenía lugar ya realmente? Así era, en efecto, no puede
cabernos duda alguna, pues el Diluvio mismo tenía lugar en el rostro de aquel
hombre: sir Henry hacía algo que no había hecho desde el mismo día de la muerte
de su esposa, en los días en que aún era joven, en días que ahora semejaban tan
alejados: lloraba.
Lloraba, sí, y lloraba con ese
llanto desesperado del que sólo son capaces los enamorados o los padres que
pierden un hijo, con ese llanto que parece no hallar consuelo en ninguna cosa
del Universo. Pero, ¿por qué lloraba? Sir Henry se llevó las manos a la cabeza
con violencia, como intentando evitar que una misteriosa fuerza interna la
hiciese reventar; fugazmente, de forma casual, vio su imagen en el espejo y
consideró algo completamente disparatado ver a un hombre de su edad en aquella
actitud. Sin embargo, aunque intentó reprimir sus sollozos, le resultó
imposible.
“vamos a ver henry qué sucede
piensa un momento acaso podías esperar una respuesta afirmativa de ella sé
sincero no no podías ella es muy joven recientemente viuda la gente se casa muy
enamorada a esas edades piensa en ti y agnes”
Este recuerdo de su esposa le
provocó una intensa punzada de dolor en el corazón.
“tiene algún sentido que la ames
ciertamente el amor no tiene sentido en ningún caso pero qué necesidad tienes tú
de una mujer”
Al mismo tiempo que una parte de su
pensamiento discurseaba así, la otra sólo podía pensar en Mary turbada, en Mary
diciendo (¿no era aquello lo que había dicho?) que nunca le amaría, en Mary
corriendo al interior de la casa, ¿cómo podría una joven como Mary amar a un
viejo como él? ¡Qué ingenuo! ... Sir Henry se cubrió el rostro con una mano y
se sentó en el borde de la cama ... no era más que un imbécil ... un idiota.
Se tumbó de espaldas, y, muy a su
pesar, pronto se quedó dormido, a pesar que la luz entraba a raudales por la
ventana abierta; pero se quedó dormido en uno de esos sueños pesados e
intranquilos que nos asaltan cuando tenemos preocupaciones; se quedó dormido
preguntándose (no era la primera vez), como todo el mundo se pregunta en alguna
ocasión de su vida, si sería posible morir de dolor, y si la desventura tiene
fin o es infinita.
Sir Henry despertó sobresaltado
bastantes horas después, a causa del fresco que penetraba por la ventana
abierta, cuando la luz del día ya había desaparecido casi por completo. Se
incorporó y se quedó sentado en el borde de la cama mientras recuperaba el
equilibrio. Se restregó la cara con las manos. Se sentía sucio, pegajoso,
incómodo con la ropa con la que se había quedado dormido. Caminó tambaleándose
hasta la ventana y consultó su reloj a la luz de la luna: las nueve y media.
Sir Henry sabía que sus anfitriones cenaban tarde, de modo que decidió tirar
del cordón que accionaba la campanilla para avisar al servicio. Cuando la
sirvienta llamó ligeramente a la puerta, sir Henry la mandó pasar y se hizo
preparar un baño. Cuando la sirvienta se retiró para realizar el encargo, sir
Henry se quedó sólo a la luz de un quinqué, tan débil como él mismo se sentía
en aquel momento. Una y otra vez repasó los hechos de la mañana, y una y otra
vez los mismo pensamientos recorrieron su cabeza sin darle un segundo de
sosiego. Cuando media hora más tarde le avisaron de que ya podía tomar su baño,
sir Henry se sintió reconfortado, y toda sensación desagradable pareció
atenuarse cuando se sumergió en el agua deliciosamente tibia que hizo que su
cuerpo aterido recuperase el calor.
Ya aseado y con esa sensación que se
siente después de bañarse de que el agua ha purificado tanto por fuera como por
dentro, sir Henry se dirigió al comedor, donde lord Halifax y Mildred le
aguardaban para cenar.
Sir
Henry acababa de entrar en el comedor y lord Halifax no había tenido tiempo más
que para decir “¡Ah, Henry, me alegro de que ya te encuentres mejor!”, cuando
el mayordomo llamó a la puerta y anunció que el padre Simons aguardaba para ser
recibido.
-¡Qué extraño!¿Qué querrá a estas
horas? Dígale que pase, le recibiré aquí mismo.
El mayordomo se retiró y unos
segundos después entró en el comedor el hombre más anciano que sir Henry
hubiera visto nunca.
Sobre sus huesos no se apreciaba que
hubiese otra cosa que no fuese piel, ningún rastro se percibía de carne o
músculos; la redonda cabeza era coronada por un ralo cabello blanco; las cejas
espesas eran de igual color; la figura caminaba algo encorvada, tal vez porque
aun así era un hombre alto; sin embargo, se movía con cierta agilidad, y,
cuando estuvo suficientemente cerca como para poder apreciarlo, sir Henry
observó que el anciano poseía unos ojos intensamente azules y una mirada de
gran perspicacia e inteligencia.
-¡Padre Simons!¡Qué placer verle por
aquí! Dígame, ¿a qué debemos esta visita inesperada? –inquirió afablemente lord
Halifax, que se había puesto en pie, mientras estrechaba la mano del
sacerdote-.
Este echó una mirada de desconfianza
a sir Henry.
-¡Oh, no se preocupe por él, es mi
amigo sir Henry Bellingham!
El sacerdote extendió su mano hacia
sir Henry y dijo “Un placer” con una voz fuerte y grave. Sir Henry apreció que
el anciano daba la mano con fuerza.
-Si he venido hasta aquí a horas tan
intempestivas –comenzó- es porque tengo una información fidedigna acerca de un
hecho que es de su incumbencia, y porque considero oportuno que usted se entere
antes de que el asunto ande en boca de todos mañana por la mañana.
-¿Y de qué se trata, padre?
-Se ha encontrado al asesino de Mr.
Stanhope.
La sorpresa y el anonadamiento se
extendieron por la sala: hacía meses que se investigaba el asunto sin ninguna
esperanza; era como si el asesino hubiera sido un fantasma y, después de
cometer su fechoría, se hubiese desvanecido en la nada
-O, más bien, debería decir asesina.
La sorpresa si hizo mayor.
-¿Y quién ha sido? –preguntó
Mildred-.
-Bien, quizás no venga al caso, pero
les contaré la historia completa. Esta tarde se me avisó de que la viuda
Seymour requería la extremaunción, pues su enfermedad había empeorado y estaba
ya a las puertas de la muerte. Sin embargo, cuando llegué la encontré
completamente lúcida, y, diciéndome explícitamente que cuanto me iba a contar
no me lo contaba bajo secreto de confesión, me pidió consejo acerca de un
asunto: ¿debía informar al juez Wilson de que ella sabía quién había asesinado
a Mr. Stanhope? ... ¿Conocen ustedes a Jane Barrett? –se detuvo el sacerdote-.
-Jane Barrett, Jane Barrett ... –Mildred hacía memoria-. ¡Ah, sí!
Es esa joven que vive cerca de la viuda Seymour, que se ha quedado embarazada
pero no se sabe de quién ... ¿Nunca te he hablado de ella, Samuel?
Lord Halifax no tuvo tiempo de
responder, pues el anciano sacerdote ya hablaba de nuevo:
-Pues bien. La viuda Seymour,
aconsejada por mí, decidió contar al juez Wilson que había visto a Jane Barrett
regresar envuelta en su capa y encapuchada a su casa la misma noche en que
asesinaron a Mr. Stanhope por el camino de Lytton Hall. Supongo que no es
necesario que les siga contando la historia para que ustedes sepan cómo sigue
...
A nadie de aquella habitación se le
ocultaba que lo que había sucedido era lo siguiente, detalle más o detalle
menos: Jane Barrett y Mr. Stanhope habían mantenido una relación; ella había
quedado embarazada; al usar el embarazo para chantajear a Mr. Stanhope,
amenazándole con hacer público el asunto, este no había cedido; ella, al verse
abocada a la vergüenza pública, decidió vengarse y le asesinó, o tal vez lo
hizo en un arrebato durante una de sus conversaciones.
Todos estaban atónitos.
-¿Lo saben en Lytton Hall?
-Precisamente de allí vengo
–respondió el sacerdote-.
X
La
ejecución fue fijada por el juez Wilson para un día de la última semana de octubre.
Hasta entonces, el tiempo pareció pasar volando. Sin embargo, algunas cosas de
interés sucedieron entre tanto: algunas visitas a Lytton Hall, aunque muchas
menos que hasta entonces; y, sobre todo, dos conversaciones.
La primera fue entre lord Halifax y
sir Henry, tuvo lugar pocos días después del encuentro con el padre Simons, y
versó, como se puede suponer, sobre Mary.
-Quiero que sepas, Henry –había
dicho lord Halifax- que, aunque todo esto me coge por sorpresa, no me opongo,
si ella lo desea, a que te cases con Mary.
-El problema, Samuel, es,
precisamente –replicó sir Henry con amargura-, que ella no lo desea.
-Supongo
que era de esperar. Su viudez es aún reciente y, especialmente ahora, con todo
lo que está ocurriendo, no creo que para ella sea el mejor momento para hablar
de estos asuntos. Sin embargo, tu presencia le hace mucho bien, no hay más que
ver el cambio que ha experimentado desde que tú llegaste, ¿o acaso has olvidado
cómo estaba Lytton Hall la primera vez que la viste? No te desanimes tan
pronto, dale un poco de tiempo. En otra ocasión, si mi memoria no me engaña, y
creo que no me engaña, no te importó esperar –añadió con una carcajada lord
Halifax, en referencia al mucho tiempo que en su juventud sir Henry había
dedicado a rondar a Agnes-.
La
segunda conversación a que antes aludíamos fue entre Mildred y Mary, tuvo lugar
pocos días después de la conversación entre lord Halifax y sir Henry, y versó,
como se puede suponer, sobre este último.
-Querida
–comenzó Mildred como si hablase de la lluvia, algo que solía hacer para coger
desprevenido a su interlocutor-, me he enterado por algunas damas del pueblo de
mi entera confianza de que sir Henry Bellingham te ronda ... ¿No te parece
disparatado?
Mary
enrojeció casi tanto como las rosas que estaban sobre el aparador, pero
respondió:
-¿Y
por qué habría de parecerme disparatado? Sir Henry es un caballero que reúne
grandes virtudes, y es normal que desee tomar esposa, incluso tras tantos años
de viudedad.
“¡Te
cogí!”, pensó Mildred.
-¿Luego
es cierto que te ronda? ¡Oh, qué chisme más bueno voy a tener para contar!
-Por
favor, tía, no se te ocurra hacer semejante cosa –dijo Mary con auténtico
horror-. Si me prometes no revelar nada de cuanto hablemos, te contaré la
verdad.
-¡Soy
una tumba! ¿Crees realmente que contaría algo que me confiases tan íntimamente?
–dijo Mildred, mientras sonreía interiormente y se felicitaba por su habilidad
para obtener respuestas de sus víctimas-.
Mary
le contó a Mildred la conversación que había mantenido con sir Henry en el
banco, cuál había sido su reacción ...
-¡Pero
niña! ¿Se puede saber por qué actuaste así? Creí intuir por tus palabras que
algo sentías por sir Henry aparte de amistad ...
-¡Así
es, no puedo negarlo!
-¿Entonces?
-Entonces
hay cosas que no están destinadas a ser, y no podrán ser nunca por más que se
intente.
Dicho
lo cual, Mildred no pudo arrancar a la joven ni una sola palabra más sobre
aquel asunto, y la conversación no se prolongó mucho más, pues la joven
pretextó un terrible dolor de cabeza. Cuando lord Halifax y Mildred pudieron
contrastar los resultados de sus respectivas pesquisas, llegaron a la
conclusión de que era mejor dejar las cosas como estaban, no entrometerse, y
que sir Henry y Mary resolviesen sus asuntos como mejor pudiesen; pero, como
lord Halifax le dijo a su esposa, “Alguien va a sufrir”.
En las pocas visitas que sir Henry
realizó a Lytton Hall desde su conversación en el banco con Mary, este pudo
comprobar que, con cierta frecuencia, la joven se sumía en un mutismo
melancólico, del cual no era fácil rescatarla. Cierto es que tenía un motivo de
alegría, y este era que el comportamiento de Mary hacia él no había variado,
aunque se notaba entre ambos una cierta tensión.
Y, de este modo, llegó el día de la
última semana de octubre que el juez Wilson había fijado para la ejecución de
Jane Barrett.
XI
La
noche anterior a la ejecución llovió incesantemente, debido a lo cual la plaza
del pueblo, donde tendría lugar la consumación de la condena, se transformó en
un lodazal apestoso y peligrosamente resbaladizo. En el centro de la plaza se
alzaba un artilugio que no se veía desde bastantes años atrás en aquel lugar;
incluso los más ancianos tenían que hacer memoria durante unos segundos antes
de poder recordar con seguridad el nombre y el rostro del último ejecutado.
Aquel artilugio era la horca.
En los días previos a la ejecución,
corrieron algunas bromas macabras sobre el adecuado funcionamiento del
artefacto después de tanto tiempo de inactividad, en tanto que las almas
caritativas se dedicaban a decir a quien estuviese dispuesto a escucharlas que,
sin duda, la hora era un invento del mismo demonio.
Un numeroso grupo de gente se
congregó en la plaza poco antes de las doce del mediodía, hora fijada para la
ejecución, y en primer lugar se hallaba, como era preceptivo, la viuda del
asesinado, rodeada por lord Halifax, Mildred y sir Henry. Mary se hallaba en un
evidente estado de agitación nerviosa, algo natural, dada la situación: por fin
se iba a situar frente a la asesina de su marido, iba a poder mirarla a la
cara, iba a poder clavar su odio en ella con su mirada de acero.
Un intenso murmullo resonaba en la
plaza, rebotando contra las paredes de las casas que la rodeaban, y no decreció
un ápice cuando las puertas de la humilde y pequeña prisión se abrieron para
que saliera la rea, flanqueada por dos hujieres y seguida por el juez Wilson y
el padre Simons. Allí estaba, ante la mirada escrutadora del pueblo, Jane
Barrett, la asesina de Mr. Stanhope, su pelirroja melena desgreñada, el rostro
contraído por el miedo, los ojos claros turbios por el llanto ...
Jane Barrett temblaba como un árbol
en invierno, pero no se resistía y se dejaba conducir dócilmente por los
hujieres; subió lentamente los estrechos escalones de madera de la alta horca,
y se situó en su centro.
-Jane
Barrett –tronó el juez Wilson-, se te ha acusado del asesinato de Robert
Stanhope, cargo del que has sido hallada culpable, y se te ha acusado asimismo
de adulterio, cargo del que también has sido hallada culpable; tú misma te has
declarado inocente del primer delito, si bien no del segundo, del cual poseemos
una prueba determinante: ¡tu hijo! –casi aulló el juez al pronunciar estas
palabras, al tiempo que señalaba a una mujer que había sido encargada de cuidar
de entonces en adelante al hijo de la acusada-. Del primer cargo se te acusa
por el testimonio de la viuda Seymour, mujer de respetabilísima reputación, y
se te ha hallado culpable de él porque ha sido encontrada en tu casa la pistola
con la que realizaste los dos disparos contra Robert Stanhope, y en su tambor
quedaban todavía balas que coinciden con las extraídas del cadáver del finado.
Así pues, se te condena a morir en la horca. En esta hora final, donde estás
próxima a la conclusión de tus días y al cumplimiento tanto de la justicia
humana como de la divina, por última vez, Jane Barrett, ¿cómo te declaras
públicamente? –inquirió el juez Wilson, que con su desordenado cabello
entrecano y togado de negro semejaba un cuervo-.
-Inocente, señor–respondió Jane
Barrett con voz alta y clara aunque temblorosa-.
El padre Simons se aproximó a la rea
para realizar su confesión final, encomendar su alma, y absolverla de sus
pecados. Cuando hubo finalizado, y a un gesto del juez Wilson, uno de los
hujieres se aproximó a la rea, ajustó la soga alrededor de su cuello y se
retiró. El otro hujier extendió el brazo y agarró la palanca que accionaba el
mecanismo que retiraría el suelo de debajo de Jane Barrett, dejándola
suspendida en el aire después de que su caída fuese frenada bruscamente por la
soga, lo que seguramente, si tenía suerte, le provocaría un desnucamiento antes
que una muerte por asfixia.
El murmullo popular había
desaparecido, y había sido sustituido por ese aterrador silencio que sobrecoge
a todo el mundo ante la inminencia muerte. Únicamente fue roto por el llanto de
un niño, el hijo de Jane Barrett.
El músculo del hujier que aguantaba
la palanca se tensó para iniciar el movimiento cuando alguien de entre los
presentes se adelantó, resbaló en el lodo cayendo al suelo, y gritó:
-¡Deteneos ... deteneos, esa mujer
es inocente! –la sorpresa sobrevoló el lugar, pues quien se había adelantado
era nada menos que la viuda del asesinado, que había resbalado y estaba
arrodillada en el suelo intentando incorporarse con las manos, su vestido y
cuerpo ensuciados por el lodo-.
-Mary Stanhope –tronó de nuevo el
juez Wilson-, ¿qué razón tienes para interrumpir esta ejecución y afirmar que
la rea es inocente?
-La razón que me da conocer la
verdadera identidad del asesino –respondió Mary con firmeza y sin amilanarse
ante la dura mirada del juez-.
Un murmullo intenso se alzó
nuevamente, pero desapareció en cuanto habló el juez para conocer la respuesta
a aquella nueva interrogante.
-Habla, mujer: ¿quién es el asesino
entonces si no lo es Jane Barrett?
-Yo misma.
XII
El
escándalo y confusión que tuvieron lugar a reglón seguido se pueden imaginar
fácilmente sin que sea necesario describirlos aquí. Jane Barrett se desplomó
inconsciente y a punto estuvo de ahorcarse accidentalmente. Por fortuna el
padre Simons pudo sostenerla hasta que los hujieres la desembarazaron de la
soga y la condujeron en volandas mal como pudieron al interior de la prisión,
adonde los siguió la mujer encargada de cuidar del hijo de la acusada; el juez
Wilson ordenó que condujesen a Mary al interior de la prisión, pero los
hujieres estaban ocupados trasladando a Jane Barrett, de suerte que él mismo
agarró a la joven por el brazo después de descender de la alta horca no se
sabía cómo, tal vez volando como el cuervo que semejaba ser; lord Halifax,
Mildred y sir Henry los siguieron, pero el juez les prohibió la entrada en la
prisión, de modo que decidieron que lo mejor que podían hacer era regresar a la
mansión. La gente estaba, como suele suceder en estos casos, dividida en
distintas opiniones: unos gritaban que Mary debería ser apedreada, otros que
había habido algún tipo de error, que la joven se había vuelto loca, que era
imposible que ella hubiese asesinado a su marido; en definitiva, todo tipo de
opiniones podían oírse (esto es un decir, puesto que la algarabía era tan
terrible que nadie entendía lo que decía la persona que tenía al lado). En un
momento dado incluso tuvieron que intervenir las fuerzas del orden, pues
algunos hombres y mujeres que sostenían pareceres distintos se habían enzarzado
en una encarnizada pelea. Todo ello fruto, como ya sabemos, de la irreflexión y
apasionamiento con que suelen actuar las multitudes.
Por su parte, en la mansión de lord
Halifax se vivían escenas igualmente confusas: lord Halifax recorría sin rumbo
los pasillos de su casa gritando cosas incomprensibles sobre la iniquidad del
Destino y la perpetuidad de la Desgracia. Sir Henry se había dejado caer en un
sillón y lloraba inconteniblemente como un niño que se ha perdido, y Mildred no
sabía qué hacer, de forma que se desahogó como suelen hacerlo las personas con
un temperamento artístico: se sentó ante el clavecín de la biblioteca y durante
una hora no dejó de tocar las más furibundas y tristes de las sonatas de
Scarlatti.
XIII
La
prisión olía a moho y humedad y era
lúgubre como se dice que es la morada del lobo. El hujier que precedía a sir
Henry se detuvo de golpe, introdujo la negra llave en la oxidada cerradura, se
volvió hacia sir Henry manteniendo el brazo estirado hasta el asa de la puerta
de basta madera, dijo “Media hora” hoscamente, abrió la puerta, sir Henry entró
y la cerró ruidosamente tras él; a continuación, se oyó cómo sus pisadas se
alejaban pasillo adelante. Sir Henry esperó unos segundos a que sus ojos se
acostumbrasen a la oscuridad casi total de la celda. En un rincón pudo
distinguir, revuelto, un catre, pero la abertura en la parte alta de uno de los
muros de piedra oscura estaba más cerca del rango de mero agujero o grieta que del
de claraboya o ventana. Aparentemente,
la celda estaba vacía, lo cual turbó a sir Henry ... ¿Habría escapado Mary?
-¿Mary?
–preguntó en voz baja a la oscuridad, como si temiese perturbar su reposo-.
Súbitamente
(sir Henry dio un respingo y su corazón se puso a latir frenéticamente), una
figura pálida se colocó a su lado, como si hubiese aparecido allí por ensalm:
era Mary, pero, de alguna forma, ya no era Mary, no era Mary tal cual sir Henry
la había conocido. Sir Henry no recordaba que Mary estuviese vestida de negro
el día que la habían conducido a la prisión: el mismo vestido seguía luciendo
ahora, tantos días después, y las mismas manchas de lodo seguían en él, también
en sus manos y su rostro. Era, por tanto, normal que sir Henry no la hubiera visto
inicialmente, hubiera sido como ver a un cuervo volando en una noche nublada.
Pero aquel rostro era distinto; sir Henry hubiera dicho que era un cuerpo,
vivo, sí, pero que ya no albergaba un alma: no había candidez en su mirada, ni
el hermoso rojo de las mejillas ... sólo había derrota, fracaso, desesperación
serena, frío, naufragio ...
-¿A
qué vienes, Henry? –habló alguien desde dentro del cuerpo de Mary (“¿Era esta
su voz?”, se preguntó sir Henry)-. ¿Acaso deseas saber la verdad de mi caso?
Sólo dos palabras son necesarias para contenerla, tan pequeña es: soy culpable.
-¿Pero
cómo, por qué? No lo entiendo, Mary ...
-Te
lo contaré rápidamente.
Mary
se sentó en el borde del catre y comenzó a hablar parsimoniosamente, con
serenidad, como si contase algo hacía mucho tiempo olvidado o que le hubiese
sucedido a otra persona.
-Siempre
dudé de la fidelidad de mi esposo. Es verdad, sin embargo, que mis sospechas
fueron siempre infundadas. Lo fueron, no obstante, hasta una noche ... ¡Dios
mío, cómo pudo atreverse a tanto! Yo me había retirado a mi habitación, y
comenzaba a quedarme dormida cuando unos gritos me despertaron ... presté
atención, pero no oí nada, así que pensé que habría sido uno de esos ruidos que
oímos durante el sueño y que a veces nos parecen reales y nos despiertan, o tal
vez el ruido del viento, pues aquella noche hacía muy mal tiempo. Me levanté
para beber un poco de agua y distraer mi cabeza antes de intentar nuevamente
quedarme dormida. Pero entonces, con total nitidez, la oí gritar una vez más
...
-¿A
quién oíste gritar?
-¡A Jane Barrett!
-¿Y
qué tiene que ver ella en todo esto?
-Los
gritos me alarmaron –continuó Mary sin responder a la pregunta-. Salí de mi
habitación y me orienté en la oscuridad siguiendo los gritos, que me condujeron
a la biblioteca, donde mi esposo solía permanecer hasta tarde. Escuché. De su
interior provenían los gritos de una discusión terrible, pero no podía
distinguir con claridad lo que decían. Me aproximé a la puerta y la entreabrí;
me detuve a escuchar otra vez. Me llegaban dos voces: una era le de mi esposo;
la otra, de una mujer que no me resultaba conocida. Ella estaba diciendo “¡Por
favor, señor, tenéis que ayudarme, este hijo que llevo en las entrañas es
vuestro!”, y él le respondió “¡Mientes! Yo jamás tocaría a una mujer como tú”;
“¿Pero qué será de mí y de mi hijo sin vuestra ayuda?”, le dijo ella a Robert;
“¡Eso es algo que no me importa en absoluto!”, le respondió él, y oí cómo su
cinto restallaba en su carne; mi alma se estremeció, pues también mi carne
había probado ya aquel cinto ... ¡Ah, Henry –por un momento sir Henry reconoció
a la Mary de antes-, si pudiera describirte con qué desprecio hablaba Robert a
aquella pobre mujer ... Entré en la biblioteca, y desde entonces todo cuanto
hice me parece ahora que lo hice como si fuese otro quien dominaba mi cuerpo.
Pregunté qué estaba sucediendo, pero por toda respuesta Robert se acercó a mí a
grandes zancadas y me abofeteó, diciéndome que las buenas esposas no se
entrometen en los asuntos de sus maridos. Pero esa mujer ... Jane Barrett ...
me contó todo a gritos; cómo Robert la forzó y cómo ahora ella estaba encinta,
y necesitaba de nuestra ayuda para proteger a su hijo de una vida de oprobio y
miseria ... Robert me abofeteó nuevamente, y me echó a empellones de la
biblioteca, mientras ella le gritaba “¡No la golpeéis, señor, la vais a
matar!”; él le dijo, por toda respuesta, “Golpeo en lo mío; ¿prefieres que te
de a ti?”; recuerdo que me dijo, lo recuerdo con toda claridad, que me fuera a
dormir. Cerró la puerta de la biblioteca y siguió gritando ... Corrí a un
cuarto en el que hacía tiempo que no entraba, donde guardaba algunas cosas
heredadas de mi familia y busqué como una loca hasta que la encontré ... ¡la
pistola de mi padre! Regresé a la biblioteca y lo que vi me llenó de espanto:
Robert intentaba forzar de nuevo a aquella mujer; le llamé; se volvió hacia mí,
se vistió mientras se me acercaba, cogió un hierro de atizar la chimenea, lo
alzó y siguió acercándose a mí, mientras me decía “¡Ahora vas a aprender a
obedecerme!” ... Yo levanté el arma y le apunté, no pensé más, apreté el
gatillo una vez y le acerté en un hombro; apreté nuevamente, y la bala traspaso
su cabeza. Luego corrí hasta donde estaba Jane Barret y le dije: “¡Huye antes
de que alguien venga!”; le entregué la pistola, no sé por qué me fié de ella,
pero me daba la impresión de que podía confiar en aquella pobre mujer, y le
dije que se deshiciese de ella; “Yo cuidaré de ti y de tu hijo cuando este
nazca”, le dije dándole unas monedas que cogí del cajón del escritorio, “ahora,
¡vete!”. Ella cogió el dinero y la pistola, me agradeció mi generosidad y se
marchó por la puerta. Nunca he logrado saber cómo entró ni cómo salió sin que
la viesen, pero al poco tiempo, cuando ya se oían pasos y voces acercándose yo
la vi salir por la puerta principal, atravesar el jardín en medio de la
terrible ventisca y perderse en la oscuridad. Entretanto, abrí la ventana, y
urdí la mentira de que había alguien en la mansión que había disparado contra
Robert y después había huido por la ventana saltando al estanque; si alguien se
dio cuenta de que el estanque estaba helado no lo dijo ... Después me puse a
grita como una histérica, a fingir mi papel de desconsolada viuda ... en cuanto
a Jane Barrett ... la muy tonta imaginó que guardando la pistola en su casa la
guardaba en un lugar seguro ... ¿quién iba a buscarla allí? Nadie, si esa
entrometida viuda Seymour no hubiese hablado de lo que no sabía. Yo me hubiese
quedado así, sola en mi mansión, consumiéndome, para siempre jamás, si tú no
hubieses aparecido ... pero yo no tenía derecho a mancharte con mis pecados ...
A
sir Henry le calló una lágrima por la mejilla; preguntó:
-Pero,
si callaste primero, ¿por qué hablaste después?
-Primero
callé por miedo; después, hablé por remordimiento: no podía dejar morir a una
inocente ante mí, sabiendo lo que sabía; no podía dejarla morir en mi lugar; y
mucho menos podía privar a un hijo de su madre, puesto que ya lo había privado
de su padre .... ¿No recuerdas el llanto de ese niño cuando su madre se
encontraba al borde de la muerte? Hay un hilo sutil que une a padres e hijos, y
cuando ese hilo se rompe, jamás puede ser reparado ... Se me partía el alma al
oírlo. No lo podía permitir ... Lo que no entiendo ... es por qué no habló ella
... supongo que pensó que nadie la creería, y que confió en que yo me haría
cargo de la criatura ...
-Pero
es injusto que tú seas ejecutada, Mary, actuaste defendiéndote, defendiendo tu
honor, empujada por la pasión del momento ...
-Eso,
como bien sabes, Henry, la Ley no lo considera motivo para que no se me
ejecute.
Sir
Henry estrechó a Mary entre sus brazos y le dio un casto beso en la frente.
Cuando
salió de aquella celda, le había hecho una promesa a Mary. Como abogado que
era, sir Henry sabía perfectamente que la Ley condenaba a muerte en la horca a
las mujeres que asesinaban a sus maridos sin hacer distinciones entre casos ...
pero eso no evitó que se dirigiese al juez Wilson para consultar con él si
existía alguna posibilidad de liberar a Mary. La respuesta fue negativa.
XIV
La
ejecución se fijó para un día de la tercera semana de noviembre. Sir Henry no
quiso asistir de ningún modo, aunque eso suponía dejar solos a sus amigos en
aquel trance dolorosísimo. La salud de lord Halifax, y también su carácter, se
habían resentido últimamente, pero sir Henry confiaba en que, con aquella
fuerza que sacaba no sabía de dónde, se recuperaría pronto. “Estaremos bien”,
le había dicho Mildred; de forma que no se preocupó más por este asunto.
Sir
Henry fijó el día de su partida para la mañana de la ejecución: no quería estar
allí cuando sus amigos regresasen a casa, no quería ver en sus rostros, en sus
ojos, lo que no quería presenciar en la plaza del pueblo. Le pareció cobarde,
le pareció que huía, que abandonaba a sus amigos en un momento en que le
necesitaban, que era un traidor, pero una fuerza superior a él mismo le
impulsaba a irse en aquel preciso instante. Así, mientras el pueblo en pleno se
daba cita en la plaza a mediodía bajo un sol abrasador, un carruaje abandonaba
la mansión de lord Halifax, recorriendo al revés el mismo camino que había
recorrido casi un año antes en sentido opuesto. Ciertamente, su estancia allí
se había prolongado mucho más de lo previsto, pero qué otra cosa podía haber hecho,
dadas las circunstancias ...
-¿Se
encuentra bien, señorita? –preguntó sir Henry alarmado ante la palidez de la
joven-.
-Sí,
señor, gracias, es el calor –respondió Jane Barrett, y a continuación destapó
al niño que dormía plácidamente a su lado-.
-No
se preocupe, todo irá bien en la ciudad, ya lo verá. El servicio de mi casa va
haciéndose anciano, como yo, y hacen falta unos brazos jóvenes que puedan echar
una mano –dijo sir Henry sonriendo a la joven, cuyo aspecto era muy diferente
al que sir Henry le había conocido no hacía mucho-.
El
carruaje continuó ascendiendo la cuesta con su traqueteo (aunque sin duda
hubiese avanzado más gustoso cuesta abajo). Pero aquella noche, y la siguiente,
y muchas otras noches, sir Henry se quedó dormido haciéndose una pregunta:
“¿Será posible morir de dolor?”.
[Este relato resultó ganador del I Premio de Relatos Torrente Ballester, celebrado en Ferrol en 2004]
[Este relato resultó ganador del I Premio de Relatos Torrente Ballester, celebrado en Ferrol en 2004]
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