Autor: D. H. Lawrence Año: 1928 Editorial: múltiples ediciones
Valoración: 5 / 5
“…
ya no podía soportar
la
carga de sí misma”.
—D. H. Lawrence,
El
amante de lady Chatterley—
Sorprende, como no podía ser de otra manera, la radical
modernidad de esta obra publicada en 1928. Y no sorprende tanto el revuelo que
causó ni los encontronazos con la censura y la justicia de su autor, dada la
mojigatería imperante incluso hoy día.
Con un estilo impecable, donde destacan las repeticiones y
los paralelismos a fin de intensificar la expresión, nunca vulgar aunque hable
de cosas pedestres, siempre sutil en los matices emocionales, El amante de lady Chatterley es un
estudio sobre el ensimismamiento moderno y la incomunicación humana —tanto
social como entre los individuos a título particular, singularmente entre los
miembros de la pareja—, así como sobre la esterilidad de la vida intelectual
frente a la vida a(fe)ctiva, cifrada en la contraposición entre la atildada
impotencia de Clifford frente a la desprejuiciada naturalidad de Oliver.
En la visión de D. H. Lawrence, la sociedad industrializada
moderna es el último peldaño en el declive humano, por oposición a su estado de
plenitud en la naturaleza. No en vano, las descripciones más vívidas de El amante de lady Chatterley, aparte de
las de la actividad sexual propiamente dicha, son las referidas al bosque que
rodea Wragby, escenario principal. Hay una visceralidad, una fuerza que conecta
a los seres con la tierra y que, cuanto más se ejercita la actividad industrial
o intelectual, más se adelgaza, dejando a las personas carentes de verdadera
función más allá de consumir, sumidas en un estado de amortiguación de los
sentimientos y dominados por consideraciones puramente prácticas.
Así pues, la tesis manejada por Lawrence es la de la
necesidad de deshacerse del intelectualismo, por cuanto tiene de estéril, ergo, negador de la propia vida; y de la
civilización industrial, por cuanto tiene de artificial e inhumana, para
recuperar la libertad de los instintos corporales y la fuerza telúrica que los
rige, que alcanzan su máxima expresión, para el autor, en la plenitud de la
unión sexual. No se pueden negar los apetitos del cuerpo sin negar con ello la
propia naturaleza humana, por cuanto dichos apetitos son la expresión humana de
las fuerzas que rigen la naturaleza —punto este en el que El amante de lady Chatterley se convierte también en una invectiva
contra la hipocresía de la sociedad, al censurarse no los comportamientos, sino
su expresión—. Estos elementos emparentan a Lawrence con coetáneos suyos como
Jack London —a pesar de que este no hiciera un uso tan explícito de la
sexualidad como nuestro autor—.
En general no se considera a Lawrence exactamente realista,
sino más bien un realista espiritual,
o cabría quizás decir un realista utópico.
A lo largo de su obra es una constante la aversión a las formas prestablecidas
y a los marcos tanto éticos como estéticos. Por el contrario, el autor
consideraba que la moral, y en ello
es claro deudor de Nietzsche, ha de ser una creación personal que no necesita
imitar o adaptarse a modelos.
Sin embargo, o quizás precisamente por ello, es difícil
hallar en la obra de Lawrence articulación epistemológica o coherencia en las
ideas, ya que rechazaba explícitamente la estructuración en un marco
lógico-conceptual, siendo frecuentes las contradicciones —lo cual, no obstante,
conduce a multiplicar exponencialmente la variedad de matices— y aun las “autocorrecciones”.
En diseño de personajes es exquisito, con tipos humanos
perfectamente creíbles incluso en toda su ambivalencia. Sobre Constance, la
protagonista, se asienta la acción, siendo de todos ellos la única cuya vida
interior se retrata con cierta “sistematicidad”, puesto que en lo tocante al
resto son diseñados en general con pinceladas más bien esquemáticas, aunque no
deja de ser cierto que incluso la propia Connie es en ocasiones empleada como
comparsa de Mellors —un trasunto bastante evidente del propio Lawrence— para
que el autor pueda, por boca de aquel, expresar sus ideas, ideales y creencias,
rebosantes de un idealismo barnizado de escepticismo y misantropía.
Respecto a este último personaje, y en oposición al otro
amante de lady Chatterley, Michaelis, ambos se diferencias en que este segundo
no alcanza a ser más que un instrumento pasivo para el placer de la propia
protagonista, por quien nunca se siente en verdad poseída; pues, en el
entendimiento un tanto misógino (aspecto este ya resaltado por su contemporánea
Virginia Woolf) aunque no obstante avanzado de Lawrence, la sexualidad de la
mujer ideal se cifra en el placer de abandonarse a otro y sentirse plenamente
invadida por él, en fuerte contraste con la mujer “moderna”, que impone su
voluntad incluso en el ámbito sexual y reduce al hombre a un ser acogotado
incapaz de expresar su afectividad —siendo de resaltar lo novedoso de la
defensa de la ternura masculina—. Hasta el momento en que conoce al
guardabosques, Constance es la poseedora en sus relaciones con los hombres
—teniendo todos en común su actividad intelectual y su obsesión por el éxito—;
así la caracteriza el escritor, como un chica mundana, desenvuelta. Por lo
cual, según la visión de aquel, su satisfacción es meramente orgánica y, por
tanto, antifemenina: no la conmueve en realidad.
Por el contrario, en Mellors encuentra a un verdadero hombre, alguien que no se
dedica a los estériles quehaceres cerebrales, sino a la vida natural: con él, las relaciones son
difíciles, sin la aquiescencia que encuentra en todos los demás, un revoltijo
de sentimientos contradictorios o ambivalentes, consecuencia todo ello del desmoronamiento
de las máscaras impuestas por la educación, los convencionalismos y la rutina.
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