Título: La delicadeza Autor: David Foenkinos
Editorial: Seix Barral Año: 2011
Valoración: 4/5
“El
sentimiento amoroso es el que
más
culpabilidad provoca. Se puede llegar
a pensar que
uno tiene la culpa
de todas las
heridas del otro”.
—David
Foenkinos, La delicadeza—
Tal vez porque este
sea, según dicen, el mes del amor, o bien por pura coincidencia —son lecturas
que se han extendido a lo largo de dos o tres meses, intercaladas entre otros
libros—, lo cierto es que las tres historias que reseñaré en febrero tratan
todas una temática marcadamente amorosa, aunque en momento vitales y desde
perspectivas muy diversas.
Objeto de aclamación unánime, encontramos en La delicadeza, obra del parisino David Foenkinos, una historia plagada de ese aire un poco naïve y fantasioso tan de la literatura —y el cine— franceses de los últimos años. El zarpazo de lo terrible-incontrolable dentro de la armonía de una vida sencilla constituye un elemento cautivador ya desde el principio, y sirve como punto de arranque a una doble historia donde, como en la vida misma, unas cosas van trayendo causa de otras, sin tener una estructura circular definitivamente cerrada, hasta volverse realmente la historia de dos personajes, o incluso de una situación.
Con un
sentido marcadamente cómico y no obstante muy humano, Foenkinos encuentra lo
literario a partir de lo anecdótico, lo extraordinario a partir de lo común. En
sus propias palabras: “Ahí era donde se dirigía
Nathalie: a una novela”. La novela que, bien narrada, podría ser la
existencia de cualquier persona.
El autor
dedica el inicio de la obra a componer un marco aparentemente armónico que, a
base de perfecto, se vuelve casi antinatural: “En la felicidad siempre llega un momento en el que uno está solo entre
la multitud”. Y sobre esa soledad irá construyendo el sentido de la
extrañeza de Nathalie, hasta que las circunstancias —¡tanto de nuestra vida,
incluso de lo más importante, escapa a nuestro control en realidad!— la obligan
a pasar por un periodo de duelo realista pero sin estridencias, para finalmente
situarla frente a la contradicción de la pulsión de seguir viviendo vs. el
recuerdo de un pasado idílico, ecuación que en última instancia sólo se puede
resolver mediante la aceptación de que diferente
no significa peor.
Un elemento
que destaca desde el inicio mismo de la historia es cómo Foenkinos va
disponiendo el texto para que preveamos la desgracia, y cómo trabaja sobre la
premisa de la iniquidad de que no haya nada ajeno a la debacle —ese miedo tan
humano—, el peso de lo que pudo haber sido y nunca llegó a ser. Aquel enfático“No quiero que te vayas, / dolor, última
forma de amar”, de Pedro Salinas. El robo de toda esperanza. O en palabras
del autor: “Quizá el dolor sea eso: una
forma permanente de estar desarraigado de lo inmediato”.
De esa
manera, de la eficiente profesional y joven esposa, Nathalie pasa por una etapa
en la que se ve convertida en “Una mujer
que vive en un mundo detenido en el tiempo”, pero que debe recomponer sus
fragmentos interiores no sólo para sobrevivir, sino para dilucidar quién es
ella misma en tanto que ser humano, en su soledad intrínseca y en su
individualidad particular, así como a enfrentarse a la paradoja de que “Hay en el duelo una fuerza contradictoria,
una fuerza absoluta que lo propulsa a uno tanto hacia la necesidad de cambio
como hacia la tentación morbosa de la fidelidad al pasado”.
Enfrentado,
casi accidentalmente —pero la vida es en gran medida una suma de accidentes
azarosos—, a Nathalie se encuentra Markus, quien “(…) podía parecer grandilocuente; e incluso estúpido por haber salido
huyendo. Pero hay que haber vivido años y años en la nada para comprender cómo
de pronto se puede sentir miedo ante una simple posibilidad”. Y, sin
embargo, la diferencia aparente que los distanciaría a primera vista —en su
comportamiento, en su estética, etc.— oculta un interior muy semejante de dos
seres sumidos en la zozobra existencial que se reconocen y se dan mutua
compañía.
Foenkinos
emprende así un amable estudio sobre la dualidad de la interpretación que los
demás tienen de la relación entre Markus y Nathalie, así como la rumorología en
el seno de cualquier grupo humano reducido —en este caso, la empresa—. En
última instancia, la delicadeza que permite vislumbrar una paz posible,
retornar a la tranquilidad, a la serenidad, se deriva de la falta de
apresuramiento, de la franqueza en el comportamiento, del no esperar nada en
concreto —por mucho que se desee—; lo cual contribuye a que tampoco la otra
persona se sienta agobiada por el peso de la expectativa, de tener que
amoldarse a una pauta a cuyo patrón no se quiere amoldarse.
Finalmente, a
mayores del estilo pulcro y ocurrente, la intersección de los capítulos sobre
nimiedades, que amplifican algún símbolo o metáfora y que al tiempo inciden en
la futilidad de la existencia (la de Nathalie, fundamentalmente), sirven para
completar con éxito la factura de una novela que se lee con verdadero agrado.
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