Título: Todo verdor perecerá Autor: Eduardo Mallea
Editorial: Cátedra (col. Letras Hispánicas)
Año publicación original: 1941 Año edición: 2000
Valoración: 5/5
Por una de esas curiosas casualidades
que tiene la vida —o a lo mejor la casualidad solo consiste en que un detalle
antes desconocido se vuelva relevante y ahora reparemos en él—, hace dos veranos,
en una caja de saldos, tropecé con un libro de un tal Eduardo Mallea,
argentino, autor de El vínculo. Ni
autor ni obra me sonaban lo más mínimo —cosa que tampoco es de extrañar, puesto
que parece que desde su muerte en 1982 incluso en su propio país ya no se
acuerdan mucho de él—, pero por ese prurito ratonbibliotesco
que tengo, siempre a la caza de nuevos títulos y autores, lo traje conmigo a
casa —1€ no es motivo suficiente para condenar una novela al abandono— y, como
suele pasar con los libros así adquiridos, quedó aparcado en su estante
correspondiente hasta la fecha. Como está justo al lado de donde me siento a
escribir, estudiar, leer o incluso escuchar música, lo he ido viendo a diario
durante todo este año intermedio, así que el nombre de su autor nunca llegó a
caerse de mi memoria. O a hundirse en las aguas oscuras de esta sin posibilidad
apenas de salir a flote, que es casi lo mismo.
Pues bien. Hace cuestión de mes
y medio —bueno, por motivos de la organización de este blog cuando leáis esto
más bien serán tres meses—, en una sección inaugurada recientemente en la
Biblioteca de Narón bajo la rúbrica “Lo nunca leído” —donde, oh sorpresa, se
exponen fondos que nunca han salido de la biblioteca, oportunidad buenísima
para conocer obras y voces nuevas y para un fetichista de estas cosas como yo
casi el paraíso—, apareció ante mis narices el tan visto a diario nombre de
Eduardo Mallea, autor de una novela titulada Todo verdor perecerá. Un título como ese tenía por fuerza que
gustarme y atraer mi atención. Y así me adentré en la narrativa de Mallea, para
descubrir a un escritor de dotes apabullantes, tanto en el dominio preciso y
fastuoso del lenguaje como en la penetración psicológica de sus personajes,
singularmente de Ágata, verdadera protagonista de esta historia.
Cuando Mallea publica en 1941 Todo verdor perecerá era ya, a pesar de
sus solo treinta y ocho años —en verdad la gente antes aprovechaba mejor el
tiempo—, un autor conocido y de trayectoria sólida. Provenía de un ambiente burgués
culto —el padre, médico, era un auténtico devorador de libros que consiguió
implantar en el hijo su fervorosa pasión—, tenía a sus espaldas una decena de
obras en géneros diversos, dirigía un periódico y, por si todo esto y su
implicación en la vida cultural y política de su país no fuera poco, contaba en
su haber con el improbable superéxito Historia
de una pasión argentina, un ensayo sobre la realidad social de aquel país.
Estéticamente Mallea es un autor
barroco en la forma de sus textos: frases sintácticamente ampulosas se alternan
con sintagmas mínimos pero certeros, a veces de tan solo una palabra. Precisión
en el uso del lenguaje combinada con profundidad semántica es la marca de la
casa; tanto, de hecho, que por momentos resulta exhaustivo para el lector, que
ya cree haber tenido suficiente ración de hondura psicológica y algunos pasajes
le suenan a ya leídos, particularmente en la segunda parte. El texto resulta
por momentos demasiado sentencioso; el narrador omnisciente se inmiscuye aquí y
allá en la historia para insertar reflexiones que no proceden de los propios
personajes, sino de sí mismo, hurtando a estos la posibilidad de definirse a
través de sus acciones.
Sin embargo, el dominio total de
estas herramientas narrativas conjugado con un diseño perspicaz de personajes y
la habilidosa construcción de los escenarios —a veces dice tanto de un
personaje lo que hace como dónde lo
hace—, consiguen trasladar exitosamente al lector la aridez emocional de la
existencia de Ágata. Una aridez que, por cierto, podría ser la misma o
semejante a la de la Ágato ojo de gato
de Caballero Bonald.
Estas características de su
estilo pusieron a Mallea en conflicto ya con la generación de vanguardistas que
sucedió a la suya. Él, por el contrario, se mantuvo fiel a sus principios
estéticos hasta el final de sus días —y muy probablemente esto contribuyó de
forma decisiva a su rápido olvido después de su muerte—. Con todo, en esta
altura de su producción, el autor estaba obsesionado con abandonar un tanto “la
casi poesía”, en sus propias palabras, y conseguir una narrativa que al mismo
tiempo fuera definición de las realidades tratadas, integrando funcionalmente
lenguaje y materia, y escribiendo en este caso algo así como la versión
novelada de lo que en Historia de una
pasión argentina había sido objeto de reflexión.
De todo esto es buen ejemplo Todo verdor perecerá, donde se dará una
oposición crucial entre materialidad y abstracción; entre acción e imaginación.
La novela es la desgarrada historia de un ansia, de una búsqueda determinada
por el distanciamiento, la ajenidad, la desolación, el rencor, la devoración,
la falta de contacto, la extrañeza, el agobio. Ágata, adusta y seca desde su
niñez, busca febrilmente sin saber lo que busca, ansía encontrar otro espíritu
que resuene con el suyo, una compañía capaz de rescatar su alma de la
intemperie del mundo. En este sentido, no deja de constituir una cruel ironía
que sea precisamente con Nicanor, la persona a quien más detesta, con quien
llegue a establecer mayores vínculos emocionales. Pero uno no encontrará lo que
tanto busca si no lo lleva ya dentro de sí, y esta parece ser la tesis que
maneja Mallea.
El individuo en su soledad no es
libre, sino que está sujeto a su menesterosidad intrínseca, subyugado a los
caprichos de la naturaleza y abandonado a los rigores de la intemperie. “Solo es verdad lo que es capaz de comunión”,
dirá; y asentará la idea de que únicamente en la comunicación con los demás
podemos lograr una vida plena, productiva. Feliz. De lo contrario, “(…) lo peor es cuando esa gran fatiga
interior presta su forma a todo lo exterior; cuando cada árbol, cada animal se
presentaba a sus ojos con la figura de una derrota”. Nada escapará a esta
maldición, y alcanzará incluso a la forma más pura de la inocencia: los niños.
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