Título: A Terra de Anna / La Tierra de Ana
Autor: Jostein Gaarder Editorial: Faktoría K / Siruela
Año: 2017 / 2013
Valoración: 1 / 5
Publicada originalmente en 2013, la firma de Jostein
Gaarder, que cobró prestigio internacional por El mundo de Sofía, rubrica este título que originalmente se llamó Anna a secas, pero que tanto las
traductoras castellanas como el traductor gallego ampliaron como La tierra de Anna tal vez tanto para
buscar un paralelismo con aquel título previo de Gaarder cuanto para desplazar
el foco de atención de la parte literaria a la premisa central: la protección
del medioambiente. La decisión de los traductores puede estar muy bien pensada,
atendiendo a que si bien el título noruego era breve, iba acompañado de un
subtítulo muy esclarecedor: Una fábula
sobre el medioambiente y el clima de nuestro planeta.
Y eso es precisamente, para bien y para mal, lo que ofrece
este texto: una novela programática a la que se le nota que lo es.
Digámoslo ya de entrada y sin rodeos: desde un punto de
vista literario, el libro de Gaarder es un mal libro. Así. Sin paños calientes.
De no proceder de su autoría, tengo muchas dudas de que se hubiera publicado
siquiera. Da la impresión de que el escritor pretendía escribir un ensayo y se
equivocó de género: es clara la intención didáctica del texto, y que Gaarder
trata de simplificar lo que puede para hacerlo comprensible a su presumible
público adolescente. Sin embargo, lo hace con tan poca habilidad que parece
difícil que ni como ensayo ni como novela logre captar el interés de nadie.
Todo en La tierra de Anna tiene el
aire de un montón de apuntes para una historia sin desarrollar.
Como queda dicho, la premisa del libro es el deterioro del
medioambiente y lo que las jóvenes generaciones pueden todavía hacer para
protegerlo. Paralelamente aparecen —se anotan, para ser exactos— algunas otras
ideas interesantes, como si existe o puede existir un exceso de libertad, si los derechos del individuo son demasiados,
la concepción de los sueños como realidades alternativas, la consistencia de la
fantasía, e incluso una velada crítica a la adicción a las nuevas tecnologías y
la “hiperconexión” actual.
Sin embargo, el texto, aquejado de considerable
repetitividad, se presenta en una sucesión de escenas inconexas y con un
discurso tan desarticulado, jalonado constantemente de extractos periodísticos
y cataratas de datos, que no sólo hace aguas por los cuatro costados, sino que
por momentos difícilmente logra mantener la atención del lector, perdida en la
aridez de algún pasaje.
A la pobreza estilística de la novela, se suma el grave
defecto de la falta de tensión narrativa: no hay un solo clímax en ningún
momento. Tampoco la psique de los personajes, absolutamente planos y
“presididos” por la protagonista —a ratos incluso infantil para su edad y,
creo, antipática en su obsesión salvadora y casi mesiánica—, consigue causar
empatía en el lector, no digamos ya credibilidad: recién liberada de un
secuestro, uno de los personajes no tiene otra cosa más que hacer que llamar
telefónicamente a Anna para departir amigablemente (al margen de otras “casualidades”,
circunstancias que, como norma general, debe ser evitadas como la peste por un
narrador).
Para coronarse todo, finalmente, con el flipe lisérgico de
que lo que comienzan pareciendo meras fantasías, acaben transformándose en
visiones para desembocar, por último, en viajes temporales.
Un texto, en suma, sorprendentemente poco satisfactorio en
manos de cualquiera, y más aún en las de un autor avalado por una extensa
trayectoria editorial, que ni siquiera la sencillez —que no simplicidad— de un
texto dirigido a los más jóvenes logra justificar.
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