Título: Un grito de amor desde el centro del mundo
Autor: Kyoichi Katayama
Editorial: Alfaguara (et al.)
Publicación original: 2001 (múltiples ediciones)
Valoración: 5/5
“Perder a la
persona que amas es muy triste.
Y esta pena,
por más que lo intentes, no puedes
materializarla
de ningún modo. Y, justamente
por eso,
necesitas darle una forma concreta”
—Kyoichi Katayama, Un grito de amor
desde el
centro del mundo—
Publicada originalmente
en 2001, Un grito de amor desde el centro
del mundo, del japonés Kyoichi Katayama es, según parece, la novela
japonesa más leída de todos los tiempos. Y después de leerla puede caber poca
duda de por qué —incluso aunque hacia el final pierda un poco de fuelle y la
resolución se haga un punto excesivamente morosa, salvada solo por la
exquisitez estilística del autor—.
En este bellísimo
texto sobre el primer amor adolescente, Katayama nos hunde desde la primera
línea en la contundencia de la pérdida —esto ya ajeno a las edades— y lo
complejo de salvar la fractura entre la realidad agónica y el sueño feliz que
constituye la espina dorsal de todo proceso de duelo. También en lo peligroso
de que los miembros de la pareja pierdan su identidad individual, se diluyan el
uno en el otro hasta dejar de saber quiénes son ellos mismos. Y asimismo en
estas páginas nos sumergimos en el primer descubrimiento de la muerte, que deja
de ser algo ajeno para materializarse en algo muy concreto, muy íntimo,
entremezclado con la ingenuidad idealista de ese primer amor, pero de un amor
que se sabe también irrepetible y, en su fugacidad, eterno.
De forma singularmente
metódica Sakutarô —narrador y protagonista, joven inteligente, brillante e
inquisitivo—, describirá su “pena en observación”, sin aspavientos pero sin
omisiones, reflejando la desubicación brutal que una pérdida —sí, una muerte
más qué importa al mundo, cierto, pero uno no ama a todos los individuos del
mundo— genera en los supervivientes; cómo lo personal, para el enamorado, es
superior a lo colectivo, y aun esto gira en función de aquello. El horror de la
pérdida, que lo contamina todo, y cómo asumir que ese hilo rojo del que hablan
las culturas orientales se haya quebrado... o no tanto. Que diría Virginia
Woolf, “nada es tan raro, cuando se está enamorado, como la total indiferencia
de los demás”, a lo que cabría apostillar que idéntica rareza se produce cuando
al perder al ser amado uno se enfrenta a un mundo absolutamente alienígena sin
la presencia de esa persona, privado de cualquier tipo de percepción sensorial:
nada tiene olor, color, sabor…
Sin apenas marcas
relevantes sobre el entorno, sociedad, etc., Saku-chan y Aki viven en un mundo
cerrado y ajeno a los demás —los pocos personajes secundarios y a excepción del
abuelo, dan la impresión de ser pálidas sombras que vagan por ahí sin demasiado
impacto en la vida de los dos personajes principales—, que poco a poco irán
descubriendo la necesidad de aprovechar el momento, de no dar nada por sentado.
La acción transcurre
sobre todo en algún momento en torno a 1990, aunque comienza un par de cursos
antes. El autor, además, maneja varios saltos adelante y atrás, intercalando
escenas ocurridas en distintos momentos. A mayores, más adelante en la historia
queda claro que el narrador habla desde un momento bastante posterior a aquel
en que ocurrieron los hechos que describe. Por el camino irá también apuntando
otros temas incidentales como los roles de género, el temor a la felicidad
excesiva, la ¿inevitable? maduración que estas experiencias conllevan, el
descubrimiento del propio ser… La punzante belleza y melancolía de la escritura
de Katayama asegura que el lector volverá a estas páginas en más de una
ocasión.
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