Las escaleras a la cripta eran resbaladizas, temía caer por ellas: es fácil rodar hasta lo más bajo de una escalera, pero sólo hay una forma de volver a subirla: peldaño a peldaño. Y aunque ya sabía lo que había abajo, porque él mismo lo había encerrado allí, el joven pisó con cuidado cada irregular escalón, blandiendo la antorcha para ahuyentar la oscuridad, rogando estar equivocado.
Al
llegar al último peldaño un escalofrío irreprimible recorrió su
espalda: el vendaval había arrancado de cuajo el grueso portón de
madera. Los pesados goznes pendían retorcidos, uno de la pared, el
otro de la propia puerta. De nada había servido el complejo sistema
de cerraduras. Incluso la rejilla corredera por la que podía mirarse
al interior se había roto (el gélido chirrido que emitía al
descorrerla cruzó su mente como la hoja de un cuchillo).
Temblando
cada vez más incontrolablemente, el joven atravesó el hueco. El
tufo a moho hirió su nariz nada más entrar a la cámara. Un hachón
como el suyo ardía apenas dentro. Tomándolo con la otra mano,
iluminó el techo: al menos, esperaba encontrar los trémulos
cuerpecillos durmiendo bocabajo con sus siniestras alitas alrededor,
pero los murciélagos no estaban allí.
Lo
peor de todo, sin embargo, era que faltaban de la pared la negra
gabardina encapuchada y aquella ballesta de la que nunca logró
deshacerse.
El
loco del sótano había escapado. Inclinándose con un suspiro de
desaliento, el charco del suelo le devolvió el pálido rostro de su
gemelo.
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