Título: Mimoun Autor: Rafael Chirbes Editorial: Anagrama
Año: 1998 Lugar: Barcelona Valoración: ♥♥♥
“(...)
nuestras miradas se cruzaron con tal intensidad
que
me vi obligado a desviar la mía. Hay ocasiones en
las
que un gesto así resulta suficiente para el odio.”
Rafael Chirbes, Mimoun
El debut literario del recientemente desaparecido Rafael Chirbes en
1988 estuvo a punto de ser distinguido con el Premio Herralde. Se
trata de una novela corta titulada Mimoun que, ya desde la
primera página destaca por su estupenda ambientación y la
sensualidad de su composición de lugar.
Con encomiable precisión y economía en el uso del lenguaje, aunque
todavía lejos de la sutileza psicológica que alcanzaría en textos
como En
la orilla, Chirbes pergeña una historia sobre la
insatisfacción con simbolismos muy bien aprovechados (como la luna
apuntando con sus cuernos, que inmediatamente remite a un contexto de
burla —sensación que el protagonista y narrador tiene todo el
tiempo de su estancia en el pueblo que da nombre al libro—, pero
también a un toro que embiste, como representación de lo
castastrófico, lo inevitable).
Carente aún, como digo, de la profundidad emocional y la intensidad
expresiva de sus obras de madurez, prefigura ya otras
características, como la economía de medios. Lo que se relata en
Mimoun es, en definitiva, una historia sobre el desarraigo y
la capacidad de integración —o más bien la incapacidad de la
misma—, cristalizada en el doble desarraigo de Francisco, el
narrador-protagonista: el extrañamiento de lo propio, la hostilidad
de lo ajeno.
“Vivía
en Mimoun como si hubiera ido desnudándome de todo (...)”
“Cada
día me hacía el propósito de no volver a pisar los bares de
Mimoun, donde me rodeaba de gente que no me gustaba y que incluso
empezaba a provocarme un sentimiento que se parecía mucho al miedo.
Sin embargo, al atardecer, no soportaba quedarme en casa, mientras
las sombras de la ventana se iban alargando sobre las paredes y la
luz se volvía más frágil, como de vidrio. Pensaba, entonces, que
acababa de perder un nuevo día. No habría sabido explicarle a nadie
en qué habrían de distinguirse esos días perdidos de otros que
podrían ganarse, pero allí, en la Creuse, una vez que Rachida se
había ido, empezaba a sentirme acobardado.
Tenía
que buscar la esperanza fuera, por detrás de los cadáveres de los
plátanos, de las arruinadas casas del barrio colonial y de los
cristales esmerilados del bar. ¿Qué clase de esperanza podía
encerrarse allí.”
El otro gran eje de la narración será la extraña codependencia que
se establece entre los dos personajes principales, ambos dos seres
con personalidad pasivo-agresiva que se ven —o más bien, se
sienten— desterrados de su propia tierra, pero incapaces de
integrarse en la nueva, y casi ajenos a la compasión del uno por el
otro, aunque conscientes —al menos Francisco— del sufrimiento de
su compañero (lo cual contrastará con la compasión de grupo que
tiene lugar hacia el final). Un gran momento simbólico en la
relación de estos dos personajes tiene lugar cuando Francisco toca
el jersey mojado de Manuel, que es el primer contacto “físico”
que se describe en el libro. De esta manera trata Chirbes el peligro
de los sentimientos envenenados (eso que ahora se llaman “relaciones
tóxicas”).
“También
él había perdido las fuerzas y nadie había sido capaz de
devolvérselas.”
En este libro de poco más de un centenar de páginas, sobre el tedio
(o, como él lo denomina, “la deriva”, p. 77) y el asco de la
existencia incomprendida, se las compone Chirbes para, en tan
estrechos márgenes, componer una historia llena de sensualidad y
conmovedora por el vacío de sus protagonistas, pero también repleta
de la violencia soterrada que se profesan unos a otros, donde
destaca, como ya apunté, la extraña relación pasivo-agresiva entre
Manuel y Francisco (sobre todo por parte de este último). Además,
Manuel funciona para el autor como herramienta narrativa, ya que es
el único punto común entre Hassan, Franciso y Charpent, con todos
los cuales establece una relación perversa.
Con esos elementos, no es de extrañar la muy acertada decisión del
autor de ambientar Mimoun en el desierto, representación no
sólo de lo aparentemente estéril —pero poblado de las criaturas
con la fortaleza suficiente como para sobrevivir a él—, sino
también de lo que inexorablemente va cambiando, de lo inevitable,
del destino incluso (pues hay bastante de lectura fatalista en este
libro).
“Era
como si el desierto hubiese ido cayendo imperceptiblemente sobre
nosotros, traído por el aire caliente, y hubiera acabado por
ocuparlo todo sin que nos diésemos cuenta”.
Por último, el potente simbolismo del incendio —lo purificador, lo
expiatorio, pero también la posibilidad de un nuevo comienzo—,
narrado en términos bastante pacíficos, dota de una posible lectura
simbólica a toda la obra. En cambio, es cierto que el anuncio del
reencuentro futuro al poco de empezar la novela le resta tensión a
esta, por lo que podría considerarse un desacierto.
otro que no parece que te vaya a dejar muy buen cuerpo, no?
ResponderEliminares que el de París es...
en fin, que mucho mejor el de Mendicutti, aunque tras la risa y la comedia también hay ese toque amargo.
biquiños,