En
el momento en que él, con las manos algo temblorosas, me va a poner el anillo –y
rezo para que los dedos no me hayan hinchado con los nervios–, pronunciando sus
votos con la voz un poco ahogada, me parece que los invitados contienen la respiración.
Sus rostros reflejan esa tensión mal disimulada que se respira siempre en las
bodas, como si todos temiesen la posibilidad de algo terrible –un
arrepentimiento de última hora, tal vez, o que yo me dé a la fuga como una loca
remangándome el vestido–. El anillo, de cobre con un adorno liso de latón,
entra a la perfección, suave como la seda. Me lo quedo mirando un momento,
antes de bajar la mano y mirarle a él a los ojos. No me la puedo quitar de la
cabeza. La historia de esta pieza, digo. Queríamos una boda con significación,
con cosas que tuvieran pasado y hubieran pertenecido a otros, pero este anillo…
este anillo ha sido la palma. Supera con creces cualquier cosa que pueda
decirse. Rosalind –o la abuela Werner, como ella prefiere que la llamen– ha
resultado guardar un secreto mayor de lo que las palabras alcanzan a expresar. La
conversación de hace unos días es, como ella dijo, de esas cosas que nunca se
olvidan, por mucho tiempo que pase.
Me
llamo Helena, y soy de Málaga. Mi casi marido se llama Otto, y es de Berlín. O
mejor dicho, vive en Berlín, donde nos conocimos, pero es austríaco. Vine a la
capital alemana tras conseguir un contrato de dos años prorrogables gracias a
mi nivel de alemán, después de pasarme tres en España harta de encadenar
contratos basura que ni remotamente se parecían a lo mío alternados con
periodos en el paro –más largos estos que aquellos–, y él trabaja aquí en
Telecomunicaciones, puesto fijo. Nos conocimos en una fiesta, a través de una
amiga común.
Al
principio no éramos para nada el uno el tipo del otro. A él le faltaba moreno y
a mí estatura. Pero, aunque ni él se dio rayos UVA ni yo crecí, congeniamos de
inmediato, y al final de la fiesta ya estaba claro que volveríamos a vernos. Al
presentarse, me sorprendió que hablara castellano, sin demasiada fluidez y con
un fuerte acento germano, pero suficientemente bien como para hacerse entender.
“La que sí lo habla muy bien es mi abuela”, me explicó, ya en alemán, “ella me
enseñó, y también un poco mi madre. Y otro poquito en la escuela”; “¿Ah, sí? ¿Y
dónde aprendió tu abuela?”. Otto se encogió de hombros. “¡A saber! Cada vez que
le preguntas te cuenta una historia distinta”, respondió con desparpajo,
haciéndome reír.
Lo
de que Otto sea judío costó un poco hacérselo encajar a mi familia. Sobre todo
a mis abuelos, que nada más contárselo pusieron el grito en el cielo y me
imaginaron vestida con un burka transitando por las calles de alguna innominada
ciudad de Oriente Medio. Aunque traté de explicarles la diferencia, y a pesar
de que les aseguré que Otto no era practicante –vamos, que tiene lo mismo de
judío que yo de católica–, ellos siguieron un tiempo erre que erre: “Esas cosas nunca se pierden del todo”, y
a mí tengo que reconocer que me hacía una gracia bárbara que nunca supieran
concretar el contenido de la expresión “esas
cosas”.
Hasta
que conocieron a Otto en persona. Y les conquistó a ellos también, con la misma
naturalidad que a mí. Con esa simpatía tan suya. Esa afabilidad tan poco
fingida. “¡Qué buen chico es Otto, a
pesar de todo!”, me dijo mi abuela al oído la tarde que se lo presenté, y
yo supe que esa era su manera de darme su aprobación.
Solo
al año y medio de conocernos, poco antes de que me prorrogaran mi contrato en
Berlín, Otto me pidió que me casara con él, y yo le dije que sí de inmediato.
Puedo verme toda la vida viviendo en Alemania. Puedo verme todas las tardes, ya
viejos, paseando cogida de su brazo. Puedo ver el parecido a nosotros en la
cara de nuestros hijos, cuando los tengamos. Cuando miras a alguien y ves todo
eso, sabes que es él. Que es el indicado.
Organizar
la boda ha sido un lío monumental, porque al estar nuestras familias tan
desperdigadas, es difícil encontrar un lugar que no cause molestias a todos.
Nos hemos mantenido fieles a nuestra idea original de que sea sencillo, sólo
hay cuarenta invitados entre familiares y amigos, pero decantarnos por el
Ayuntamiento de Berlín ha sido una decisión… difícil. Originalmente habíamos
pensado hacer dos ceremonias, una en España y otra en Austria, porque nosotros
somos dos y es más fácil, cómodo y barato movernos. Pero mis abuelos se
opusieron desde el primer momento. Y mis padres tampoco es que estuvieran muy
convencidos. “Ya sé que ahora no es
lo que se lleva”, se quejó mi abuela, “pero una se casa una vez para toda la vida, no se anda casando por cada país de
Europa, por mucho que sea con el mismo hombre”. Así que insistieron en venir a
la ceremonia donde quiera que la celebráramos. La edad de nuestros abuelos nos
preocupaba un poco, pero al final, un día que estábamos ya hartos de considerar
posibilidades, nos miramos a los ojos y, sin saber cómo, pronunciamos al
unísono las mismas palabras: “¡La
hacemos aquí, y que venga el que quiera!”.
Y
aquí estamos, en el Ayuntamiento de Berlín, ante los funcionarios y cuarenta
amigos y familiares, en el día más feliz de mi vida –y espero que de nuestra vida–, con las cosas prestadas
de un montón de gente querida. Pero la terrible historia detrás de este anillo
no deja de venirme a la cabeza.
Rosalind
Liebermann-Werner, la abuela materna de Otto, llegó a Berlín hace unos días, para
poder descansar antes de la boda –algo que parecía razonable, pues tiene
ochenta y seis años–, y para conocerme a mí. Y con ella venía el que iba a
convertirse en mi anillo de boda, el que llevaré durante el resto de la vida en
mi mano de casada.
Rosalind
causa impresión al verla la primera vez, por su tipo de jovencita y su pelo
rubio rizado en amplios bucles –de entrada di por sentado que se trataba de una
peluca, pero resulta que no–, por su costumbre de ir siempre en tacones y su
garbo al pisar, pero sobre todo por sus gestos imperiosos y su mirada avispada
e inquisitiva de desvaídos ojos azules. La mujer tiene carácter, algo que ya me
habían advertido. “No me extraña que mi nieto quiera casarse contigo… ¡pero si
eres una preciosidad!”, dijo mientras me abrazaba, y yo no pude evitar ruborizarme
y sentirme pequeñita. “Tú y yo vamos a hacer buenas migas, ya lo verás”, continuó,
bajo la atenta mirada de Otto, que inconscientemente asentía con aire aprobador.
Luego, levantó un poco la mano, extendiendo los dedos, y dijo, “Este es el
anillo que he llevado en mi mano los últimos sesenta y nueve años”. Era un
anillo raro, más bien alargado, un pelín con aspecto de tubería, más ancho por
los extremos que por el centro, no supe muy bien de qué metales estaba hecho;
bonito, a su manera diferente. “Pero antes de quitármelo para que lo
consideres, quiero contarte una historia. Aunque eso será mañana, si no te
importa. Daremos un paseo por Unter den Linden, solas, y hablaremos un rato”, añadió
sonriendo, y yo me dispuse a sufrir con paciencia uno de esos rigurosos
exámenes de abuela, e incluso alguna pulla inoportuna sobre mis habilidades
como ama de casa. Nada me preparó, sin embargo, para lo que iba a pasar al día
siguiente.
El
sol de primavera doraba los árboles de la calle en aquella mañana de sábado
cuando Rosalind salió por la puerta de su hotel ataviada con unas enormes gafas
oscuras, un elegante traje chaqueta gris perla y sus irrenunciables tacones. Me
saludó escuetamente y, cogiéndose de mi brazo, empezamos a andar. Pasó un largo
silencio, solo roto por la anciana para exclamar cuántos años hacía que no
caminaba por aquel lugar. “El abuelo de Otto”, se decidió al final, “que
también se llamaba Otto, solía decirme, con una mordacidad llena de amargura,
apoyando su frente en la mía, “Ha tenido
que desencadenarse todo el mal del mundo para que tú y yo pudiéramos
conocernos”. Y de algún modo nuestra felicidad particular no acababa de
compensarnos tanta debacle, porque sabíamos que de no habernos conocido nuestra
vida no habría sido peor. Tan solo habría sido distinta, otra de esas infinitas
posibles vidas que uno va cerrando al elegir un camino u otro. Lo que nunca has
tenido no puede dañarte, ni hacerte infeliz. Tan solo un poso de nostalgia
dulce empaña algunas tardes de domingo… Bueno, corazón, pues aquí va la
historia de mi anillo que te quería contar”, continuó, cambiando abruptamente
de idioma. Era verdad, Rosalind hablaba un castellano estupendo, en el que se
notaba únicamente un acentillo indefinido de procedencia difícil de establecer.
“Eres la primera persona a quien se la voy a contar, y tienes que prometer que
me guardarás el secreto hasta que haya muerto. Luego, puedes contarlo. Debes contarlo, diría incluso”.
Asentí,
divertida, suponiendo que me iba a revelar alguna batallita inofensiva de
abuela. “Yo no me llamo Rosalind, sino Rosalía; y no soy austríaca, sino
española. Malagueña, como tú, para ser exactos”. Por un momento la miré,
atónita, suponiendo que estaba intentando tomarme el pelo; pero cuando iba a
decírselo, me interrumpió con un gesto apaciguador de la mano. “Mi nombre
auténtico es Rosalía Rebollos Paredes, y nací en Málaga el 3 de febrero de
1928. Mi familia era de mineros. Fui una niña feliz. Pero la felicidad y el
bienestar de los niños parece no ser importante a veces: tenía ocho años cuando
estalló la guerra. Málaga era una ciudad republicana y resistió durante tiempo.
No te preocupes, no voy a atormentarte con los horrores de la guerra, con las
hambrunas y los desmanes y las torturas. En la guerra una aprende que la
humanidad siempre puede bajar un peldaño más por la escalera de la abyección.
Sin embargo, visto en retrospectiva, aquel tiempo casi parece civilizado en
comparación con lo que se avecinaba…”; “Pero Rosalind…”; “Ssshhhh!!”, siseó
ella suavemente, “déjame continuar, luego podrás preguntarme lo que quieras”.
Asentí. “Llevábamos poco más de medio año en contienda cuando Málaga, asediada
a base de bombardeos, se disponía a caer de un momento a otro. Justo antes de
que todas las vías de escape se vieran cerradas, mi padre, en un alarde de
clarividencia, ordenó a mi madre y a sus hermanas que huyeran hacia el norte con
los niños, y que tratasen por todos los medios de alejarse del frente, incluso
pasando a Francia, si fuese necesario. Que ya nos reuniríamos cuando acabase
aquel maldito golpe de estado que no podía durar mucho. Mi madre y mis tías se
negaron, pero al final, entre los hombres y mi abuela, que se negó a marcharse
porque nos retrasaría, lograron convencerlas. Yo no quería dejar a mi familia,
ninguno de los muchos que marcharon en aquel tiempo quería, y llorábamos a
mares, y cuanto más veíamos llorar a los adultos, más nos entristecíamos y
asustábamos los niños. Viéndome en aquel estado, mi padre, que era un orfebre
aficionado, subió al tallercito que tenía en el desván y bajó al momento con
una pieza de cobre. Al principio creí que era un trozo de tubería, pero resultó
que se trataba de un anillo en el que estaba trabajando para regalármelo por mi
cumpleaños. Me dijo: “Rosalía, ahora vas
a tener que ser muy fuerte, por papá, por mamá, por todos, ¿de acuerdo? No te
entristezcas, mi niña, que ya verás cómo enseguida nos volvemos a ver. Mira,
este anillo es un regalo para ti. Es un anillo muy especial, porque contiene
una promesa: cada vez que te preocupes, solo tienes que mirarlo, y recordar que
pase lo que pase, las cosas mejorarán. ¿De acuerdo?”. Yo hice esfuerzos por
contener mi llanto, y le dije que sí sin demasiada convicción, por no aumentar
el dolor que reflejaban sus ojos color aceituna. Hay que reconocer que no es la
pieza más bonita del mundo. Pero es importante para mí: es el único recuerdo
que me queda de todo aquello.
»Así
que nos pusimos en marcha, con nuestro exiguo equipaje improvisado en bolsas de
tela y ligeras maletas de cartón. Unos días después de mi cumpleaños, un
cumpleaños triste y sin celebraciones, como todos los de los niños de aquella
época, ya habíamos dejado Úbeda atrás y nos encaminábamos hacia La Mancha. Ya
te puedes imaginar la clase de calamidades a las que pudo tener que enfrentarse
un grupo de mujeres con una recua de niños bajo el brazo, sin apenas dinero,
huyendo alocadamente en mitad del invierno por un país en guerra. Sin saber en
quién confiar. Cualquiera podía venderte. Siendo blanco fácil de los abusos de
cualquiera de ambos bandos. Pasamos muchísimo hambre, y aun cosas peores que el
hambre, llegamos a comer hierbas y raíces… Mucha gente, sobre todo ancianos y
niños, murieron de desnutrición. Y, en general, de miseria, de frío y
enfermedades. Dos primos míos y una tía, entre ellos.
»Más
tarde nos enteraríamos de que el general Queipo de Llano, aquella rata vil y
traidora”, Rosalind pronunció estas palabras con un odio terrible, con los
dientes apretados, “había anunciado por radio en aquel febrero espantoso que
sería mejor para los malagueños que tuviesen algo que temer escapar hacia la
zona roja por la carretera de Almería, que era la única vía libre que quedaba.
Los milicianos, entre ellos mi padre, permanecieron en la ciudad, pero los
ancianos, niños y mujeres, la inmensa mayoría de la población en aquel momento,
emprendieron la huida por la noche, cada uno en lo que pudo, en burro, en
bicicleta, en carro… casi todos a pie, como recorrimos nosotras gran parte de
nuestro camino hacia el norte. La mañana, sin embargo, les iba a descubrir el
horror de una emboscada: el alba encontró quizás a decenas de miles de personas
en camino, procedentes de todas partes; pero desveló también la presencia
sobrecogedora de una hilera de barcos de la armada rebelde apuntando a la
carretera, que por allí transcurría casi toda en cornisa, contra un terraplén
que impedía toda escapatoria”. Asentí. Conocía el lugar del que me hablaba. “Enseguida
se convirtió en una trampa mortal, en un estupendo campo de tiro para las
embarcaciones, que diezmaron a los indefensos…”, a Rosalind le tembló un poco
la barbilla, pero se contuvo, “la gente tenía que trepar sobre las montañas de
cadáveres, sin más opción que seguir avanzando o precipitarse al mar. Casi
nadie sobrevivió. Tardaría diez años, ¿te das cuenta, pequeña mía?, ¡casi una
década!, en volver a tener noticias de mi familia… solo para descubrir que
estaban todos muertos: de los que quedaron atrás, ninguno sobrevivió, unos
muertos en la defensa de sus ciudades y pueblos, otros me imagino que en
aquella encerrona infame… aunque de alguno, sencillamente, no se sabe lo que fue.
Como evaporados en el aire”, e hizo un gesto con sus dedos huesudos como de
algo que se desvanece. “Mi familia no fue la única. Hubo más, reducidas al
exterminio”.
Quisiera
haber podido decir algo, algo que diese una explicación a tanta pérdida, algo
que aliviase el dolor, aunque Rosalind no parecía estar exactamente
entristecida; supongo que después de tantísimos años aprendes a hablar de ello
casi como si contases una historia, como si no fuese tu propia vida. Pero no
pude. Me mantuve en silencio, embargada por la emoción. La gente, turistas de
todas partes que se cruzaban con nosotras en un mosaico de idiomas
entremezclados, pasaba por nuestro lado sin tener la menor idea de lo que
aquella anciana aparentemente apacible me estaba contando. Y a mí me parecía un
ultraje. Ella prosiguió. “Unas veces andando, apartadas de las vías
principales, acampando en cualquier lugar, a veces afortunadas de que nos
permitiesen estar en algún pajar o, más raramente, nos acogiesen a los niños en
alguna casa, nunca a las adultas, con un hielo mortífero que en los amplios
vacíos de Castilla, primero, y de Aragón, después, parecía no tener fin; otras
veces, cuando teníamos suerte, en transportes militares de evacuación, o de la
Cruz Roja, fuimos huyendo desbocadamente hacia el norte. Mal que bien, tras
varias semanas de viaje, y con la pérdida de dos primos y una tía por el
camino, nuestro grupo, compuesto ahora por siete niños y cuatro mujeres pobres
como ratas y sin conocidos, llegó a Cataluña, y pronto a Barcelona, donde, bajo
las bombas, pasamos casi un año, viviendo, o más bien, malviviendo, como
refugiadas. Conste que no me quejo de la gente, simplemente no se daba abasto
con tanta miseria como había. No obstante, ten claro que, cuando seas pobre o
estés desesperada, toda la ayuda que recibas, poca o mucha, te vendrá de otra
gente pobre o desesperada. Las mujeres trabajaron en lo que pudieron, y con las
cartillas fuimos manteniéndonos. Pasado el momento de terror inicial, los niños
no dejamos de ser niños del todo. Y esta es otra cosa que aprenderás con el
tiempo: incluso en las situaciones más monstruosas, la vida sigue adelante. Los
adolescentes siguen enamorándose durante las guerras, la gente sigue riendo
durante los genocidios, los niños siguen naciendo durante las epidemias… Eso
sí; todos nos acostumbramos a ver cosas que nadie debería tener que ver nunca.
El caso es que, al cabo de un año y pico, durante el cual murió otro primo de
difteria, cuando se hizo evidente que Barcelona caería también, resolvimos
pasar a Francia. Por si acaso llegase a ser necesario, mi madre y mis tías, que
chapurreaban la lengua, sobre todo la menor de ellas, a la que llamábamos
Marita, nos habían enseñado lo que habían podido durante aquel año. La noche
antes de cruzar los Pirineos, Marita desapareció, otro fantasma más para la
historia de mi familia y para la historia del mundo. Nunca logré averiguar qué
le había pasado. Después de un tiempo, ni siquiera quise saberlo: prefiero
imaginar que se espantó y huyó voluntariamente”.
Al
llegar a este punto del relato, ya tenía la respiración entrecortada. Tenía
ganas de decirle que se callara, pero me contuve. Ella notó mi tensión, sin
embargo, y me apretó el brazo en señal de ánimo. “No pretendo arruinar tu
felicidad, Helena. De verdad que no. Te prometo que mi historia tiene un buen
final. Aunque todavía falta un poco para llegar a él”, dibujó una sonrisa comprensiva;
luego, retomó su historia. “Sea como fuere, el caso es que pasamos a Francia.
Al principio, y durante un tiempo, pudimos regresar a las condiciones de vida
mínimas de un ser humano, haciendo milagros para estirar el dinero. Siempre he
sospechado que mi madre y mis tías se prostituyeron ocasionalmente cuando las
cosas se ponían demasiado negras, pero nunca tuve oportunidad de preguntárselo.
El caso es que finalmente, después de algunos meses dando tumbos, nos
establecimos en Angulema, en un pisito diminuto de solo dos habitaciones, ten
en cuenta que aún éramos seis niños y tres mujeres, donde nos enteramos de la
caída de la República. Aquel día fue la única vez que vi llorar a mi madre
desde que nos habíamos ido de casa, supongo que al darse cuenta de que,
definitivamente, el pasado se había ido para siempre. Estaba determinada a
recabar información sobre el paradero de mi padre y los demás, porque aún estaba
persuadida de que al menos alguno seguiría vivo, y podría tratar de reunirse
con nosotras en Francia. Escribió muchísimas cartas, bajo nombres supuestos,
pero infructuosamente. La represión interior era feroz, y seguramente la
mayoría se “perdieron” por el camino. Además, los vientos de la guerra habían
cambiado, se habían desplazado hacia el norte: solo cinco meses después de
acabar la guerra en España, estalló otra mayor en Europa, vivíamos como en un
laberinto de guerras que encerraban otras guerras. Además, dos cosas infames
ocurrieron: en poco tiempo, el gobierno de Pétain, para evitar la anexión y
tener que coaligarse militarmente con Alemania, decidió colaborar en otros
propósitos. Deprisa y corriendo se construyeron campos de internamiento que no
eran mucho mejores que los nazis, sobre todo en el sur de Francia, entre otras
cosas para “recibir”, en realidad apresar, al más de medio millón de españoles
que habían logrado escapar de las garras de los golpistas. Serrano Suñer, y
esta es la segunda cosa, comunicó a Von Ribbentropp que el gobierno español
consideraba a esas personas apátridas a todos los efectos, y que, por tanto,
podía disponer libremente de su destino. Así fue como todos acabamos en alguno
de aquellos hoyos, hileras improvisadas de barracones con unas condiciones
deplorables que se habían venido construyendo desde 1938 bajo el pretexto de
“acoger” a todos los desplazados. A mi madre y a mí nos detuvo la policía un
día que regresábamos de la tienda, que era prácticamente todo nuestro gran
entretenimiento. No volvimos a ver a los otros. Nos condujeron al campo de
Saint-Sauveur. Más o menos durante aquellas semanas podría decirse que continué
yendo a la escuela, a la cual sólo muy irregularmente había tenido acceso en
los últimos años, por eso acumulaba un retraso espectacular, aunque tampoco era
algo a lo que nadie prestase mucha atención, puesto que nos consideraban poco
más que terroristas reservados a los oficios más bajos. De hecho, se esforzaban
en recordárnoslo constantemente. Y entonces ocurrió: en agosto de 1940, sin
darnos explicación alguna, nos subieron en un tren para ganado, nos encerraron
a cientos en los vagones y, con un silbido, las locomotoras se pusieron en
marcha camino al infierno: primera parada, Mauthausen, un viaje de seis días
sin más descansos que los imprescindibles para reabastecer las máquinas. En el
tórrido calor del verano, nos asfixiábamos allí dentro, hacinados, muertos de
sed y hambre a medida que avanzaba el convoy. Durante todo el viaje permanecí
abrazada a mi madre, que temblaba como pez fuera del agua. Poco a poco, el olor
de las deposiciones iba inundándolo todo, así como los gritos desesperados de
quienes perdían la cabeza o agonizaban. Además, nuestros captores habían
descubierto una forma de reducir todavía más nuestra dignidad: solían mezclar a
los presos políticos con los presos comunes, de modo que a menudo estallaban
reyertas mortales. Se llegó a dar el caso de algún vagón en el que, de cien
personas, sólo sobrevivió un pasajero. Fue algo grotesco más allá de las
palabras.
»En
Mauthausen bajaron a casi todos los hombres y niños, con destino a las canteras
de Herr Poschacher. Todavía recuerdo los gritos de las familias divididas,
sobre todo los de las mujeres solas a las que arrebataban a sus hijos. Las
mujeres y niñas continuamos viaje: segunda parada, Ravensbrück. “El puente del
cuervo”, un nombre muy apropiado para el escenario de tanta barbarie. Se
trataba de un campo especialmente pensado para recluir mujeres, aunque llegó a
haber algunos hombres también. En los tres días adicionales de viaje más allá
de Berlín, mi madre se fue hundiendo en un sopor y en un mutismo crecientes.
Convulsionaba y era presa de sudores fríos. Y ahí fue cuando conocí a la que
quizás haya sido la persona más importante de mi vida: Alitza Werner. Durante
aquellos días, me explicó que mi madre tenía fiebre, que debía dejarla
descansar. La señora Werner procuró ponerla en la parte más fresca del vagón, y
desembarazarla de la ropa. Todo lo que hacía me parecía bien, porque cada vez
mi madre se movía menos, lo que yo interpretaba ingenuamente como que se
encontraba más cómoda y tranquila. La señora Werner viajaba sola. De entrada
supuse que era francesa, pues hablaba el idioma con indecible fluidez, pero,
según me explicó, era en realidad austríaca, de Viena, para ser más exactos. Me
contó que había escapado a Francia, a casa de unos amigos, pero que la habían
capturado porque era judía. Aunque oíamos hablar mucho sobre aquello, nadie se
había molestado en explicarnos a los niños en qué consistía exactamente ser
judío. Fuera lo que fuese, a mí no me parecía justo meter allí a aquella señora
tan buena solo por serlo. Unas horas antes de llegar a nuestro destino, mi
madre empezó a respirar fuerte, de un forma extraña, que me asustaba. La señora
Werner me tomó en sus brazos y me estrechó, diciéndome que debíamos apartarnos
un poco, para que mamá pudiera respirar tranquilamente. Al abrazarme a ella,
llorando, pude sentir su cuerpo de espaldas más bien anchas y lo alta que era.
La penumbra del vagón no me permitía distinguir su cara.
»Poco
a poco, la respiración de mi madre se fue volviendo menos ansiosa, apagándose.
Supuse que eso era bueno, que significaba que se estaba recuperando. Era de
noche cuando llegamos a nuestro destino. Con una sacudida y un fuerte chirrido
metálico, el tren se paró en seco. Oíamos voces amortiguadas en el exterior, y
ladridos de perros. Durante unos instantes no pasó nada. Se notaba la
expectación en el aire. Pero de repente, con un estruendo, las puertas del vagó
se abrieron y la luz cegadora de los focos nos hirió la vista. Se desató la
locura, la gente empezó a saltar despavorida, gritando, mientras unas voces
aullaban en un idioma que no conocía, arrastrándose unos a otros como una marea
irresistible… Noté que alguien tiraba de mí, y di por sentado que sería mi
madre. En el borde del vagón tropecé y caí al andén, hiriéndome una rodilla. Nuevamente
sentí que me levantaban, pero, al mirar a mí derecha, vi a una mujer
desconocida, de ojos castaños y cabello oscuro, que tiraba de mí. “¡Mamá!”,
grité, “¡mamá, mamá!”. La mujer me tapó la boca y me apretó contra sí,
susurrándome al oído, “Tranquila, tu madre viene detrás de nosotros, la he
visto saltar”. De inmediato reconocí la voz de la señora Werner. Me cogí de su
mano fuertemente, temblando como una hoja. Se oyeron disparos, y más gritos.
Unas mujeres muy guapas vestidas de uniforme que sujetaban perros lobo parecían
dar órdenes, y todo el mundo les obedecía. A unos pasos de nosotras, una mujer
se encaró con una de las mujeres uniformadas. Esta sencillamente le cruzó la
cara con una fusta y, cuando, cayó al suelo, le dio un puntapié en el estómago.
Entonces otra de ellas, que sujetaba un cuaderno, se situó frente a la señora
Werner y le preguntó algo en aquella lengua que yo no entendía. Ella respondió “Je
m’appelle Margaux Deschamps, madame. Je suis citoyenne française”[1]. Esto sí lo entendí. “Ah, oui?”, continuó la del uniforme, en un francés también
impecable. Sus labios sonreían, sin embargo, sus ojos verdes despedían un
brillo astuto y maligno. “Et pourquoi êtes-vous ici?”; “Je suis une
prisonnière politique, madame. J'ai
collaboré avec la résistance espagnole”. La otra dejó escapar
una risita despectiva. La señora Werner trataba de aparentar humildad, con la
cabeza gacha, pero yo notaba la tensión de su mano en la mía. “Allors,
vous êtes une sale communiste! »; “Oui, madame”; “Eh bien, ici
vous allez apprendre”. Me figuré que la señora Werner mentía
para que no se supiese que era judía. “Qui
est la petite?”, preguntó de nuevo la del uniforme, señalándome con la
estilográfica con la que iba apuntando cosas en el cuaderno. “C’est ma fille, madame”; “Vraiment?”,
preguntó ella arqueando una ceja finísima. Fue entonces cuando, pobre de mí, me
di cuenta: no era cierto que mi madre viniera detrás de nosotras. Estaba
muerta. La certeza me hizo ponerme a temblar, y unas lágrimas se escaparon de
mis ojos. La del uniforme se inclinó hacia mí, diciendo, con aquella
sonrisilla,“Pourquoi pleures-tu, chérie?
Tu n'as rien à craindre si tu es sage” [2].
Asentí, pero ella no se dio por vencida. Estoy completamente segura de que no
se creía una sola palabra, y pretendía descubrirnos. Trataba de hacerme hablar,
para descubrir la mentira. “Est-il vrai?
Est cette femme ta maman?”; “Oui, madame”, dije bajito, procurando ocultar
mi acento macarrónico. “Tu as quel âge?”; “J’ai douze ans, madame”; “Et vous
venez d’où?”. El
miedo se apoderó de mí, paralizándome. Me escondí contra la señora Werner, y
ella dijo, “S'il vous plaît, madame. Elle
est terrifiée et fatigué”. Por un instante pareció que la otra iba a decir
algo, pero alguien la llamó desde más atrás. Además, parecía empezar a
aburrirse de nosotras. Alzando la voz, dijo, de nuevo en su idioma, “Hier sind zwei politischen Gefangenen!”.
Empujándonos con una porra, otra de las mujeres uniformadas nos colocó en otro
grupo. El terror se palpaba en el aire. Se oyó un disparo, seguido de algunos
gritos y llantos. Poco a poco, varios grupos fueron quedando conformados. Luego
nos hicieron andar y nos obligaron a desnudarnos. Tuvimos que dejar nuestras
ropas y nuestras joyas. Sin que nadie se diera cuenta, me metí el anillo de mi
padre en la boca. Más tarde, aprendería a guardarlo en otros sitios. Nos
hicieron ducharnos en un agua fría que nos refrescó después de aquel viaje
terrible. Y luego nos hicieron vestirnos con un uniforme que parecía un pijama
hospitalario, con un número y un código. El nuestro era un triángulo rojo,
porque éramos presas políticas, con otro azul, porque éramos extranjeras. No te
voy a espantar contándote todas las atrocidades nazis. Es algo que está en los
libros y en las películas, aunque es difícil de captar en toda su demencial
extensión cuando no lo has vivido, la deshumanización a la que te someten. Toda
esta larga historia con la que te he aburrido es para demostrarte que incluso
de lo más terrible se sale. Se aprende. Se sobrevive. Incluso diría que, hasta
cierto punto, nos acostumbramos a la rutina de campo, incluidas las ejecuciones
aleatorias. Ahí aprendí que no merece la pena inquietarse por nada: los eventos
más importantes de nuestra vida, si te fijas, escapan a nuestro control.
Acontecen, sencillamente, y nuestra única libertad es decidir cómo afrontarlos,
o aprender a esquivarlos, que también es una manera de afrontar. ¿Por qué
sobreviví yo y no otros? No hay explicación. Sencillamente, ocurre. En
Ravensbrück murió Rosalía Rebollos y nació Rosalind Deschamps. Y, al final de
la guerra, mademoiselle Deschamps moriría también, y nacería Rosalind Werner. Con
el tiempo, incluso me cambié de religión. Conocí al abuelo de Otto. El nuestro,
claro está, fue un amor furtivo, de miradas entrecruzadas al dirigirnos a
trabajar o al volver de la fábrica Siemens que estaba situada un poco más
lejos; al pasar por cerca de las alambradas; al distinguirnos de lejos entre
los barracones. Fue él quien añadió este adorno de latón al anillo que había
hecho mi padre –al decir esto, Rosalind hizo girar el anillo en su dedo–. Me
casé con él en cuanto pudimos. En nuestros votos, prometimos dedicar cada día
de nuestra vida a que el otro olvidara lo pasado. No sé si lo conseguimos,
porque olvidar es una tarea difícil. Pero creo que sí logramos reconciliarnos
con la vida.
»Al
acabar la guerra, los Werner me adoptaron, sin grandes trámites: la gente que
nos liberó, en 1945, no hacía muchas preguntas. Nos reunimos con el señor
Werner, un hombre tan bonachón que ni siquiera Auschwitz pudo destruirlo. Murió
a los pocos años. También tuve oportunidad de conocer a la auténtica Margaux
Deschamps, que era como una hermana para la señora Werner, y que había
mantenido intacto lo que había podido del patrimonio de los Werner.
Reestablecerse en la normalidad de la vida diaria no fue fácil. El
antisemitismo no es algo que se borre de un plumazo, y no era algo exclusivo de
Alemania ni mucho menos. Pero a menudo, a donde quiera que fuéramos, cuando se
descubría lo que habíamos pasado se notaba una cierta incomodidad en la gente,
porque se veían obligados a reconocer que había dignidad en nosotros, una cierta
majestuosidad en la resistencia, por así decirlo. Recorrimos varios países,
incluso consideramos marcharnos a Israel, pero al final regresamos a Viena, ya
a finales de los sesenta. Aunque hice averiguaciones, nunca volví a España.
¿Para qué? ¿Qué había allí para mí? Solo la desilusión, los lugares de la
pérdida, la pena.
Cuando
Rosalind acabó de hablar yo estaba temblando. Abracé a la anciana con los ojos
llenos de lágrimas, alcanzando apenas a repetir musitando: “Lo siento, lo
siento”.
Por
supuesto, aquel tenía que ser mi anillo, porque contenía una promesa: pase lo
que pase, no hay nada sin remedio. Las cosas siempre pueden mejorar. Hay que
tener esperanza, porque no tener esperanza es un oficio estéril.
Narón, 2014
[1] Me llamo Margaux
Deschamps, señora. Soy ciudadana francesa. / ¿Ah, sí? / ¿Y por qué está aquí? /
Soy una prisionera política, señora. He colaborado con la resistencia española.
/ ¡Entonces es usted una sucia comunista! / Sí, señora. / Bueno, aquí va a
aprender. / ¿Quién es la pequeña? / Es mi hija, señora. / ¿De verdad?
[2] ¿Por qué lloras, pequeña?
No tienes nada que temer si te portas bien. / ¿Es cierto? ¿Es esta mujer tu
mamá? / Sí, señora. / ¿Qué edad tienes? / Tengo doce años, señora. / ¿Y de
dónde venís? / Por favor, señora. Está aterrorizada y cansada. / ¡Aquí hay dos
presas políticas!
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